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No siento nada. En ese momento, una pequeña conmoción, un movimiento de despecho, una irritación de macho despedido, y luego un gran alivio y sentimiento confuso que creo que es gratitud o que se le parece. Comprendo que ese sentimiento tiene algo de monstruoso: en verdad, si me pongo a pensar, es como si sólo para gestos así debieran haber nacido las mujeres, para ser ejemplares y descargar a los hombres de los gestos desagradables y de las tareas enfadosas o poco limpias, cuando no puercas. Se ha dicho que las mujeres deben barrer la casa, sonar a los niños, lavar la ropa y los platos, arrancar con un pulgar afectuoso la mierda que queda por descuido en la costura intermedia de los calzoncillos del hombre. Parece que ha sido más o menos así desde el inicio del mundo. Entonces, viene a ser igualmente justo (o por lo menos necesario, que es otra forma de justicia) que sean ellas las que lean los termómetros, o barómetros, o altímetros que miden los afectos y las pasiones, y habiéndolo visto y valorado, hagan sus informes sobre el combustible consumido y la energía producida, para que luego el hombre se acerque a enterarse y poner la rúbrica de capataz en la línea de puntos destinada al efecto, porque a él nada más se le pediría, ni de él más se espera. Es monstruoso, repito, tener sentido de la gratitud, porque esa gratitud es otra vez alivio, prueba del nueve de las continuadas actitudes egoístas del hombre, de una intrínseca cobardía, y también de aquella desfachatez que le permite gloriarse, al menos para sí mismo, y a sí mismo mentirse al hacerla, de que todos los gestos y palabras anteriores habían estado, premeditadamente, encaminadas a forzar al otro (la mujer) a tomar la decisión final. Así, el hombre puede quedarse románticamente melancólico o dramáticamente conmovido (de acuerdo con su personal conveniencia, y el provecho, también a veces sentimental pero orientado en otra dirección, que de ahí puede sacar), declararse víctima de la incomprensión femenina, o bien regresar al punto inicial y decir, como quien no quiere la cosa, que Adelina hizo lo que yo esperaba que hiciese porque a eso la habría encaminado yo sin darse cuenta de las puertas que le abrí y cerré, de la presión en la espalda, leve y afable presión, con que la fui empujando hacia el lugar estratégico de la ruptura.

No me había dado cuenta antes: Adelina escribe bastante bien. Tiene unas frases cortas, unos períodos cortados, que yo no soy capaz, o sólo muy raramente, de componer. Es una carta para guardar y releer. ¿Cómo la habrá escrito? ¿De una sola vez, de golpe, en un impulso, o, al contrario, tanteando, hasta encontrar el tono justo, ni seco ni blando, ni altivo ni lacrimoso? Me gustaría saberlo. Me pongo a pensar en lo que podría ser una carta escrita por mí y la veo confusa, unas frases interminables y embrolladas, queriendo explicar lo inexplicable, o, en vez de eso, y peor, un desastre de sequedad, de insolencia. Sabiendo bien, y sabiéndolo ahora mismo, que una inmensa aflicción (pero inútil, pero agravante) se podría respirar sobre las palabras escritas, duras, e incluso malévolas.

He escrito antes que no es aún tiempo de desierto. Releo y no entiendo por qué lo escribí. Tampoco entiendo porqué escribí que ya no es tiempo de desierto. Acerquémonos. Hay premoniciones, dicen. Aunque creer en premo-niciones es cómodo y, sobre todo, nos vuelve interesantes. Una fuerza exterior a nosotros, pero a algunos no extraña, planearía por ahí, tal vez en el espacio común y habitable para todos, pero en otro (para pasar al cual tuviéramos que desplazarnos a aquella no terrestre medida que yo llamo centisegundo, un desplazamiento simultáneo en el tiempo: segundo, y en el espacio: centímetro) y de ahí, por indescifrables métodos de transmisión y captación, nos prevendría de lo que diremos, pensaremos y (o) haremos más tarde, o nos dirán o harán. Sólo no estaremos advertidos de lo que pensarán, como advertidos no fuimos, a tiempo, si lo fuimos, de lo que pensaban.

¿Será ahora el tiempo de desierto? ¿Y por qué de desierto? ¿Por haber salido también Adelina de mi vida, como reza la consabida y estúpida frase que presume poder estar alguien en la vida de alguien? ¿Y qué es, en definitiva, el desierto? ¿Aquel que Lawrence de Arabia contempló, en la película, durante una larguísima noche? Es una escena de efecto seguro, bien pensada, pero, realmente, muy poco original. Querer volver al ilustre y evangélico ejemplo de Getsemaní, puede ser eficaz, no lo niego, pero demuestra poca imaginación. Fue escrito: «Y, saliendo, fue, como solía, hacia el Monte de los Olivos; y también sus discípulos lo siguieron. / Y, cuando llegó a aquel lugar, les dijo: Orad para no entrar en tentación. / Y se alejó de ellos cerca de un tiro de piedra; y, poniéndose de rodillas, oraba, / diciendo: Padre, si quieres aparta de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad sino la tuya. / Y apareció ante él un ángel del cielo que lo confortaba. Y, puesto en agonía, oraba más intensamente. Y su sudor se convirtió en grandes gotas de sangre, que corrían hasta el suelo. / Y, levantándose de la oración, se acercó a sus discípulos, y los encontró durmiendo de tristeza. / Y les dijo: ¿Por qué estáis durmiendo? Levantaos y orad, para que no entréis en tentación» (Lucas, 22, 39-46). Transpuesta y sin discípulos (que en el caso citado de Cristo eran doce), es ésta la escena de Lawrence, vuelto, en agonía, hacia el desierto, durante una noche entera. De noche, no de día, que el sol no consentiría el lance dramático, o lo haría dramático de modo diferente, con Lawrence muerto de insolación e imposible la prosecución de la política británica en las Arabias u obligada a esperar por otro Lawrence menos contemplativo. Lo mismo en cuanto a Cristo: si en el Monte de los Olivos hubiese muerto Jesús de aquella hemorragia que benignamente y no fatalmente lo acometió, ¿habría luego cristianismo? No habiéndolo, la historia habría sido otra, la historia de los hombres y de sus obras: tanta gente que se habría emparedado en celdas, tanta gente que habría muerto de diferente muerte, no en santas guerras ni en hogueras con las que la Inquisición se respondía a sí misma, relapsa ella, ella herética, ella cismática. En cuanto a estas tentativas de autobiografía en forma de narración de viajes o de capítulo, tengo por seguro que serían diferentes también. Por ejemplo: ¿qué habría pintado Giotto en la capilla de los Scrovegni?, ¿las orgías pánicas de una mitología prolongada hasta esos días, si no a éstos?, ¿o habría sido Giotto sólo el encalador de las paredes de aquella casa, no capilla, aunque sí de los mismos señores Scrovegni?

Desierto, desertizar, desertar. Dice el diccionario del primero: «Adj. Deshabitado, yermo, despoblado, solitario. Abandonado, poco frecuentado. Falto de competidores. Jur. Designativo de apelación u otro recurso que el recurrente no prepara para seguir sin trámites en el plazo legal. S. m. Vasta extensión de terreno, árido, estéril y deshabitado. Lugar solitario; yermo; soledad». Dice el diccionario del segundo: «V. t. Convertir en yermo; despoblar. Abandonar, dejar». Dice el diccionario del tercero: «V. int. Desamparar, abandonar el soldado sus banderas. Huir. Abandonar las obligaciones y los ideales».

Me pregunto a mí mismo cómo se atreven los escritores, los poetas a escribir cada uno centenares o millares de páginas, y todos juntos millones y millones, cuando una simple definición diccionarística, o dos, darían, si se piensa bien, para llenar esos centenares o millares o millones y millones de páginas. Pienso hoy que los escritores anduvieron con excesiva prisa: problematizan micrométricamente sentimientos sin antes haber dado un simple vistazo a las palabras del diccionario. Tomo estos sencillos ejemplos míos, resultado sólo de aprovechar una supuesta verdadera premonición que del desierto me llevó al desierto, tras haber pasado por T. E. Lawrence (Thomas Edward) (1883-1935), nacido en Tremadoc, agente de los servicios secretos británicos en Arabia y en Asia Menor durante la guerra de 1914-1918. Los siete pilares de la sabiduría (1928); y por Cristo, que significa ungido del Señor y designa a Jesús, que, según venerables infolios que todo son capaces de decir menos confesar ignorancia, nació en Belén (entre Pedrouços y A. Junqueira), el 25 de diciembre del 4004 del mundo (4963 según el Arte de verificar las fechas), en el 753 de Roma, 31 del reinado de Augusto. De Jesús dice esa autoridad que el año de su nacimiento fue fijado por Dionisio el Exiguo con gran certeza. Pero, según otros cálculos igualmente merecedores de crédito y respeto, la fecha de dicho nacimiento (sin pecado ni dolor, sin cópula carnal ni desgarro de vulva) deberá ser referida al 25 de diciembre del año 747 de Roma, seis años antes de la era vulgar. Jesús habría así vivido realmente 39 años, y no 33. Un hombre con suerte.