Y, dado que este itinerario mío es también (o sobre todo) el de los museos y piedras ilustres (nunca distinguiré entre los hombres y las obras de los hombres), miro el Duomo, edificado donde hubo en tiempos un templo consagrado a Minerva. ¿Quién habrá inventado primero esta armonía de piedra rosada y de piedra verde oscura que recubre toda la catedral con franjas horizontales, obligando a los ojos a leer lentamente la arquitectura? ¿Quién se atrevió a elegir así las piedras coloreadas, a manejarlas como una paleta de pintor?
Dentro, el pavimento es como un gigantesco libro ilustrado. Son cuarenta y nueve cuadros hechos de piedras embutidas o grabadas, esgrafiados o marquetados, rigurosamente dibujados, que hacen que los visitantes olviden un poco lo que está por encima de sus cabezas. Se viaja por dentro de un arte al mismo tiempo robusto y delicado, que podría ser la definición precisa del espíritu de Siena.
Vuelvo a ver, en el Museo dell’Opera del Duomo, la Maestá de Duccio di Buoninsegna, y las Escenas de la Pasión de Jesús, dispuestas, iluminadas y vigiladas con un amor que conmueve; no se puede entrar en esta sala del museo sin bajar la voz hasta la sordina, como si allí estuviera, viva y profética, la sibila de Delfos.
Voy desde aquí a la Pinacoteca. Me espera la pintura sienesa desde el siglo XII al siglo XVI, lo mejor que esta escuela produjo en quinientos años. Numerosas tablas de Guido de Siena, una sala dedicada a Duccio di Buoninsegna y sus discípulos, y cuadros de los hermanos Lorenzetti (Pietro y Ambrogio), Sassetta, e infinitos más. Que está en aquellos dos cuadros de Ambrogio Lorenzetti, para mí «los más hermosos del mundo», dos paisajes milagrosos, pintados en un tiempo en el que se estaba aún muy lejos de cultivar el paisaje como motivo exclusivo de pintura, y que son la figuración de algo que sólo podría contenerse en el interior de un sueño: un castillo, una ciudad, un barco anclado que es como una hoja de olivo, unos pocos árboles dispersos, colores de ceniza, azules y verdes fríos, y sobre todo esto una luminosidad que es la de los ojos del artista, maravillados ante su obra.
Entro en un bar a tomar café. El camarero me atiende con la voz y la sonrisa de Siena. Me siento fuera del mundo. Bajo al Campo, una plaza inclinada y curva como una concha que los constructores no quisieron alisar y que así quedó, para que fuese una obra maestra. Me coloco en medio de ella como en un regazo y contemplo los viejos edificios de Siena, casas anti-quísimas donde me gustaría poder vivir un día, donde tuviera una ventana que me perteneciera, abierta a los tejados color barro, a las contras verdes de las ventanas, intentando descifrar de dónde viene ese secreto que Siena murmura y que yo voy a seguir oyendo, aunque no lo entienda, hasta el fin de mi vida.
Todo es biografía, digo yo. Todo es autobiografía, digo con más razón aún, yo que la busco (¿la autobiografía?, ¿la razón?). Ella se introduce en todo (¿cuál?) como una lámina delgadísima metida en la hendidura de la puerta y que hace saltar el pestillo, dejando la casa abierta de par en par. Sólo la complejidad de los multiplicados lenguajes en que esa autobiografía se escribe y se muestra, permite, y así así, que en relativo recato, en secreto suficiente, podamos circular entre nuestros diferentes semejantes. Pese a todo, me parece evidente que este mi último capítulo no biografía nada. Entre Florencia y Siena no hubo espacio para la lámina reveladora. Todo quedó al ras de la sombra que las obras de arte proyectan, a veces en las simples asperezas de la pincelada o en la rugosidad milimétrica de la piedra pulida y seguro que me preocupe demasiado de captar las vibraciones que en todo momento se me escapan, y por eso, por esa preocupación, no por esta fuga, nada quedó de mí, o casi. A no ser, y esta hipótesis me tranquiliza, que me sea al fin revelado por los medios tradicionales de la autobiografía, ocultando en ella menos de lo que es costumbre, aunque de alguna manera me vea perdedor en la apuesta inicial, que era la de decir de mí pareciendo que no.
He dormido mal. Y estoy solo. Hace más de ocho días que no oigo sonar el teléfono. He despedido a la asistenta. Durante un tiempo, le dije. Ahora tengo poco trabajo, y yo mismo arreglo la casa como puedo. Adelaida oyó lo que le dije. No se le movió ni un músculo de la cara, pero el pie derecho se le torció levemente, quedó como embotado, dolorido, lleno de aflicción. Salió sin una palabra, o diciendo sólo «cuando quiera». ¿Cuando yo quiera? ¿Cuando quiera ella? No lo sé, pero la diferencia sería ciertamente (lo digo por segunda vez) la de dos tonos diferentes del color. No tiene la pintura ambigüedades de éstas (menos ambiguo sería decir «estas ambigüedades»), pero otras tiene que me llevaron a escribir, e imposibilidades también: falta, para que quede definitivamente probada la justicia de este mundo, que las ambigüedades de la escritura, y a la vez sus imposibilidades, me obliguen a pintar. O algo intermedio. He inventado ya el centisegundo, que no sé cómo aplicar. Me faltaría ahora descubrir el escripintar, ese nuevo y universal esperanto que nos transformaría a todos en escripintores, entonces tal vez dignos prácticos de benditas artimagias. Busco en el sueño: artimagias, bartimagias, barthes magia, cartimagias, karl marx, dartimagias, darte más, eartemagias, ¿y arte? más.
Estoy tan seguro de esto, que no tendría que escribirlo. Pero como he decidido elegir aquel casi todo que permite, en el lenguaje corriente, eliminar el casi, hago aquí mención y juramento de que no es la falta de Adelina lo que me quita el sueño, porque, en rigor, ella ni siquiera me falta. Mi problema no es de falta, sino de una especie de presencia. Tumbado boca arriba, en este mi cuarto trastero que hizo las delicias (me refiero al cuarto, materialmente hablando, no a aquellas cosas del sexo que en los cuartos se suelen hacer) de algunas mujeres de buen gusto (lo que no quiere decir que todas allí se hayan acostado), busco en mí, con una paciencia de insecto que usa las pinzas y las antenas para apartar el embrechado que lo separa del alimento: pan limpio, bosta, larva paralizada, sangre latiente bajo la piel -procuro y quiero definir esta tensión que en mí, o en alguna parte de mi cuarto, o circulando alrededor cuando me desplazo-, esta tensión que es como un dorso móvil y arqueado, ondulante, tal vez de serpiente, comparación que primero se me ocurre, o franja atmosférica vecina del tifón, y por eso, digo, tensa.
Hablaría de premoniciones otra vez si quisiera. Pero siendo yo aquel que escribe y al mismo tiempo siente, decido que no quiero, con el doble poder que me da la doble calidad de contemplador y contemplado. Pero, sin duda, algo está ocurriendo. ¿Un temblor de tierra? ¿Un incendio? ¿Otra mujer que ya viene? O será sólo, y a eso me inclino, esto que escribo, estas tantas páginas que sobrepuestas pesan, que de línea en línea proyectan trazos, y lazos, y corrientes -y todo esto está tirando entre su extremo y un lugar cualquiera de mi cuerpo, padre / madre de este largo discurso. Repito: ¿otra mujer? No lo creo. A esta edad mía puede haber aún otras mujeres, pero en este momento no las busco. Y no por disgusto de amor. Ni por amor, ni por disgusto. Si quisiera, y no quiero, representar una pequeña comedia senti-mental -¿dónde tendría los espectadores?, ¿dónde quien aplaudiera? Amigos, ciento diez, o quizá más, lejos. Y aquí en este cuarto mío, ninguno. Y si es cierto, por aquello que llevo leído, que suelen los héroes de las novelas desahogar sus penas llorando sobre el retrato de la ingrata, no va a ser así en este caso, aunque haya por ahí un retrato de ella. Soy yo, por otra parte, el grato, como he explicado ya en estas páginas, de las que diré, llegado el caso y la ocasión, que no son una novela.