Carmo dijo esto así, con una simplicidad terrible, los ojos húmedos clavados en los míos, con el aire de quien se está ahogando y lo sabe. Fue en ese instante cuando me sentí muy amigo de él, e hice voto de que así siguiera, sólo porque valía la pena. Me levanté, fui al teléfono, que está en el dormitorio, busqué el número en el listín y llamé. Noté que Carmo me había seguido y estaba ahora apoyado en la puerta, con las manos agarrando el vaso, tan nervioso, pobre Carmo. Sentí el corazón oprimido por un instante, el tiempo de un pensamiento, y me pregunté por qué sentiría tanto aquel disgusto de Carmo y nada el que debería sentir. «¿Eres tú, Sandra?» Carmo no se atrevía a acercarse. «Hombre. ¿Cómo estás? Nunca me llamas, pero te he conocido en seguida por la voz.» «¿Cómo estás tú?» «Perfectamente. ¿Y tú? ¿Sigue Adelina en el norte?» «Sigue. ¿Y tus vacaciones?» «Ya acabaron, como ves.» «Ayer vi a Carmo.» «¡Ah!» «Me habló de que algo ha pasado entre vosotros. Estaba muy abatido.» «Estos hombres lo complican todo. Lo pasado, pasado. Muy bien, nos fuimos a la cama. Pero ahora se acabó. Qué pesadez.» «No quisiera molestarte. Si te he llamado es porque estoy preocu-pado por Carmo.» «No es sólo él quien está en causa. También podrías interesarte por mí.» «Claro que me intereso, pero quien está deshecho es él, no tú.» «Mira, chico, se le pasará. Eso pasa siempre.» «Es lo normal.» «¿Fue él quien te pidió que me llamaras.» «No, exactamente.» «Entiendo. Sí, exactamente.» «Bueno, hasta cualquier día.» «¿Ya vas a colgar? Ahora tenía ganas de charlar.» «Ya lo haremos otra vez. Ahora tengo que hacer.» «No te asustes, que no voy a raptarte. Pero un día me dejaré tentar, eres un amor.» «Buenas noches, Sandra.» «Bien, hombre, bien, sigue pintando.»
Carmo se había acercado sin que yo lo oyera. Tenía el rostro ceñudo. «Me pareció oír qué pesadez.» De pronto, me sentí harto de todo aquello. Un hombre con un desierto tan bien hecho, tan bien despoblado, tan bien desierto, y ahora esto. Hice un gesto afirmativo y pasé al taller. Carmo vino detrás de mí, como un toro (con perdón), me volví hacia éclass="underline" «Vamos a ver si lo entiendes. Yo ya te lo había dicho. No hay nada que hacer». Carmo se bebió el vaso de un trago, dejando caer el líquido por los cantos de la boca, y refunfuñó mientras se limpiaba con la mano: «La muy puta. La tortillera». Me aparté de él y le dije: «Ahora es cuando te estás comportando de una manera indecente. Ojalá lloraras, como hace un rato. ¿Sandra era ya tortillera y puta cuando te metiste en la cama con ella? ¿O se hizo después de haberse acostado contigo.».
El ataque fue brutal, pero dio resultado. Carmo se sentó lentamente, encendió un pitillo (habitualmente fuma puros: los cigarrillos son sólo para las ocasiones de crisis aguda, personal o editorial) y no habló más de Sandra. Fui y vine un rato por allí, ordené o hice que ordenaba unas cajas de medicamentos, pensando si debería poner estas cosas por escrito o darlas por no ocurridas. Carmo se levantó, dijo que iba adentro. Volvió más sereno, aplomado. Me di cuenta de que se había lavado la cara y ordenado los pocos pelos que le quedan. Lo peor había pasado.
«¿Quieres otro whisky? Sírvete.» Las manos de Carmo temblaban un poco, pero, en conjunto, aguantaba bien. Disimuló el temblor agitando ininterrumpidamente el hielo. Y, de repente, muy profesionaclass="underline" «Sobre aquello que hablamos el otro día, en el restaurante, aquella descripción tuya de un viaje a Italia, te dije que te la iba a editar». «Lo tomé como una broma. No creerás que.» «Realmente. La ocasión no es buena para libros de ese tipo.» «No tienes que decírmelo. La idea fue de Adelina.» «Bien. ¿Ella cómo está? Perdona, no te lo pregunté antes.» «Creo que está bien. Debe de haber vuelto ya del pueblo. Nuestras relaciones van mal.» Carmo: «¿De veras? ¿Pero es grave?». «Quizá.» Carmo, lleno de experiencia, un poco hinchado, un poco importante: «¿Qué quieres? Ya sabes cómo son las mujeres». «Claro que lo sé. Creo que sí.» De negocios del corazón no se habló más. Y tampoco del viaje a Italia. Dijimos unas cosas vagas de política, pusimos mal a Marcelo, Carmo contó el último chiste de Tomás y, después, se fue, mucho más sereno, catalogada debidamente Sandra y destinado yo a la ruptura siguiente.
No me veré en la piel de autor de un libro. Ahora ya no servirá Sandra como involuntario medio de presión; más que involuntario, inconsciente. Es idea mía muy meditada que la gente es lo que hace: por eso me estimo tan poco. Pero hay circunstancias en las que las personas son también lo que dicen y lo que dijeron. No por serlo ya antes, sino porque, al decir, se comprometen, más de lo que desearían, ante sí mismos y ante los otros. Decir es también hacer, o, al menos, proyecto público de eso. Sin Sandra como testigo y juez, y también sin Adelina, como sólo yo sé aún, el libro no se hará. Lo que, evidentemente, no es motivo para que no acabe mi trabajo. Voy a escribir el quinto y último capítulo.
Quinto y último ejercicio de autobiografía en forma de relato de viaje. Título: Las luces y las sombras.
Que alguien pueda ir a Roma sólo para ver al Papa, es algo que he llegado a respetar: a Arezzo fui sólo para ver a Piero della Francesca. Y hoy me reprendo severamente por haber cedido a las impertinencias del reloj que me desaconsejó el desvío por Borgo San Sepolcro, tierra natal del pintor, donde otras obras suyas estaban llamando a mis ojos. Busco y encuentro conformidad en los frescos de la Historia de la Verdadera Cruz, que en la iglesia de San Francisco, en Arezzo, proclaman una de las horas más felices de toda la historia de la pintura. Quien de Piero della Francesca conozca sólo el San Agustín de nuestro Museo de Arte Antiga, difícilmente será capaz de concebir la monumentalidad de las figuras de la Verdadera Cruz: aunque en gran parte dañados, lo que queda de los frescos se superpone a las superficies ciegas donde el color y el dibujo han desaparecido y se conserva en el recuerdo como una nota musical que de sí misma va extrayendo ecos e infinitas modulaciones.
Pero Arezzo es también la propia ciudad, toda ella luminosa y calma, construida en el contorno de una colina, con el Duomo en lo alto, donde existen dos retablos de cerámica, uno de Andrea, otro de Giovanni della Robbia. Y me quedé con un pintor de quien hasta ahora me pasó inadvertido cuanto había visto. Es él Margaritone di Magnano, hombre arentino del siglo XIII, que allí tiene, entre otras pinturas, un admirable y bizantino San Francisco. Arezzo sigue siendo uno de mis amores italianos más firmes.