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Verdad es que estas cosas son demasiado complicadas para mí, pero siempre hay alguna cosa que es demasiado complicada para alguien y, no obstante, tenemos que lanzarnos a ella cuando no hay más remedio. (Einstein era lo que sabemos, o creemos saber, y mal le iría en la vida si tuviera que ponerse unas medias suelas a los zapatos o hacer encaje de bolillos.) No seré capaz de ir más lejos, pese a todo, pero el signo de esa incapacidad, el trazo de uña que la marca, es ya el primer paso, aunque no sigan otros: lo que distingue el paso único de un primer paso es sólo la paciencia que hubo o no hubo para esperar el segundo. Con Sócrates, el arte y Marx, cualquiera puede ir lejos: calzarse las botas de un padre, es también una manera de ser hombre, mientras el propio pie no crezca a su tamaño de adulto.

Por otra parte, el arma mejor contra la muerte no es nuestra simple vida, por más única, por muy preciosa que legítimamente nos sea. El arma mejor no es esta vida mía a quien la muerte asusta, es todo cuanto fue vida antes y perduró, de ser en ser, hasta hoy. Tuve la calavera de mi padre en la mano y no sentí miedo ni repugnancia ni disgusto: sólo una extraña impresión de fuerza, como la que siente el nadador transportado en la cresta de una ola que, al moverse, lo mueve. Sucia de tierra, desnuda de carne, tan diferente de lo que con ella fue, tan igual a todas las calaveras, tan piedra de construcción. Cuando Hamlet dijo aquellas cosas a la calavera de Yorick, me pareció entonces, al leer, que no podría decirse más entre un muerto y un vivo. Demuestro yo que se puede, y no es mérito mío personaclass="underline" pasaron entre tanto trescientos setenta años, nació Marx, se siguió escribiendo y pintando, y Sócrates no fue borrado de la historia. Son cosas todas éstas en las que personalmente no tuve parte, ni por acción ni por omisión (y, en cierta manera, no soy, pues escribir no es esto, ni esto pintar). Pero creo que cumplo mi deber cuando aprovecho e intento percibir. No se puede exigir más a un hombre común.

Veo, por ejemplo (aún mortuorio ejemplo y firmeza de ojos), esta momia del Vaticano. Es, en carne preservada más allá de la putrefacción, una proximidad. Nos separa sólo aquel centisegundo en que me obstino en creer. Si el guía oficial del museo viniera a decirme que entre este cuerpo y mi cuerpo hay dos o tres mil años, no lo dudaría, pues precisamente la obligación de los guías es saber de estas materias. Pero no consigo imaginar qué cosa sean tres mil años, si el cuerpo está ahí, resuelta por el silencio la cuestión de la ignorancia de la lengua y establecido otro diálogo. Las manos, con sus largos y afilados huesos cubiertos de carne que es sólo fibra y de una piel negra, sin sudor, que solicita el tacto de otras manos, poco les falta para que se muevan, ya medio fuera del arca mortuoria, pero aún no fuera de la caja de vidrio que encierra el cuerpo. Las uñas blancas, vivísimas, no tardarán, humildemente, humana-mente, en catar la caspa de los vivos. He ahí la larga historia (no la prehistoria) de la continuidad material de los hombres. Durante millones de años, millones de millones de hombres nacieron de la tierra y a ella volvieron. El humus terrestre ya es mucho más polvo humano que costra originaria, y las casas en que vivimos, hechas de lo que de la tierra salió, son construcciones humanas, en el sentido riguroso de humano, hechas con hombres. Por eso escribí que la calavera de mi padre era como una piedra de construcción.

El mundo está lleno de probabilidades. En la suave ladera de un monte, o en su lomo curvo, imaginemos que un cuerpo fue enterrado. Se perdió la memoria de lo que allí está, pueden haber sido siglos, y tal vez sea así. Cuatrocientas veces el invierno dejó lluvias y nieves, cuatrocientas veces el otoño reverdeció la hierba, cuatrocientas veces el verano la secó, cuatrocientas veces la primavera lo cubrió todo de flores. Éste es un monte donde nada más se plantó que un cuerpo muerto, tal vez asesinado y por eso escondido. Pero en este cuatrocentésimo primer año después de que el hombre fuese sepultado, un hombre vivo sube al monte (como antes lo hicieron otros, pero es éste el que nos importa), sin razón alguna que se sepa, sólo para respirar el aire en su metamorfosis de viento, sólo para ver las distancias, los otros montes, para saber en fin si se mantiene el sino de ser los horizontes siempre azules. Sube al monte, pisa la hierba, los matojos, las piedras, siento todo eso debajo de las suelas, está vivo en esa sensación como en todas las otras que los sentidos le transmiten, y de pura felicidad se tiende en el suelo, cara al cielo, viendo pasar las nubes, oyendo el viento en los tallos de las plantas próximas. Alcanzó aquella plenitud que es flaqueza humana de imaginar que de repente lo sabemos todo y no precisamos explicación. Lo único que él no sabe es que, debajo, acompañando exactamente el contorno de su cuerpo, cuerpo sobre cuerpo, con un metro, si a tanto llega, separándolos, el muerto de hace cuatrocientos años ve ahora por los ojos del vivo, calavera sobre calavera, un cielo que parece igual y unas nubes hechas de la misma agua. Se levanta el vivo sin saber de nada, y el muerto empieza a esperar otros cuatrocientos años.

Me despido de los muertos, pero no para olvidarlos. Olvidarlos, creo, sería la primera señal de mi propia muerte. Aparte de ello, tras este viaje de escribir tantas páginas, he llegado a la convicción de que debemos levantar del suelo a nuestros muertos, apartar de sus rostros, ahora sólo hueso y cavidades vacías, la tierra suelta, y recomenzar a aprender la fraternidad por ahí. Nunca lo que Raul Brandão escribió: «¿Oyes el grito?, ¿lo oyes más alto, cada vez más alto y cada vez más profundo? “Hay que matar por segunda vez a los muertos.”». Precisamente (preciso, exacto; preciso, necesario) lo contrario. Digo yo, si me atrevo a desafiar a las autoridades.

Me despido de los muertos así. Es una buena manera de volverme hacia los vivos. Helos ahí, los míos más cercanos: Carmo, Sandra, Ricardo, Concha, Ana y Francisco, Chico, Antonio (¿por dónde andará?), Adelina (adiós). Son éstos. Sé que andan por ahí agitándose, encontrados y desencontrados unos con otros y yo con ellos, sin mucha razón para que seamos amigos, sin mucha razón para que dejemos de serlo. Vivos, cada uno allá con su vida, y, cuando en eso se piensa, nos damos cuenta de que en definitiva sabemos tan poco, en parte porque ellos se cierran, en parte porque nosotros estamos cerrados, en parte por miedo, en parte por orgullo. También aquí hay un parasitismo peculiar. En el interior de la sociedad rodamos pequeños globos de invisible pero casi intransponible superficie, o si no intransponible, sí rechazante, en el interior de los cuales describimos mutuas órbitas complicadas, yo y estos vivos, estos vivos y yo, y todos los demás unos con otros. Pero está la vida común a todos, aquella que, digámoslo así, congloba a todos los globos. Es esa la que constantemente va recibiendo la ininterrumpida herencia de los muertos, mientras ininterrumpidamente lanza nuevos vivos al mundo, todos transformantes y transformados, agentes de minúsculas mutaciones y sujetos de ellas.