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Aquí estoy, pues, desierto y en el desierto. Adelina, tal como ahora la veo, fue sólo aquella última silueta que aún hace poco, aunque ya lejana, era visible en la cuesta rápida de la duna resbaladiza, doble sombra confusa, o doble hoja de unas tijeras abiertas que se van cortando a sí mismas, haciéndose cada vez más pequeña, y luego sólo un punto en la cresta de la arena, donde el viento arrastra mínimos pedacitos (sustancia suelta, pulverulenta, vitrescible, que procede de la disgregación de las rocas silíceas, graníticas o arcillosas) y de repente, en el tiempo de abrir una carta y leerla, desaparecida en el otro lado. ¿Seremos nosotros el desierto, o nos dejan desiertos? ¿Abandonados, dejados, desasistidos, o despobladores nosotros y fabricantes del yermo? Por mi parte, que no fui ni siquiera recluta y en consecuencia podría ausentarme sin licencia, puedo aquí confesar que siempre me fascinaron las filas, el ser plural, tener mi propia fuerza y al mismo tiempo toda la fuerza de los Tetrarcas multiplicados, mil veces cuatro, cuatro veces mil, y la inteligencia multiplicada también, y la sensibilidad, y el sudor, y el trabajo, sí el trabajo, cuatro mil veces uno. Pero, si toda tropa tiene filas, no todas las filas son tropa. Y como el desierto puede tener habitantes y ser desierto, no bastan los habitantes para que el desierto deje de serlo. Con todos mis amigos festivos en esta casa, o allá fuera pensándolos yo como amigos míos, ningún desierto mío (o yo desierto) se pobló. Abordé la consciencia de esto cuando empecé a escribir: todo mi esfuerzo consistió, al fin, en recuperar el desierto, para (intentar) comprender después aquello que quedará, aquello que quedó, aquello que quede. La soledad, desde luego, pero quizá no la esterilidad. Deshabitado, desde luego, pero no inhabitable. Seco, pero con agua dentro, terrible agua de lágrimas, frescor posible sobre las manos, H2O. El agua primordial y lo que en ella se suspende.

El retrato del matrimonio que va a casar a la hija no será pintado aquí, en el taller, donde tanta gente ha estado, desde A. a S. Donde, en el diván, la secretaria Olga. Donde Adelina. Son cuatro pisos difíciles, altura que sólo un gran amor por lo pintoresco (equivocado, por otra parte) puede soportar, o bien la estricta necesidad. Gente que casa a una hija puede no ser vieja, pero ésta lo es, por nacimiento tardío de la ahora novia, o maduración forzada de la respetabilidad. (Juguemos al cazador: gente que casa, hija, puede no ser vieja; gente que casa, hija no puede ser vieja; gente que casa, hija no puede ser, vieja; etc.) He ido, pues, a la opulenta, grave y silenciosa casa en la Lapa, y allí pinté. Empecé por situar a marido y mujer en el espacio real que sus cuerpos aún no ocupan por ahora, y, luego, en el espacio inestable de la tela. En la segunda sesión, despedí al señor de la casa y me quedé con la señora. Finísima. Amable, pero distante, helada tras el barniz de educación, o por ese mismo barniz, que es como este de mi oficio, brillante, liso, helado. Al cabo de tres días me presentaron a la hija, en el cuarto (día), al futuro yerno. Ella cruzó magníficamente la pierna, él vino a vigilar el efecto. Ambos, mani-fiestamente (desde mi punto de vista, que no los caso ni descaso), poca importancia dan al retrato, que es sólo debilidad de gentes de edad provecta o convencionalismo recreado en una casa de la Lapa, barrio donde ya poquísima gente cederá a tentaciones así. La señora no se mueve, yerta, casi no habla, por más que intento que se ponga cómoda: parece en estado de choc. La hija acercó el perfume a mis linderos, sobre ellos pasó la nube de humo del cigarro del novio y el puro del padre. «Fumaba habanos, pero ahora», dijo con reticencia el dueño de la casa, y me ofreció un puro holandés, fabricado probablemente con el mejor tabaco de Cuba. Entre tanto, voy pintando.

Es tan fácil. La mano coge de lejos lo que hay en el rostro, mientras el pensamiento se ausenta, ve, usando de un modo u otro los ojos que en este momento pasan del rostro a la tela, ve las corrientes de la Laguna, lentas, pastosas en el lodo subyacente, divididas en verdes y azules, con nervios más claros que separan las grandes fajas cromáticas, y unos barcos blancos como pulgones minúsculos en aquel reino más vegetal que acuático. Paseo el pincel sobre la tela con la misma lentitud con que las corrientes de la Laguna se mueven, no es el rostro lo que pinto, sino la Laguna que pienso. ¿Qué va a salir de aquí?

En casa, pinto el santo. Reproduzco (tengo la postal) la arquitectura de la prisión y el suelo de ladrillos de la pintura de Vitale de Bologna, y voy a poner en aquel suelo y en la sombra de aquellas rejas el San Antonio de mi casa, sin niño, sin aureola, sin libro. Descubro que el pintor boloñés usó antes que yo la medida que de paso indiqué: el centisegundo. De no ser así ¿cómo iba a conseguir este efecto de perspectiva irreal y este tiempo que sucesivamente retrocede en el espacio o este avance del espacio sobre el tiempo? Pero, como no utilizaré a ninguno de los personajes del cuadro original, tendré que encontrar la manera de introducir aquí el santo con el mismo desajuste espaciotemporal, la misma dimensión fluida, convirtiéndolo luego todo en algo sólido como la contextura del ladrillo y la densidad molecular del hierro. Éstos son los devaneos del pintor desertado, formas desviadas de aproxi-mación y descubierta, gimnasia sin peso, movimiento en cámara lenta, descomponible y repetible, providencia de ansiosos que de esta manera última pueden duplicar la vida. Hacer que todo vuelva atrás, no para repetirlo todo, sino para elegir y algunas veces parar llevar por la rienda al caballo de San Jorge que Vitale de Bologna pintó, llevado, de Lisboa yendo o de Bolonia viniendo, por España y Francia, por Francia y España, a París, al Barrio Latino, a la rue des Grands-Augustins, y decirle a Picasso: «Hombre, he ahí tu modelo». En ese tiempo, en Lisboa, un niño, sin saber nada de Guernica, y de España casi nada, a no ser Aljubarrota, sostenía en las manos unos húmedos pedazos de papel, transmitía sin saberlo la llamada política de un Frente Popular Portugués que ése fue el nombre que tuvo, más lo que hizo e intentó, como tanto más hecho e intentado, hasta un día.

Muerte y destrucción. Tiempo después, un tiempo contado por años, sabré del grito del franquista Millán Astray. Y más tarde aún aprenderé, y sabré casi de coro, las palabras de Unamuno: «Hay ocasiones en las que callarse es mentir. Acabo de oír un grito morboso y sin sentido: ¡Viva la muerte! Esta bárbara paradoja me repugna. El general Millán Astray es un inválido. No hay descortesía en esto. Cervantes también lo era. Desgraciadamente, hay hoy en España demasiados inválidos. Sufro al pensar que el general Millán Astray podría sentar las bases de una psicología de masas. Un inválido que no tenga la grandeza espiritual de Cervantes, procura generalmente hallar consuelo en las mutilaciones que puede hacer sufrir a los demás». Y más tarde, avanzada ya mi vida, enrojeceré de vergüenza cuando por primera vez oiga la oración nacionalista española de aquel tiempo: «Creo en Franco, hombre todopoderoso; creador de una España grande y de la disciplina de un Ejército bien organizado; coronado por los más gloriosos laureles; liberador de la España que agonizaba, y cincelador de la España que nace a la sombra de la más rigurosa justicia social. Creo en la Propiedad y en la grandeza de España, que continuará la ruta tradicional, que todos nosotros, españoles, seguiremos; en el perdón para los arrepentidos de corazón; en la resurrección de los antiguos gremios organizados en Corporaciones; y en la tranquilidad duradera. Amén».