Así fue: fallé el primer retrato y no me resigné. Si S. se me escapaba, o yo no lo alcanzaba y él lo sabía, la solución estaría en el segundo retrato, pintado en su ausencia. Fue lo que intenté. El modelo es ahora el primer retrato y lo invisible que yo perseguía. No podría bastarme la semejanza, ni siquiera el sondeo psicológico al alcance de cualquier aprendiz, que se asienta en preceptos tan triviales como los que dan forma al más naturalista y exterior de los retratos. Cuando S. entró en el taller, me di cuenta de que tenía que aprenderlo todo si quería dividir en sus minúsculas piezas aquella seguridad, aquella sangre fría, aquella manera irónica de ser hermoso y tener salud, aquella insolencia estudiada día tras día para herir donde más doliera. Le pedí mucho más de lo que suelo cobrar, y él se mostró conforme y dio un anticipo inmediatamente. Pero debí dejar el pincel a la primera sesión de pose, cuando me vi humillado, sin saber por qué concretamente, sin que se hubiera dicho una sola palabra; bastó la primera mirada, y dije: «¿Quién es este hombre?». Ésta es precisamente la pregunta que ningún pintor debe hacerse a sí mismo, y yo la hice. Tan arriesgado es hacerla como decirle al psicoanalista que lleve un poco más allá, sólo un poco, su interés por el enfermo: pueden darse todos los pasos hasta el borde del precipicio, pero a partir de ahí la caída será inevitable, desamparada, mortal. Toda la pintura se debe hacer desde el lado de acá, y creo que también el psicoanálisis. Precisamente por mantenerme del lado de acá empecé el segundo retrato: me salvaba en mi doble juego, tenía así conmigo un triunfo que me permitiría detenerme ante el abismo, mientras aparentemente me hundía en la derrota, en la humillación de quien lo intentó y falló, a la vista de todo el mundo y dentro de sus propios ojos. Pero el juego se complicó, y ahora soy un pintor que falló dos veces, que persevera en el error porque no puede salir de él e intenta el camino desviado de una escritura cuyos secretos ignora: mal o bien comparado, voy a intentar descifrar un enigma con un código que desconozco.
Hasta hoy no me decidí a intentar el retrato definitivo de S. de esta manera. No creo que en ningún momento de los últimos dos meses (hizo anteayer exactamente dos meses que empecé el primer retrato) se me hubiera ocurrido la idea. Pero, caso singular, ésta vino con naturalidad, sin sorpren-derme, sin que yo la hubiese discutido en nombre de mi incapacidad literaria, y el primer gesto que desencadenó fue la compra de este papel, tan cómodo como si estuviera comprando tubos de colores o un juego de pinceles nuevos. Pasé el resto del día fuera (no había concertado sesión de pose), salí de la ciudad en el coche, llevando al lado el paquete de cuartillas como quien lleva una nueva conquista de esas para las cuales el coche es ya la sábana de encima. Cené solo. Y cuando regresé a casa, fui directo al taller, descubrí el retrato, puse en él una pincelada al azar, volví a tapar la tela. Después fui al cuarto del fondo, donde guardo las maletas y las pinturas viejas, repetí los gestos en el segundo retrato, con la intensidad automática de quien practica el milésimo exorcismo, y vine a sentarme aquí, en este pequeño reducto que es mi dormitorio, medio biblioteca medio foso, donde a las mujeres nunca les gustó demorarse.
¿Qué es lo que quiero? Primero, no ser derrotado. Después, si es posible, vencer. Y vencer será, cualesquiera que sean los caminos por donde aún me lleven los dos retratos, intentar descubrir la verdad de S. sin que él lo sospeche, ya que su presencia y sus imágenes son testigos de mi incapacidad probada de satisfacer satisfaciéndome. No sé qué pasos voy a dar, no sé qué especie de verdad busco: sólo sé que se me ha hecho insoportable no saberlo. Tengo casi cincuenta años, he llegado a la edad en la que las arrugas dejan de acentuar la expresión para ser expresión de otra edad que es la vejez que se aproxima, y de repente, otra vez lo digo, se me ha hecho insoportable perder, no saber, continuar haciendo gestos en la oscuridad, ser un autómata que todas las noches soñara con evacuar la cinta perforada de su programa: una larga tenia que fuera la única vida existente entre circuitos y transistores. Si me preguntan si tomaría igual decisión aunque S. no apareciera no sabría qué responder. Creo que sí, que tomaría la misma decisión, pero no puedo jurarlo. No obstante, ahora que he empezado a escribir, me siento como si nunca hubiera hecho otra cosa o como si hubiera nacido para esto.
Me veo escribiendo como nunca me vi pintando, y descubro lo que hay de fascinante en este acto: en la pintura hay siempre un momento en que el cuadro no soporta una pincelada más (mala o buena, lo empeoraría), mientras que estas líneas pueden prolongarse indefinidamente, alineando fragmentos de una suma que nunca será iniciada, pero que es, en ese alineamiento, ya trabajo perfecto, ya obra definitiva, porque es conocida. Es, sobre todo, la idea de la prolongación infinita lo que me fascina. Podré estar escribiendo siempre, hasta el fin de mi vida, mientras que los cuadros, cerrados en sí, repelen, aislados ellos mismos en su piel, autoritarios, y, ellos también, insolentes.
Me pregunto a mí mismo por qué escribí que S. es hermoso. Ninguno de los dos cuadros lo muestra así, y el primero debería mostrarlo favorecido o, al menos, dar de él una imagen real, recognoscible, con todos los ingredientes lisonjeros de un retrato que será bien pagado. Realmente, S. no es hermoso. Pero tiene la desenvoltura que yo siempre deseé tener, un rostro de facciones marcadas en la exacta proporción y relación que confiere ese estilo sólido que los hombres físicamente fluidos como yo tienen forzosamente que envidiar. Se mueve con comodidad, se sienta en una silla sin mirarla y se sienta bien, sin aquel segundo o tercer acomodo que denuncia el malestar o la timidez. Se diría que ha nacido ya con todas las batallas ganadas o que dispone, para luchar en su lugar, de invisibles combatientes que van muriendo cuidadosamente, sin ruido, sin elocuencia, alisándole el camino como si fueran simples ramajes de escoba. No creo que S. sea un rico, millonario en el sentido que hoy exige esta palabra, pero tiene bastante dinero. Eso es algo que se nota ya en la manera de encender el pitillo, en la manera de mirar: el rico nunca ve, nunca repara en nada, sólo mira, y enciende los pitillos con el aire de quien esperaría que ya vinieran encendidos: el rico enciende el pitillo ofendido, es decir el rico enciende ofendido el pitillo porque casualmente no hay allí nadie que se lo encienda. Creo que S. encontraría natural que yo me precipitara a encendérselo o que hiciera al menos el gesto, pero yo no fumo y siempre tuve ojos lo bastante agudos como para desmontar, para desarticular ese (S.) pretencioso movimiento que va de empuñar el encendedor a disparar la llama y recogerla, primer y último movimiento de una voluta que puede ser, según los casos, dibujo de adulación, de servidumbre, de complicidad, de invitación sutil o brutal a la cama. A S. le habría gustado que yo le reconociese el dinero que tiene y el poder que le adivino. Pese a todo, los artistas practican por tradición algunos privilegios que hasta cuando no los usan o los usan al revés mantienen un aura romántica de irreverencia que confirma al cliente en su (provisional) condición subalterna y en su particular superioridad. En esa relación, algo teatral, cada uno representa su papel. En el fondo, S. me habría despreciado si le encendiese el pitillo, pero mucho peor que eso hubiera sido que yo lo hubiera hecho. No hubo sorpresas por ninguna parte, y todo ocurrió de la manera conveniente.
S. es de estatura media, sólido, en perfecta forma (según creo ver) para los cuarenta años que aparenta. Tiene el pelo lo bastante canoso para favorecer el encuadre de su rostro, y daría un excelente modelo publicitario para produc-tos simultáneamente refinados y campestres, como pipas, escopetas, trajes de tweed (palabra inglesa que designa un tejido de lana, bastante grueso y muy maleable, fabricado en Escocia), coches lujosamente utilitarios, vacaciones en la nieve o en la Camarga (Francia, Sur). Tiene, en suma, la orografía facial que los hombres ambicionan porque el cine americano la ha divulgado y porque a ella se une cierto tipo de mujeres de pelo largo, pero que tal vez no valga la pena conservar (el rostro, no las mujeres) por más tiempo del que dure el flash fotográfico: porque la vida está mucho más hecha de trivialidad, de palidez, de barba mal rapada o mal crecida, de aliento sin frescor, de olor a cuerpo no siempre limpio. Tal vez este modo de ser cara que S. tiene, ojos, boca, mentón, nariz, raíz del pelo y pelo, cejas, tono de la piel, arrugas, expresión, tal vez todo eso debiera responder culpadamente por el único borrón confuso que pude trasladar a la tela y que ni en el segundo retrato ha ganado claridad. No es que no esté allí el parecido, no es que el primero no sea el fiel retrato deseado y benévolo, no es, en fin, que el segundo no pudiera pasar por un análisis psicológico en forma de pintura -en ambos casos sólo yo sé que ambas telas continúan blancas, vírgenes si gusta el estilo, estropeadas, a decir verdad. Me vuelvo a preguntar no obstante por qué razón siendo S. este hombre detestable que he descrito, se apoderó de mí la obsesión de comprenderlo, de descubrirlo, cuando otra gente más interesante, entre las mujeres y hombres que he retratado, pasó por mis ojos y mis manos a lo largo de todos estos años de mediocre pintura: no encuentro más explicaciones que el cambio de edad en que estoy, que la humillación súbitamente descubierta de quedarme de este lado de la necesidad, de esa otra y más ardiente humillación de ser mirado desde arriba, de no ser capaz de responder a la ironía con desprecio o con sarcasmo. Intenté destruir a este hombre cuando lo pintaba, y descubrí que no sé destruir. Escribir no es otra tentativa de destrucción sino más bien la tentativa de reconstruirlo todo por el lado de dentro, midiendo y pesando todos los engranajes, las ruedas dentadas, contrastando los ejes milimétricamente, examinando el oscilar silencioso de los muelles y la vibración rítmica de las moléculas en el interior de los aceros. Aparte de esto, no puedo evitar detestar a S. por aquella mirada fría que paseó por mi taller la primera vez que entró, por aquel mascullar desdeñoso, por la manera displicente de tenderme la mano. Sé muy bien quién soy, un artista de poca categoría que sabe su oficio pero a quien le falta genio, talento incluso, que sólo tiene una habilidad cultivada y que recorre siempre los mismos surcos, o se detiene junto a las mismas puertas como una mula que tira del carro en una red de distribución acostumbrada, pero, antes, cuando me acercaba a la ventana, me gustaba ver el cielo y el río, tal como le gustaría a Giotto, o a Rembrandt, o a Cézanne. No tenían gran sentido para mí las diferencias: cuando una nube pasaba lenta-mente, no había ninguna diferencia, y cuando yo después tendía el pincel hacia la tela inacabada, todo podía ocurrir, hasta el descubrimiento de un genio sólo mío. Me estaba garantizada la paz, lo demás que viniera sólo podría ser más paz o, quién sabe, el estremecimiento de la gran obra. No esta especie de rencor manso pero determinado, no esta excavación por el interior de la estatua, no este diente agudo y obstinado como el del perro que muerde la traílla mientras mira ansioso alrededor por miedo a que regrese quien lo ató.