Por eso, aunque sólo imaginado, fue posible mi diálogo de Positano con Melina Mercuri, preguntarle yo cómo iban las cosas por su tierra sujeta al fascismo, preguntarme ella cómo iban las cosas por mi tierra al fascismo sujeta. Ambos callamos la respuesta. (No tengo ningún amigo fascista, salvo que alguien me engañe. Todos somos, al mismo tiempo que somos los defectos que tenemos y las cualidades, antifascistas. Hemos puesto ya nuestras firmas en papeles, gravemente, como quien espera que de ahí venga el mayor bien al mundo y a Portugal. Todos dimos alguna vez dinero para buenas obras y por misteriosas vías, sin saber muy bien cuál de nosotros fue el del recado, o sin querer enterarse de eso. Intercambiamos libros y lecturas, opiniones y profecías. Deseamos la muerte de Salazar. Detestamos ahora las vidas de este Tomás y este Marcelo. Soñamos con su desaparición, sin saber ni pregun-tarnos cómo será después y quién. Pero casi todos nosotros somos superlativamente imaginativos cuando nos desgarramos en la charla política. Aquí hace años, el Ricardo médico, muy en serio, influido por el estilo y la eficacia de las operaciones de comandos, juraba que media docena de hombres, diez como máximo, bien entrenados, podían asaltar San Bento, ráfaga aquí, bomba allá, machetazo más allá, y en un amén raptar a Salazar [eran aún sus tiempos], acabar con el fascismo, salvar al país en suma. Antonio, que sonreía sarcástico, respondió que no eran precisos tantos, que bastaba con dos. Ricardo le siguió el juego y defendió su tesis: que no, que dos era un disparate; diez, sí, o seis, en último caso. Antonio se empeñaba en que bastaba con dos. Y hasta sería capaz de indicar ya la pareja de salvadores. Él, Antonio, y él, Ricardo. Y lo provocaba: «¿Quieres ir? En el fondo, a ver si entiendes, la cuestión es ésta: si vamos los dos, esto se acaba, no aguanta, no dura lo que una cerilla. Pero hay que ir, no quedarse aquí, bien cómodos, diciendo que basta con seis o con diez». Ricardo tuvo la debilidad de enfadarse. Y Concha, que también estaba allí, se puso de su lado, buena mujer, y descompuso a Antonio. Antonio ya no volvió a abrir la boca. Salazar siguió gobernando, luego se cayó de la silla, después se pudrió, después murió. Y ahora tenemos a Marcelo con dos eles, como Tomás es Thomas, el pueblo grey y la patria sagrada. Todo es otra cosa, para que sea mejor lo que no quiere parecer. Así van las cosas por aquí, Melina. Presumo que por allá no serán muy distintas.)
No me ha sorprendido. Desde hace unos días (hice adrede una interrupción de varias semanas), desde que el cuadro empezó a cobrar sentido y forma, empecé a notar que mis retratados de la Lapa andaban inquietos. Había dicho que no era necesaria la presencia de la señora, que iba a trabajar en el retrato del señor, y ahora pedí que vinieran ambos para acabar el trabajo. La cosa ocurrió ayer. Llegué puntual, cosa que en mí, más que costumbre, es manía, y me acompañó la criada (una vieja mustia) hasta la sala que daba al jardín y donde, por haber mejor luz, instalé el caballete. Allí me recibió otra criada (ésta era su costumbre), que salió en seguida para advertir a los señores. Por las maneras de las dos criadas (en especial de la primera, seca), me di cuenta de que se acercaban novedades. Me acerqué al caballete, descubrí la tela y aprecié el trabajo. Me gustaba. Tuve el presentimiento de que la causa de la tensión atmosférica estaba precisamente allí. El fondo era blanco, no precisamente blanco, claro, pero trabajado con esa mezcla de colores que sugiere un blanco indiscutible o el efecto que el blanco produce en la retina, que cada vez tenemos que ajustar (diría que no la retina, pero quizá en definitiva sí, ella) a la idea que del blanco tenemos. La semejanza de los modelos no podía ponerse en duda, pero, en verdad, este cuadro no era un digno sucesor de las escurridas e insustanciales telas a cuya costa venía viviendo. Tanto la mujer como el hombre estaban (¿cómo diría?) doblemente pintados, es decir, con las primeras pinturas necesarias para reproducir sus rasgos y los planos del rostro, de la cabeza, del cuello, y luego, sobre todo eso, pero de un modo que no permitía descubrir fácilmente dónde estaba el exceso, se sobreponía otra pintura, que, por así decirlo, no hacía más que acentuar la que ya estaba. En el caso de la mujer el efecto era más visible porque con ella tuve que interponer la pintura intermedia, que era el maquillaje. El Cuadro causaba una sensación de incomodidad, como la de una risa súbita en el interior de una casa desierta.
Estaba preparando los pinceles cuando se abrió la puerta. El hombre venía solo y nervioso. Me dio las buenas tardes, cortando las palabras con los dientes para sacarles la cordialidad bien educada que haría el resto más difícil. Respondí urbanamente y lo miré con una intencionada expresión interrogativa que podría tener diversas interpretaciones: «¿Qué pasa? ¿No viene la seño-ra?». «¿Han bajado las acciones?» Hice un gesto con la mano, indicando la silla, pero él movió la cabeza con una violencia excesiva para cualquier hipótesis de motivos, y atacó. Lo intentó, al menos: «Quería decirle que. Perdone, pero quería decirle que». Interrumpió, con la garganta estrangulada dos veces. «¿No puede posar hoy?», le ayudé. «No, no es eso. Venía a decirle que ya no queremos el cuadro.» «¿Que no lo quieren? No lo entiendo. ¿Por qué no lo quieren cuando ya está prácticamente listo?» «Es igual. No lo queremos. Díganos cuánto se le debe y se acabó.» «Ya sabe cuál es mi precio. Lo sabe desde que me contrató.» «Sí, realmente, pero como el cuadro no está aún terminado, pensé…» «Pensó mal. ¿Cree que la pincelada número cien vale más que la número treinta? ¿Que un cuadro es como una alfombra, a tanto por metro, es decir X por pincelada?» «No quiero discutir eso. Si ésa es su posición, aquí tiene el cheque.» Sacó el talonario y la pluma, hizo unos trazos rápidos, demorándose no obstante en los ringorrangos de la rúbrica, y me tendió el cheque. No me moví. «¿No quiere el cuadro porque no le gusta?» «No es eso exactamente. Mi mujer y mi hija creen… En fin que el cuadro no se parece en nada a otros que conocemos de usted. Dos amigos nuestros tienen retratos suyos y no son nada así. Haga el favor, tome el cheque.» «Mi querido señor, vamos a ver si nos entendemos. Dice que no quiere el cuadro, que no le gusta, o que no les gusta a su mujer y a su hija, ¿y quiere darme un cheque?» «No es mi costumbre quedar a deber los trabajos que encargo, sean cuadros o lo que sea.» «Eso me parece magnífico para usted y para sus proveedores. No hay nada como una vida limpia.» Se dio un brusco tirón a la chaqueta y me miró intentando adivinar si bromeaba. Puse mi cara más seria, la más formal, la de más dignidad ofendida, la más de pintor de la Lapa. Cuando iba a abrir la boca para responder, apareció el futuro yerno. Hizo una entrada muy con-vencida, algo teatral, mostrando que venía de detrás de la puerta como refuerzo: debían de tener estudiada la escena. «¿Qué pasa?», dijo olvidando las buenas tardes. «Que este señor dice que no quiere el cheque.» «Perdón, yo no digo que no quiero el cheque. Quiero acabar el cuadro y quiero, después, el cheque.» El yerno: «¿Pero no le han dicho ya que no queremos el cuadro? ¿Que no nos gusta?». El suegro: «Para evitar discusiones hasta le hice un cheque por el valor del cuadro acabado». Yo: «Es verdad. Pero si usted no tiene costumbre de quedar a deber lo que encarga, yo tengo el hábito de no recibir nada que no corresponda al trabajo listo». El yerno: «Es interesante esto por su parte. Pero a nosotros eso no nos importa. Ya ve que es fácil». En ese momento entró la hija, o novia, depende del punto de vista. Se quedó a un lado, mirándonos, y no dijo una palabra hasta que acabó la discusión. Me miraba sobre todo a mí, con aire levemente irónico, mucho más inteligente que los dos machos, y por eso callada. Yo retiré el cuadro y lo puse en el suelo, a mis pies, apoyado en las patas del caballete y con la superficie pintada vuelta hacia ellos. Apartaron los ojos. La muchacha se dio cuenta del movimiento de repugnancia y sonrió.