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Hablé en tono pacientísimo: «No les gusta el cuadro, no quieren el cuadro. Muy bien. Puede guardarse el cheque, que yo me llevo mi cuadro». Los dos hombres avanzaron hacia mí: «Eso sí que no. El retrato es mío y de mi mujer, es de mis suegros, no sale de esta casa, no sale de aquí». «No comprendo. ¿Si no pagan el cuadro, cómo quieren quedarse con el?» «Nosotros pagamos, ya le dije que pagaba.» «Sí, lo dijo, pero yo también le dije que no cobro lo que no he acabado.» «Pero son nuestros retratos», dijo el viejo angustiado. «Son, pero el cuadro es mío.» En este momento el yerno avanzó dos pasos bajo la mirada divertida de la muchacha, se metió las manos en los bolsillos del pantalón, como si no fuera de la Lapa, o no se casara en la Lapa: «Oiga, ¿está burlándose de mí? Vamos a arreglar el asunto antes de que se me acabe la paciencia». Miré a la chica: «¿Será posible que me amenacen en su propia casa?». Intervino el padre: «Bueno, no es eso. Pero usted tiene que entender que se está poniendo pesado». «No soy pesado, soy lógico. O acabo el cuadro y recibo el dinero, o no lo acabo y me lo llevo a casa, puesto que no lo vendí. Nada hay más sencillo.» Se hizo un silencio de muerte. El padre daba vueltas al cheque. El yerno había retrocedido y miraba a la chica como si le pidiera consejo. Y la chica sonreía. Yo agarré el cuadro, con cuidado para no borrarlo, di las buenas tardes, dije que mandaría luego a buscar el caballete y me fui. Los dos hombres fueron detrás de mí: «Oiga, no puede hacer eso». «Claro que puedo. Hagan el favor de dejarme pasar.» De la sala que daba al jardín llegó una carcajada. La escena había sido realmente ridícula. Y seguía siendo ridícula, en lo alto del descansillo de la escalera alfombrada, donde varias cosas ocurrían al mismo tiempo: el yerno intentando agarrarme del brazo, pero sin saber si lo lograría, el suegro alzando el dedo furioso y callado contra una criada que apareció por allí a fisgonear y que desapareció a toda prisa, y la señora, a quien al fin vi, en el marco de una puerta amplia, con un aire de dignidad humillada. «Hay que llamar a la policía», recordó el yerno. Pero el suegro venció la tentación: era aumentar la vergüenza con el escándalo. Y me lanzó la amenaza: «Hablaré con mi abogado. Lárguese». Al fin estaba libre, bajo la amenaza de la justicia.

Bajé la escalera sin prisas y al llegar al fondo miré atrás: los dos hombres, como generales en un desfile, me fulminaban con la mirada. Salí tranquilamente, defendiendo la tela de cualquier roce, y con los mismos cuidados abrí el maletero del coche y dejé en el fondo el cuadro, cautelosamente, como si acostara a un niño que ya daba cabezadas de sueño. Antes de cerrar miré por segunda vez el retrato, los dos disfrazados que me miraban desde abajo, y los vi allí a mi merced, necios, diría que humillados. Cerré el maletero con un estallido seco. Al entrar en el coche, vi de soslayo que se corría una cortina. ¿Quién sería? ¿Las criadas, curiosas y divertidas? ¿Los señores, furiosos? ¿Las señoras, indignadas, o una sí, y la otra aún divertida? Me cayó simpática la chica. Sería igual a los otros, o acabaría siéndolo, pero había allí una diferencia en la igualdad, una grieta en la porcelana, oculta aún a los ojos, pero el sonido ya no respondía pleno: las familias tienen también estas cosas, se suicidan. Había razones para confiar en la continuación de esta historia.

Por mi parte, sabía muy bien lo que ocurrió. Llevaba en el maletero una bomba explosiva, de deflagración retardada, pero fatalísima. El mecanismo estaba ya en funcionamiento. Hiciera lo que hiciera, estaba acabado como pintor de retratos de la gente que me los solía pagar. Aunque me volviera atrás, destruyera el cuadro ante sus víctimas y pintara otro de acuerdo con sus normas y mi tradición, incluso así mi carrera estaba liquidada. Aunque me disculpase, aunque jurara. Quien hace un cesto hace ciento; nadie diga de esta agua no beberé; tantas veces va el cántaro a la fuente que al fin se quiebra el asa. Yo hice el cesto, podía hacer el ciento, bebí el agua y dejé frustrados a mis modelos, con el asa del cántaro en la mano. Dentro de veinticuatro horas (o cuarenta y ocho, o quince días, para no atribuirme así tanta importancia), la Lisboa que usaba de mis habilidades sabría que no debía volver a llamarme. Era un punto de honor: una llamada telefónica, el encuentro en el golf o en el bridge, o en la pausa de la reunión del consejo, y en media docena de palabras, que no serían el relato siquiera aproximado de lo que pasó, el asunto quedaba sentenciado. Escribí todo esto en condicional pero debo escribirlo en futuro, ahora que me encuentro en casa, cuando ya no puedo evitar esta escritura. Es en el futuro, y también en el presente: estoy liquidado como pintor de estas mierdas que he pintado y que me han permitido vivir, y esa liquidación efectiva tendrá lugar en los próximos días. ¿Qué harán de mis cuadros sus propietarios? ¿Los conservarán por gusto, por obstinación o por amor al dinero gastado? ¿Ocultarán mis telas en los sótanos, cortadas a cuchillo por el ras del marco, o enviadas a la casa de campo, olvidadas, separadas de la moldura, conservada ésta y desgarrada furiosamente la tela? Cualquiera de estas cosas ocurrirá. El espíritu de cuerpo va a imponer este último acto de mi liquidación: nadie se atreverá a oponerse a la voluntad general. Algunos resistirán un poco, porque se han habituado a la imagen colgada del salón, o en el despacho, o en la sala del consejo (¿qué hará la SPQR? y S., ¿qué hará?) por espíritu de contradicción, pero, en verdad, mi única esperanza de super-vivencia va a estar en el grado de amor que a los retratados muertos tengan los vivos que han quedado. Si el difunto era estimado, por razones de senti-mientos u otras menos sentimentales, tal vez la imagen escape al acto (auto) de fe; si no era estimado, la oportunidad tan deseada ocurrió al fin, y con sólo un gesto se librarán los dueños de la casa de la memoria inoportuna y del cuadro aborrecido. Nunca faltarán caminos para llegar a donde la oculta voluntad ambiciona: basta encontrar los pretextos.

Con el cuadro en el maletero del coche, circulé por la ciudad, sin rumbo, pensando en algunas de estas cosas que escribiría luego, dejando huir otras que tal vez importaran tanto como éstas (tanto, tan poco, o tan mucho como ellas. Nota justificada de quien ahora empieza a aprender estas escrituras: ¿por qué será que decimos tan poco, y no decimos tan mucho?). La ciudad ésta, cualquiera, es una cosa extraña. Se forma por tres razones, se puebla con mil personas (o millares, o millones) y se mantiene formada cuando ya las razones no existen (otras que surgieron mientras tanto, formarían una ciudad diferente). Se puebla la ciudad, digo, de unos tantos muchos millares o de unos tantos pocos millones de personas y consigue la proeza de mantener junta, globalmente hablando, a esa población y de por muchos medios diferentes no permitir que ella se una. Es como si la ciudad se defendiera de quien la habita. Las voluntades juntas de los habitantes forman, sin que ellos se den cuenta, una voluntad diferente que pasa a gobernados y cuida-dosamente los vigila. La ciudad sabe, lo sabe esa voluntad, sabe quien esa voluntad encarna, que, aunque se rehiciera la unidad de los habitantes, la suma final, incluso en número igual, vendría a ser de cualidad diferente: la primera e inevitable transformación siguiente sería la de la propia ciudad. Por eso ella se defiende. Parece seguro (pero convendría discutirlo) que el cuerpo está dirigido por un órgano central, que es el cerebro (la discusión incluiría, como punto por analizar, las ventajas y desventajas de la existencia de cerebros autónomos, aunque no independientes, que gobernasen los diversos órganos y miembros del cuerpo, la mano, el sexo, por ejemplo). Pero la ciudad no tiene la misma seguridad, o la tiene al contrario, de los beneficios de la existencia de cerebros completos y funcionales, plenos y exactos, en sus habitantes. ¿Qué sería de una ciudad de un millón de habitantes, si a ese millón de cuerpos correspondiese un millón de cerebros?