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He ahí las casas, las personas, las calles animadas, la sombra y el sol, los árboles, esos cuerpos metálicos moviéndose que son los automóviles, los tranvías, los autobuses, he ahí las tiendas con cosas colgadas u ordenadas en un espacio que no se atreve a dilatarse o mostradas tras la protección de las cristaleras, he ahí la piedra, el asfalto, las argamasas bajo los colores, los azulejos, he ahí las voces, los ruidos del tráfico, he ahí el polvo, la basura y el viento que los empuja, he ahí el andamio que levanta una nueva casa y el andamio que derriba una casa vieja, he ahí los monumentos, con hombres casi todos y mujeres pocas y heráldicas, y otros heráldicos animales, o simbólicos, o útiles, leones, caballos, algunos bueyes de carga, he ahí la ciudad vista de cerca, imagen entre una infinidad de otras, y ahora vista de lejos, del otro lado del río, desde este puente que es la ciudad también, he ahí la costra viva sobre la tierra muerta, o viva sólo en las aguas y verduras que por intersticios irreprimibles brotan y se abren, he ahí la ondulación, de lejos suave, de las casas, de los tejidos, de los colores, incluso cuando violentos amortiguados por la distancia y por esta luz que es la de la tarde antes inmediatamente de aquella otra luz que solemos llamar del fin de la tarde, sin que decir una y otra diga nada, porque la luz y su diferente calidad no son traducibles en palabras como tampoco es traducible esta ciudad, hecha de todo lo que quedó escrito y de lo que falta, ni próximo ni distante, probablemente inaccesible, como el cerebro que la comanda y los hombres y mujeres que en ella están no siendo. Veo Lisboa desde la explanada de este aborto católico e imbécil que es el monumento a Cristo Rey, veo la ciudad y sé que es un organismo activo, que actúa al mismo tiempo por inteligencias, instintos y tropismos, pero sobre todo la veo como un proyecto que se dibuja a sí mismo, intentando coordinar las líneas que de todos los lados se curvan o lanzan rectas, y también como el interior de un músculo o de una neurona gigante, como una retina des-lumbrada, una pupila dilatándose y contrayéndose como la luz aún clara de este día. En el interior del maletero del coche, dos cabezas están inmersas en la oscuridad total. Mantienen los ojos abiertos, no podrán cerrarlos nunca, están condenados a una vigilia eterna (¿eterno, un cuadro?), y sus pupilas no se moverán si de repente entra la luz, bruscamente, y me mirarán interrogándose a sí mismas, ahora que suponen haberme juzgado a mí. Sírvame esta ciudad de testigo: soy inocente de lo que me acusan, no probablemente de lo que me alaban.

En este mismo lugar, o en otros puntos altos con vistas a las ciudades, ya otros hombres y otras mujeres aprovecharon la romántica embriaguez o vértigo o aturdimiento de estar físicamente encima de los otros para hacer acto de contrición. En las viejas novelas rusas, el héroe se arrodillaba en la plaza pública y confesaba, a los hombres y a los perros, sus errores, crímenes y faltas. Si las novelas lo contaron es porque algunos vivos lo hicieron antes, a no ser que pasaran a hacerlo después, por seguir la lección. Pero en las novelas de esta parte, o en actos de vivos como este mío, suele la gente aislarse en un punto alto, sacar de ahí alguna majestad o simple necedad y transformar la contrición primera en justificación última. Creo que es eso mismo lo que hice. No obstante me respondo que ya no estoy en los primeros pasos de este camino, que la distancia andada me da algunos derechos, sobre todo el de tenerme a mí mismo consideración y respetarme. Bajamos la cabeza para ver la planta de los pies, sea lisa o callosa, y para tentar la resistencia del suelo que pisamos, pero luego se alza la cabeza: los ojos ya ven delante, juzgan el suelo futuro. Eso es andar.

Mientras escribo, miro el reloj de pulsera que puse sobre la mesa, como ya dije que es costumbre mía. Es de noche, cené, y ahora escribo. Veo el puntero de los segundos saltar a la pata coja, avanzando, avanzando, y encuentro que esto es, en un punto minúsculo, un retrato general de la vida de los hombres. Mejor que un retrato: una noción confortable del tiempo. No se sabe lo que es el tiempo. Probablemente es un fluido continuo, no visible (simple imagen mía para reconocerme en lo que estoy diciendo) pero la invención de los relojes, estos que avanzan en pequeñísimas sacudidas, introdujo en ese fluir minúsculos descansillos, rapidísimas pausas, que, en su sucesión y en la sucesión de los saltos en el vacío siguientes, nos daban la impresión tranquilizadora de que el tiempo es una suma, un adicionamiento de tiempos sucesivos que, por la infinitud de los números, nos prometían la eternidad. Pero los relojes modernos, eléctricos o electrónicos, vinieron a recuperar la angustia de la ampolleta: como en la arena, el tiempo corre en ellos sin pausa, sin descanso, sin ningún espacio llano en el que podamos descansar un instante brevísimo. Estas cosas, que en sí mismas son banales y seguramente dichas ya muchas veces antes, tienen en este momento mucha importancia para mí. Agua que corre, mi vida tropezó con una compuerta alzada en su camino. Mientras tanto, en esta pausa forzada, llena, refluye, se ve recorrida por movimientos que se contradicen y contraponen. Estoy en la infinitésima pausa del reloj. Pero el tiempo, que se acumula, me empuja. Miro el retrato de los señores de la Lapa. Tienen los ojos clavados en mí, no me dejan a medida que me voy desplazando en el taller. Y, sintiendo su presencia, me aproximo a la tela donde ya pinté el enladrillado absurdo copiado de Vitale da Bologna y la prisión que se perspectiva casi hasta el punto de fuga. Estoy pintando el santo. Fuera de las rejas.

Adelina ha estado en mi casa. Antes me telefoneó, reservada, un tanto nerviosa a mi ver. Se consideró obligada a hablar de la carta, pero yo corté: que todo estaba bien, que nada más teníamos que decir sobre el asunto, que no valía la pena empezar una discusión que por mi parte decidí evitar no respon-diendo. Tuve la impresión (o fue efecto de mi vanidad de macho) de que quedó desorientada, tal vez arrepentida, deseosa de hablar. Si fue así, habrá sentido algunas esperanzas (¿de qué?), cuando acepté que viniera a buscar algunos objetos de su uso personal, alguna ropa, tubos y frascos de maquillaje, el retrato, esos pequeños restos femeninos que quedan (y masculinos también, cuando las rupturas se hacen por el otro lado, cuando es la mujer quien permanece y el hombre quien se va) que quedan durante algún tiempo y que aún probablemente se mantendrán cuando se cree que todo se ha recogido: un día se descubre un raspón de uña que no es nuestra o cambiamos de posición un objeto, las cosas vuelven a sus órbitas, no a las primeras, que se han perdido ya, sino a las inmediaciones anteriores, ligeramente modificadas, ciertamente, porque en este espacio chocaron fuerzas que durante algún tiempo se equilibraron juntas, viajando en compañía, y luego se rompió el equilibrio, el viaje y algunas veces se diría que la vida. No será así en este caso. Adelina vino, recogió sus objetos, mientras yo, adrede, ordenaba unos libros en las estanterías. No estuvo mucho tiempo, pero, cuando salió del cuarto con un maletín en la mano, me miró sin hablar, transfiriéndome la responsabilidad de los últimos momentos. Yo la miré también, pero consciente de la situación, seguro de que nos convenía a ambos, no dejé que el silencio se prolongara. No quería echarla, pero no quería que se quedara. Le pregunté: «¿Tienes ya todo?», y seguí ordenando los libros. La oí dar unos pasos: se aproximó al retrato de los señores de la Lapa. Noté que estaba intrigada. Si hubiera hecho cualquier comentario, yo habría sido probablemente desagra-dable. De repente, fue como si estuviera aproximándose a una frontera que le estaba prohibida. Yo, al otro lado, abriría fuego de armas pesadas, de mortero (mortero, que da muerte), de cañón sin retroceso (soldados, retroceder, nunca). Ella pareció entender, no sé cómo lo lograría, pero sus actos comprendieron. Atravesó el taller, salió al pasillo. Se oyó la puerta abriéndose y cerrándose, rumores sobrepuestos a una voz dicha en cualquier momento del recorrido, voz que articuló sonidos entendidos que significaban una despedida, tal vez adiós, tal vez buenas tardes, tal vez hasta otra, y luego el sonido seco y rápido de los tacones de los zapatos en los peldaños de la escalera, hundiéndose y disminuyendo en las cuatro plantas de bajada, prolongándose en la perspec-tiva, cada vez más larga, cada vez más pequeño el sonido, breve, sumido, acabado.