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¿Qué diré de Perugia, donde siempre entro lleno de esperanzas, pero de donde siempre salgo decepcionado, no porque la ciudad me desilusione objetivamente, sino porque la chispa del entusiasmo deseado todavía no ha saltado entre ella y yo? Y, pese a todo, ahí está esa Fontana Maggiore, en el centro de la antigua Piazza dei Priori, con sus delicadas esculturas del siglo XIII, intactas, y todas las arquitecturas que la rodean: la Catedral, el Palacio Comunal, con el atrio de poderosos pilares y bóvedas, las Logge di Braccio Fortebraccio, que son la primera obra del Renacimiento realizada en Perugia. Llegará sin duda el día (alguien me lo está debiendo) en que esta ciudad será también mi otra casa. De las salas del museo, al menos, hago ya remanso y alimento. En ellas reencuentro al gran Piero, un magnífico retablo que representa a la Virgen con el Niño y santos, y tiene en la parte superior una Anunciación que un artificioso contorno, ejecutado posteriormente, no llega a perjudicar. En la predela, registro una escena casi nocturna: un San Francisco recibiendo los estigmas, mientras otro fraile levanta la cabeza, con una expresión en la que parece haber sorpresa y escepticismo.

Voy a Rocca Paolina a temblar de frío y a compadecerme del guarda que está allí y que a toda costa quiere trabar conversación. La Rocca es una calle subterránea cubierta de bóvedas y bordeada de casas, tiendas que dejaron de serlo, hornos que ya no cuecen pan, sombría, pese a la iluminación, y de donde se sale con un suspiro de alivio. Aquí fuera, a la luz del día, el Corso Vanucci hierve de chicos y chicas de la Universidad de los Extranjeros. Aquí se hablan todas las lenguas del mundo: ¿quién sabe si no será precisamente esta marea internacional y ruidosa lo que hasta hoy no me deja encontrar Perugia?

Bajo hacia el sur, encuentro Todi. Allí, almuerzo ante el más asombroso paisaje de la Umbría, que deja muy lejos el que se goza desde lo alto de Assis -lo que no es decir poco. Fue aquí donde vi un gran cartel electoral coronado por las palabras CORAGGIO FASCISTI. Me sentí como si una rápida sombra me helara el rostro. Miré alrededor, y la pequeña plaza de Todi se transformó en Italia entera: por ella temí, y por mí: recordé los resultados de las recientes elecciones, el número de votos del Movimiento Social Italiano, y esta pere-grinación personal por caminos y miradores, por las naves de los templos y las salas de los museos, me resultó súbitamente inútil, ociosa, con perdón de la injuria que a mí mismo así me hacía, y de la que hacía también a Italia. Pero Todi es una tierra consoladora.

Meto en este punto a Roma, la gigantesca, la ciudad cuyas puertas y ventanas fueron hechas para hombres de tres metros, la ciudad que no consiente ser recorrida a pie, la ciudad que fatiga los músculos, los huesos y (perdónese la herejía) el espíritu. Aquí dejo esta humillada confesión: no entiendo a Roma. Pero no me cansaré de visitar el museo de Villa Giulia donde se disponen, en una rigurosa lección de arte y de historia, los restos arqueológicos de la Etruria meridional; dócilmente vuelvo al Museo de las Termas, aunque la escultura romana casi siempre me deje en estado de melancolía; y reservo todas mis horas disponibles para los museos del Vaticano, batalla en la que estoy derrotado de antemano, pues dos vidas enteras no bastarían para matarme el hambre.

¿Para qué bajar a la Capilla Sixtina? Buscar a Miguel Ángel y encontrar a centenares de personas con la cabeza alzada, torciendo el cuello y los ojos para distinguir en la penumbra de lo alto la creación del mundo y del hombre, el pecado original, el diluvio, la embriaguez de Noé -es tal vez la más amarga decepción que puede alcanzar a quien ame al arte bienintencionado, a quien no pueda entrar en la capilla en horas muertas, que sólo pueden ser aquellas en las que las obras de arte del Vaticano están vetadas al público. Así, guardado el recuerdo aplastante del conjunto titánico (son triviales las palabras, pero no hay otras), no queda más que abrir un libro de buenos grabados y volver a ver tranquilamente el techo y la pared del fondo con el Juicio Final. Por dolorosa que sea la limitación.

No conozco, no sé qué puede ofrecer El Cairo en materia de momias, pero me atrevo a dudar de que alguna sea tan impresionante como ésta: tiene descubierta la cabeza y el rostro, oscuro, reseco, agarrotado, pero lo que más aflige son las manos, negras también, pero asombrosamente bien conservadas, con las uñas blancas e intactas, vivísimas.

No tienen fin los museos del Vaticano. Se avanza por decenas de enormes salas y galerías, de rotondas, de stanze, y siempre con el remordimiento de estar dejando atrás, y quizá para siempre, el cuadro, el fresco, la escultura, el libro iluminado que probablemente nos ayudarían a comprender mejor este mundo y la vida que hacemos en él.

Aquí está, por ejemplo, un Sócrates en copia romana, con su cabeza redonda, el cuello corto, la frente arqueada, la nariz aplastada, los ojos, que ni el vacío del mármol puede apagar -aquí está el más hermoso hombre feo de la historia, el que obligaba a los otros hombres a renacer de sí mismos, el que fue acusado de «honrar a otros dioses y de haber intentado corromper a la juventud», y que por eso murió. Y son éstas las dos eternas acusaciones contra el hombre. Entro rápidamente en San Pedro: he ahí la grandeza, el lujo aplastante de una Iglesia triunfalista, pero he ahí también la victoria de las obras del hombre, la corona de su inteligencia y la osadía de sus manos. Allí, a la derecha, estaba la Pietà de Miguel Ángel, a la que un dudoso loco mutiló. Pero los turistas no muestran gran pena, sólo la pasajera incomodidad de una ausencia en su ruta.

Recorriéndola de paso, Nápoles me dejó la impresión de un gigantesco atasco de automóviles, de una gincana de locos mansos (¿dónde está la exuberancia verbal de los napolitanos?). Me dejó también el recuerdo de la bahía iluminada, vista desde la terraza del hotel, como una procesión parada de luceros a lo largo de la ladera.

Y también la ciudad donde la sigla MSI aparecía en todas partes, en las paredes, en el respaldo de los bancos de los jardines, es igualmente la ciudad donde tenderos añorantes de un Duce tienen a la venta ceniceros con el retrato de Benito Mussolini uniformado y cesáreo, entre frases movilizadoras para la revindicta fascista. Es también la ciudad donde, por dos veces, me advirtieron que no debía dejar ningún objeto dentro del automóvil, «por mi interés».

Pero Nápoles tiene también su Museo Nazionale. En él me refugio para ver lo que en Pompeya no encontré, o sólo fragmentariamente: los mosaicos y las pinturas que sólo conocía por reproducciones de buena voluntad, pero a las que faltaba aquella preciosa dimensión que la irregularidad deliberada del mosaico da, o la aspereza de la pared pintada, que las manos no deben tocar pero que los ojos tantean. Y toda esta riqueza de escultura: algunos originales griegos, pocos, innumerables estatuas romanas o helenísticas, figuras que bastarían para poblar otra civilización, una Pompeya resucitada, una Nápoles pacífica. Me perdí al salir de la ciudad: era inevitable.

Y ahora descanso en Positano, en esta costa de Salerno de la que he dicho que es «bienaventurada» antes de saber que la propaganda turística oficial la llamaba «la divina costiera». Tenemos razón los dos: esta paz es divina y bienaventurada. Pero ahí va, es ella, Melina Mercuri, con sombrero de paja y vestido ancho, pálida y magra, con Jules Dassin. Me arranco de la indolencia del sol e imagino este diálogo entre ella y yo: «Entonces, Melina, ¿sigue usted fuera de Grecia? ¿Aquí tan cerca y no puede entrar en su tierra? ¿Cómo van las cosas por allí?». E, inmediatamente, la respuesta: «¿Y por allí, cómo van las cosas?».