Vino Carmo a verme, apareció después de la cena, y me sobresaltó al advertirme de que venía, tan poco habituado estaba ya al timbre del teléfono. Por el tono de voz me di cuenta de que había historia. Tuve la confirmación después. Es difícil ser amigo de alguien. Quiero decir: es, sobre todo, difícil saber hasta qué punto se es amigo de alguien. De está manera normal y sin problemas que suele ser la nuestra en materia de amistades, yo creía que era amigo de Carmo. En fin, las personas se encuentran a veces, hablan, caen o no caen en confidencias, en intimidades aunque sean escasas, y luego encuentran que son amigas, se asombran de que no lo fueran antes o desde siempre, no se asombran de que vayan a ser amigas hasta el fin de los días. De esta manera común era yo amigo de Carmo: véase cuán poco. Que lo sea más ahora, no lo afirmo, pero seguro que hay una diferencia cualitativa (queda bien la palabra) en este ser igual, aunque no dure mucho, aunque haya sido sólo para dejar de ser.
Carmo llegó deshecho a mi casa. Se sentó deshecho. Habló deshecho. Era inevitable: Sandra lo había dejado. En el primer momento, con la idea de que eso lo consolaría, abrí la boca para decirle que también aquí las cosas se habían desatado. Pero me callé, dándome cuenta de que Carmo no iba a aguantar el contraste entre mi serenidad y el desastre que era su com-portamiento. O, y para mí aún peor, tendría que fingir para acertar con su diapasón: sería una admirable noche de machos maduros, uno de ellos ya un poco pasado (paciencia, Carmo, es verdad), lloriqueando sobre un fondo musical de Lalande (De Profundis) maldiciendo a todas las hijas de Eva y jurando que nunca más. Sólo le di a entender que mis relaciones con Adelina estaban en punto bajo, lo que, al menos, sirvió a Carmo para saborear por anticipado, y con eso consolarse, la proximidad de mi ruptura. No vamos a querer mal a las personas por estas debilidades: uno no se siente nunca tan saludable como cuando está junto a un enfermo, nadie se siente más fuerte que cuando está con un canijo, nadie tan inteligente como cuando habla con un débil mental. (Como cuando. Cuando como. Ya comí.) A partir de este momento, Carmo se serenó mucho.
Pero al principio la cosa fue mal. Apenas le abrí la puerta cayó en mis brazos, dramático, a punto de echarse a llorar. Lo arrastré hasta el diván, le di una copa, dije: «Bueno, vamos a ver. ¿Qué pasa?». Tostado por el sol, Carmo parecía enmascarado. Nunca fue hombre de estivales festivales, nunca para ese «tiéndete pierna» que es la vida en las playas. Pensé que Sandra debía de haberlo arrastrado, ella en la playa tostándose, ella en la boîte, ella en la cama, y Carmo agotado, pidiendo mercedes al corazón y al sexo. Lo pensé, y acerté. «Aquí me tienes, destrozado, amigo.» Así era Carmo. «Yo y Sandra hemos acabado.» Oh, amigo, de qué sirve ese orgullo, ese tú delante de ella, ese hemos acabado, cuando la verdad es que te acabaron, quizá por poco tiempo, quizá por más, quizá para siempre. Pensé esto mientras Carmo me iba diciendo, con sus palabras, cómo había conseguido conquistar a Sandra, el interés de ella (¿interés? anda, anda, pasión, andapasión). Qué bien se sentía Carmo reviviendo glorias, proezas eróticas que no pormenorizaba pero sugería, implorándome con los ojos que le creyera, que no pusiera en duda lo que decía, que no sonriera con ironía o, peor aún, con escarnio. Jamás lo haría. Cualquiera que tenga algo de experiencia de la vida sabe que la media edad (y con mayor razón la vejez, claro) compensa con abundancias de arte las quiebras de vigor. ¿Por qué Carmo iba a ser una excepción? Basta ver el frenesí que las muchachas en flor (tanto a la sombra como al sol) manifiestan, hasta de manera indecorosa, hacia los hombres maduros, que podían ser sus tíos, sus padres. «No me sorprende», dije gravemente yo. «Ya ves el caso de Chaplin. Oona O’Neil, un montón de años más joven, y fue una historia de amor. Tuvieron nueve hijos.» Carmo se mosqueó, o pareció mosquearse, pero aquello le hizo bien. Y lanzó la gran declaración: «Es imposible ser más feliz de lo que éramos nosotros». Se bebió medio whisky como si el vaso fuera de agua, y se quedó pensativo, con el codo en la rodilla y el puño en la sien, los labios húmedos de la bebida y con una flojedad que en él es natural. «Pero, entonces, ¿por qué os habéis enfadado?» Carmo levantó la cabeza, desastrado: «No fue un enfado, fue una ruptura. No lo entiendes. Todo se acabó. Todo, todo, todo». Era inevitable: Carmo se echó a llorar. Discretamente, lo dejé solo, me fui a la cocina, me lavé las manos para hacer tiempo, y volví. Mi viejo amigo estaba más sereno, detenía con el índice en el párpado la última secreción (dolorosa, de acuerdo) lacrimal. Tenía el vaso vacío. Volví a servirle un whisky y me senté en el suelo, de espaldas al diván. Desde allí veía bien a mi casto San Antonio, con el aire torpe de quien no tiene nada que hacer, privado de aureola, de libro y de niño. «A ver, cuéntame.» «Las cosas iban como no puedes ni imaginarte. Me encontraba bien en la playa, no me costaba bailar, me sentía en plena forma. Como hace mucho tiempo que no me sentía.» Carmo ya no se sentía, de repente se sintió, oh, renuevo de juventud donde ya nada se esperaba. Te comprendo, amigo. «Comprendo. ¿Y luego?» «Luego ¿qué quieres que te diga? Claro que empecé a sentirme cansado, pero eso no tenía importancia. Lo peor fue que en los últimos días a ella le dio por estar como enfadada, mirándome con un aire seco. Una noche decidió, para provocarme, o eso es lo que creo ahora, no ir a la boîte. Nos quedamos en el hotel. Fue muy desagradable. Ella callada, yo sin saber qué decir. Llegó un momento en que se levantó de golpe y sin darme casi tiempo a responderle, dijo que iba a comprar tabaco y salió. Fui tras ella hasta el pasillo, pero yo estaba en zapatillas, en fin, no quise ponerme allí a llamarla. Me pareció de mal gusto armar un escándalo. Cuando volvió eran las tres de la madrugada, venía toda excitada. Yo, claro, estaba despierto, no era capaz de dormir. Me dijo que había estado paseando por la playa, sola. La creí. ¿Qué querías que hiciera? Al día siguiente, apenas nos levantamos empezó a hacer las maletas y me dijo que se volvía a Lisboa. Que yo podía quedarme si quería. No me quedé, desde luego, ¿qué iba a hacer yo allí? Durante todo el camino de vuelta, en el coche, quise hablar de algo, charlar, para que me diera una explicación, y nada. Cuando me dejó a la puerta de casa, le pedí que entrara para hablar un rato, pero no aceptó.» Carmo se calló para beber y respirar, y después siguió callado. «¿Y qué pasó después?», insistí. «Bueno. Estaba yo mirándola, ya en la acera, esperando que decidiera qué iba a hacer, cuando de repente sacó la cabeza por la ventanilla y dijo que era mejor acabarlo todo, que para ella estaba ya acabado, y que no insistiera. Me quedé cortado. Luego se fue, y yo allí, como un tonto, sin saber qué pasaba. No puedes imaginar cómo entré en casa. Llamé a su casa varias veces, pero nadie cogió el teléfono. O había salido, o no quería hablar conmigo. Esto fue hace tres días. Ayer logré encontrarla en casa y hablar con ella, pero empezó a decir que no pensara más en eso, que habían sido unos días agradables, pero que las cosas son así, que seguíamos tan amigos y tal. Ya sabes cómo es. Lo de costumbre.» El caso era claro y ya lo era cuando empezó: un simple capricho de Sandra, un sueño realizado de Carmo. Cosa para durar poco: el sueño realizado duraría el tiempo del capricho. ¿De qué se quejaba Carmo? «¿Y ahora? ¿Qué piensas hacer?» «No sé, chico. No aguanto más. Voy a hacer una locura.» «No vas a hacer nada, no seas idiota. Tú sabes bien cómo es Sandra.» Carmo me interrumpió furioso: «No te permito que digas nada contra ella. Seguro que también tú estuviste tras ella y no sacaste nada». «Te he dicho ya que no seas idiota. Nunca anduve detrás de ella, nunca me interesó. Sólo quería ayudarte.» Carmo se avergonzó: «Perdona. Uno pierde la cabeza, y luego…». Agitó el hielo del vaso, dio dos traguitos rápidos y, desviando los ojos: «Podías ayudarme. Podías telefonearle, como si fuera idea tuya, y decir que me has encontrado, así, un poco abatido, que yo te había dado a entender algo. En fin, ya sabes. Podías llamarla ahora, y yo sabría a qué atenerme». «Mira, Carmo, eso no va a servir de nada. Conozco a Sandra y tú la conoces también. Si lo ha decidido así, ya está, no hay nada que hacer.» «Es un favor que te pido.»