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Repetir hoy todo esto, para que todo tuviera el testigo que faltó: yo. Yo, portugués, pintor, vivo en 1973, en este verano que termina, en este ya otoño. Yo, vivo, muriendo en África, hacia donde mandé a morir o consentí que fueran portugueses, mucho más jóvenes que yo, mucho más sencillos, mucho más útiles en la mañana que yo, sólo pintor. Pintor de este santo, de esta Lapa, de este mártir, de este crimen y de esta complicidad. En 1845, ya Niccolò dell’Arca había comprendido muchas cosas: de su Lamentación, sólo aparentemente llorada sobre la muerte de un dios, se puede quitar el Cristo y sustituirlo por otros cuerpos: el cuerpo blanco destrozado por la mina, con todo el bajo vientre arrancado (adiós, mi hijo imposible); el cuerpo negro, quemado con napalm, con las orejas cortadas, guardadas en alguna parte en un frasco de alcohol (adiós Angola, adiós Guinea, adiós Mozambique, adiós África). No vale la pena quitar a las mujeres: no hay ninguna diferencia en el llanto.

Pensándolo bien, no he hecho gran cosa.

Cuarto ejercicio de autobiografía en forma de capítulo de libro. Título: Los dos corazones del mundo.

De Bolonia a Florencia hay cien kilómetros. Dejando los campos rasos de la parte oriental de la provincia de Emilia, la autopista sube hasta el Passo del Monte Citerna, para luego, a través de túneles iluminados como árboles de Navidad y viaductos asentados en piernas de gigante, saltando valles y desfiladeros profundísimos, bajar interminablemente, siempre y sin fin, hasta Florencia. Y no por simple efecto retórico escribo «siempre y sin fin». La entrada en Florencia, como decía aquel francés a quien encontré en una tavola calda, es una experiencia traumatizante: la señalización deficiente, la abun-dancia y el aparente desconcierto de los sentidos prohibidos, hacen del descubrimiento del centro de la ciudad, de la Piazza della Signoria, por ejemplo, una especie de busca de una aguja en un pajar. Mucha confianza ha de tener Florencia en sí misma para atreverse así a desesperar a los viajeros que por ella se aventuran sin la custodia de las agencias de turismo.

Y ahora llegué. Vivo en la Via Osteria del Guanto, a dos pasos de la Via del Corno, donde no sé si nació Vasco Pratolini, pero donde transcurre la mayor parte de la acción de su Crónica de los pobres amantes, y también a dos pasos de los Uffizi y del Palazzo Vecchio, y de la Loggia dell’Orcagna, e igualmente cerca del Museo Nacional de Escultura (el Bargello), que tiene obras de Miguel Ángel, de Donatello, de los Della Robbia, de ese admirable Luca que «reinventó» la cerámica para que fuera, al mismo tiempo, escultura y pintura.

Mientras duermo, este pueblo silencioso de estatuas y pinturas, esta humanidad remanescente, paralela, continúa con los ojos abiertos velando por el mundo al que, durmiendo, renuncié. Para que lo pueda encontrar de nuevo al bajar a la calle, más viejo yo y precario, porque más duran al fin las obras de la piedra y del color que esta fragilidad de carne.

¿Florencia por dos días, dos semanas, dos meses? ¿Florencia por el tiempo de un suspiro? Esta ciudad es amplia como un continente, inagotable como el universo. Hay en ella cierta actitud de inaccesibilidad que no viene sólo del talante seco y altivo de los florentinos, cansados tal vez de turistas, tal vez mucho más porque saben que no volverán a tener nunca exclusivamente para ellos su ciudad. Al salir de Florencia, el viajero va frustrado si no es un turista común: por más que haya visto y oído, sabe que se le escapó el nudo ceñido e íntimo de la ciudad, aquel lugar donde latirá una sangre común y cuyo conocimiento la haría suya también. Florencia es un corazón del mundo, pero cerrado y duro.

Recorro una vez más los Uffizi, para mí el museo que ha sabido permanecer en la dimensión exactamente humana, Y que es, por eso precisamente, uno de los que más amo. ¿Qué podría escribir acerca de estos centenares de pinturas, todas prestigiosas? ¿Alinear nombres y títulos? ¿Copiar escrupulosamente el catálogo? No acabaría nunca. Mejor es decir sólo que aquí están los retratos maravillosos de Federico da Montefeltro y de su mujer Battista Sforza, pintados por Piero della Francesca, y que ante ellos me olvido del tiempo; que en definitiva no debo de estar aún maduro para gustar de Sandro Botticelli, pues me dejan casi enemigo su Venus y su Primavera; que construí casi una historia de ciencia ficción mientras contemplaba la Adoración de los pastores de Hugo van der Goes (aquel niño Jesús tumbado en el suelo fue manifiestamente puesto allí por gente del espacio, marciana o venusina); que vuelvo a mirar, reverente, al Mantegna de esta otra Adoración, religiosamente agresiva; que Rubens me fatiga y me aburre; que no me echo a llorar ante Rembrandt, sólo porque nunca pude estar a solas con él.

Desisto de volver al Palazzo Pitti, fenómeno de teratología museológica que me irrita siempre (el desperdicio es siempre irritante) porque en él las pinturas y las esculturas son supuestos meros objetos decorativos, acumulados en un escenario suntuoso que si no repele al visitante es porque éste se ve constantemente sumergido en una multitud a la que nada detiene. Prefiero circular sólo por esta orilla, y no atravesaré el Ponte Vecchio hasta la noche, para ver correr el Arno entre las murallas y recordar que aquella mansedumbre se transformó en furor hace media docena de años: se desbordó y saltó como un maremoto, invadió las calles, las casas, las iglesias, destruyó, ensució, arrancó, puso a Florencia de rodillas, como si allí empezara a acabarse el mundo.

Tendré mejor noción del desastre cuando vaya a visitar la exposición Firenze restaura: ahí estará el «diagrama» de la catástrofe, ahí veré las fotografías que muestran los cuadros desencolados, las esculturas de madera empapadas en agua y lodo grasiento, el interior de la iglesia de Santa Croce como una caverna por donde hubieran roto todos los vientos y los mares. Veré, afligido, lo que queda del Crucifijo de Cimabue, pero tendré al fin ante los ojos, tras tantas tentativas que hice y que fallé, liberada ahora de la capa de yeso y suciedad que la había cubierto, la María Magdalena de Donatello.

Contemplaré otra vez los frescos de Fra Angelico en San Marco, la iglesia de Santa Maria Novella y el Capellone degli Spagnoli, con los bellísimos frescos de Andrea di Bonaiuto; vagaré por el interior del Duomo, alimentando ya recuerdos para después de partir, buscaré los Donatello del Museo Bargello como quien tiende la boca hacia un vaso de agua fresca; descubriré (nunca antes había estado allí) el Museo Arqueológico, y, vuelta a ver la capilla de los Medici, exultará mi admiración por Miguel Ángel en la Biblioteca Lorenziana, el lugar donde la arquitectura alcanzó su perfección extrema, nunca superada.

Voy a marcharme. La tarde cae. Miro el paisaje de la Toscana, ese campo que no puede ser puesto en palabras, porque de nada serviría escribir «colinas, color azul y verde, setos, cipreses, paz, horizontes difusos». Pero vale la pena mirar aquella franja del paisaje que aparece en el fondo de Botticelli La Madonna del Magníficat: eso es Toscana.

Y ahora Siena, la bienamada, la ciudad donde mi corazón realmente se complace. Tierra de gente amable, lugar donde todos beberán de la leche de la bondad humana, te pongo por delante de Florencia para todo y para siempre. Las tres colinas en que está construida hacen de ella una ciudad en la que no hay dos calles iguales, todas ellas opuestas a las sujeciones de cualquier geometrismo. Y este maravilloso color de Siena, que es el del cuerpo bruñido por el sol, que es también el de la corteza de pan de trigo -ese maravilloso color, que va de las piedras de la calle a los tejados, modera la luz del sol y apaga en nuestro rostro ansiedades y temores. Nada puede haber más hermoso que esta ciudad.