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Algo, no obstante, se aproxima. Creo que los tiempos señalados se anuncian con trompetas que nosotros, los humanos, no oímos, porque la altísima vibración del sonido no se puede captar con nuestros rudimentarios órganos de audición. Creo también que los perros oyen esas trompetas, y que nosotros, los humanos, debemos estar muy atentos a ellos, porque cuando esos animales aúllan, y no sólo a la luna lo hacen, es el sonido de las trompetas lo que los pone en trance. Aúllan entonces los perros, y principalmente lo hacen por desesperación de no podernos decir a nosotros qué cosas son esas que se anuncian. De ahí que pasen casi siempre inadvertidas por nosotros, porque no estábamos donde era preciso estar o porque dormíamos cuando había que estar en vela. Lo más que nos llega (hablo de mí, sin procuración, por ejemplo, de lo que le llega a mi asistenta, Adelaida) es esta tensión, este dorso estirado de culebra, este elástico impulso del viento, a ráfagas.

La distancia es ya muy grande. La vida de la gente es mucho más de lo que estos mis casi cincuenta años son, o los que vengan luego, siempre de menos, por mucho que lleguemos a contar. No me contradigo. Sea lo que fuere, en cantidad de años, lo que el futuro tenga guardado para cada uno de nosotros, nada es mayor que la infinita prehistoria que es la nuestra. No hablo de la colectiva, sino de esa otra, simple e individual. Basta decir que tiene el día ochenta y seis mil cuatrocientos segundos, y el mes casi dos millones seiscientos mil, y que no son arrojados sobre nosotros de repente, sino uno a uno, para que nada se pierda y todo se aproveche (Lavoisier, que vivió cincuenta y un años, y más no porque lo guillotinaron).

Me quedaré dormido, no tardará, el sueño no puede tardar mucho. Por la puerta entreabierta del cuarto veo que la ventana que da a la calle, en el taller, no está ya negra: empiezan las horas cenicientas y la sutil degradación que lo sacará todo de la sombra total hacia la claridad del día abierto. Pero para eso es temprano aún. Parte de mí ya duerme, mientras la otra escribe. Por eso tengo enfrente, desplegada como el mapa del mundo, toda mi prehistoria, tan cerca que me bastaría copiar los nombres, los accidentes -gráficos, los hidro-, los oro-. Así se puede ver qué fue el dormido casado, o casado dormido, es igual, hoy sólo durmiendo, mientras sobre la sábana arrugada (no olvidar que ha despedido a la asistenta) los dedos inconscientes cuentan los años, tantos, que sobre el mapa del mundo tardó aquel viaje. Y el otro de antes, cuando la vida de los padres fue a mejor y ya no se habló más de cuartos realquilados. Murieron las viejas alcohólicas y las defecaciones pasaron a ser hechas en el recogimiento de los cuartos de baño, sin belleza alguna, aquella evocada belleza procesional de antes, que era ese acto de reconducir a la tierra lo que el vivo de la tierra sacaba, mientras a sí mismo no se entregaba a ella. Hosanna. Diferentes son los caminos y tan variables las relaciones de producción como las relaciones de excreción. En el sueño, pasa una gigantesca mujer, alta, profunda y ancha, transportando un orinal bajo una toalla bordada, mientras sobre su cabeza aletean ángeles. Aleluya.

Los padres, a veces, son locos. No saben nada, nadie puede ser más ignorante que ellos, y hacen gestos que nadie entiende y dicen palabras que ningún diccionario registra. Y como ya no transportan, mejor dicho ya no transporta la madre por los corredores del mundo la ofrenda fecal, deciden ambos, en una hora de crisis mental, mansa, invisible, hasta risueña, sin médico ni camisas de fuerza, que el hijo estudie Bellas Artes porque (dos excelentes razones) tiene facilidad para el dibujo y los vecinos van a quedar verdes de envidia. «Verdes de envidia», fue lo que dijo la madre. Y el padre, aunque pareciendo despreciar estas cosas de mujeres, concordó, moviendo paternalmente la cabeza. Cómo pesa el sueño. Tanto pesa que es legítimo no añadir el signo de exclamación: como mucho, decirlo. Mientras estamos durmiendo, he escrito, vela en las salas y en las plazas el mundo silencioso de las estatuas y de las pinturas. Y está bien que sea así. Si no ¿qué sería de nosotros? Es ese pueblo el que sostiene el mundo, cambiado en el sueño por la posibilidad de recuperar la prehistoria, esas misteriosas hojas de papel, por ejemplo, no el mapa del mundo, sino esas hojas que veo soñando, escritas ya, y que soñando leo, esforzándome por despertar leyendo, porque sé que aquello nunca fue escrito por nadie, y tampoco por mí. ¿En qué otro país de otro mundo se escribe portugués? ¿Qué selvas dieron estas hojas de papel, o qué trapos, o qué paños bordados? Parte de mí duerme, la otra escribe, pero sólo la que duerme podría leer lo que está escrito en las hojas de papel, sólo en el sueño existe ese viento levísimo que las hace pasar, una a una, a la medida del tiempo que la lectura exige. No tardará en llegar la mañana.

Subir la cuesta es también bajarla, o caer rodando cuando ya el pie se asentaba en la última piedra y la mirada recibía de soslayo el paisaje escondido. Vuelve a decirse que fue el dormido casado, para que, dicho esto una vez, no se diga que en seguida se olvidó, no porque tenga importancia. Es cuestión de subir otra vez la cuesta, contar una vez más con los dedos inconscientes en la sábana arrugada los años del viaje, poner, al llegar allá arriba, el pie en la última piedra y empezar a bajar por el otro lado. ¿Serán los paisajes vidas para pintar? Quien sólo pintó rostros, y tan mal, y tan de nada, ¿podrá aprender algo de Lorenzetti (Ambrogio)? En el sueño, sí, pero sólo en él, como sólo en él se pueden leer las prodigiosas hojas, ¿quién sabe si el sexto y verdadero evangelio, quién sabe si los escritos perdidos de Platón o todo cuanto falta de la Ilíada, quién sabe si lo que escribieron los que antes de su tiempo murieron? Este paisaje, sin embargo, está fuera y dentro del sueño, él mismo es sueño y soñador, sueño y cosa soñada, pintura de dos faces que rechaza el espesor de la tabla.

Estoy murmurando en sueños y registro el murmullo. No lo descifro, lo registro. Busco y encuentro signos fonéticos que pongo en el papel. Está así escrito un lenguaje, que nadie sabe leer y mucho menos entiende. La prehistoria es larga, larga, andan por aquí hombres y mujeres entrando y saliendo de cavernas y es preciso hacer la historia que los ha de contar (enumerarlos, narrarlos). Ya los dedos inconscientes cuentan en el sueño. Los números son letras. Es la historia.

Vino Carmo a verme. No obstante, antes de escribir sobre la visita y la conversación, que poco de mí dirá, pero mucho de él, me parece conveniente volver a estas últimas páginas, demasiado artificiosas para mi gusto y en las que me dejé arrastrar por no sé qué tentación de virtuosismo loco, contrariando la severa regla que me había impuesto de contar lo acontecido, y nada más. Puede que ahí atrás, en las páginas ya escritas, haya otras infracciones a este precepto, pero son mínimas, y consecuencia, más de la poca habilidad del autor que de elaboración adrede. Que sean estas últimas también adrede no es cosa que me atreviera a jurar, pero es evidente que a partir de un momento dado del relato me he dejado fascinar por cierto ludismo verbal, tocando mi violín de una sola cuerda y compensando con la gesticulación la ausencia de otros sones y la eliminación de su posibilidad. Reconozco, sin embargo, pese a esta crítica que me hago, que no es mal hallazgo eso de «una parte de mí ya duerme, mientras la otra escribe»: es sólo un pequeño y nada arriesgado salto mortal de estilo, pero me complace haberlo dado bien.

El artificio tiene sus méritos: fue un artificio lo que me permitió simular el sueño, soñarlo, vivir la situación y asistir a todo esto, rememorando al mismo tiempo cosas pasadas, con un aire de durmiente fingido, que habla para que lo oigan y calculando el efecto de lo que está diciendo. Hoy diría yo que fue un recurso para liberarme de dos explicaciones que de otra manera tendrían que ser largas: de cómo mis padres salieron de los cuartos realquilados, y en cierto modo prosperaron y me hicieron entrar en la Escuela de Bellas Artes, y de cómo se realizó mi boda, por qué y para qué, y también de cómo se deshizo. Serían, evidentemente, historias mías. ¿Pero, necesarias? Ni las bellas artes me convirtieron en pintor, ni el casamiento y la paternidad (faltaba esto) me hicieron diferente. Los actos más importantes no son los vistos de fuera, sino los de dentro, el pájaro muerto, la bofetada, y otros, también de fuera, pero todos pasados al lado de dentro. Si fue artificio, soy capaz de justificarlo, y, persistiendo en él, legitimarlo, si no por la verdad, por la veracidad. Debo decir, sin embargo, para que quede aquí alguna claridad, que las últimas páginas fueron escritas estando yo muy bien despierto, que lo que en ellas de sueño se describe no es un sueño solo ni en una sola noche, sino pedazos sueltos de sueños repetidos, algunos invariablemente repetidos, y para el efecto y la conveniencia de ahora, organizados en una incoherencia coherente. Sé de pintura lo suficiente, y ahora también lo suficiente de caligrafía, para entender e intentar practicar que pocas cosas exigen tanta organización como la expresión de la incoherencia. Hablo de expresión, no del simple manifestarse.