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Hechas las cuentas tengo dinero para vivir de cuatro a seis semanas. No hay esperanza de nuevos encargos. He pasado ya por otras crisis temporales, pero ésta va a quedarse a vivir conmigo. No hay más que un camino: la publicidad. En esta tierra nuestra, los plásticos (execrable nombre), valgan lo que valgan, si por su destino o desgracia colectiva ven interrumpida la carrera y desviado el trabajo, si no tienen, como no tengo yo, el recurso de la enseñanza (no acabé Bellas Artes, la mitad de lo que sé lo aprendí luego, y quizá mal), sacan del bolsillo la agenda de direcciones y teléfonos y recorren sus páginas en busca de amigos publicitarios, al tiempo que construyen una historia en la que, naturalmente, representarán el mejor papel, si no, no les valdría la pena inventarla, dudosos de que alguien se la crea, pero a ello obligados por el honor de la firma. Mi puerto de salvación será Chico, o al menos así lo espero. Ya me ayudó otras veces. Mientras tanto, he seguido trabajando. Acabé el retrato del santo. Lo colgué en el taller y puse al lado la postal que me sirvió de modelo. Colgué también el retrato de los señores de la Lapa (hasta ahora no hay señal de abogado), y escribí un papel, para ponerlo debajo, en letra cursiva, buena caligrafía, con la fecha de mi expulsión del palacete. Paro poco en casa durante el día. Salgo con el bloc de dibujo y lleno páginas de esbozos y también de notas escritas. Repito pasos andados en otro tiempo, cuando era deber escolar ir, por ejemplo, a la Ribeira, a dibujar los botes, los hombres descargando cajas de pescado, las mujeres (llamadas allí varinas, ovarinas, varinas, o varinas) llevando altas las canastas, la voz y el lenguaje, captar la luz reflejada en el agua oleosa, y de mil cintilaciones elegir una, encontrar la media aritmética y trabajosamente pasarla al papel en blanco y negro. Nada es ya lo que fue antes, pero el río corre entre las mismas murallas, indignas del nombre de márgenes, que ésas son de tierra natural y otro limo; y también por aquí andan hombres y mujeres, o se sientan, mucho más ellos que ellas, y miran, insistentes, los grandes barcos del río, los petroleros sin maneras de barco, el pórtico de la Lisnave, el humo amarillo espeso y tumultuoso como las nubes hinchadas que ruedan por el cielo y las velas ya raras de las fragatas, y el vuelo agitado de las gaviotas, tan incansable y constante durante el día como el rolar y el batir de la onda contra la rampa de la muralla, abierta el agua en toalla o paño tendido y movido en arco de círculo como si el río se empeñase en lavar las piedras que, sucio por los hombres, va ensuciando. Noto que la gente me mira con curiosidad y creo entender por eso que va siendo rara la aparición por aquí de un dibujante. Los rostros, los gestos, las manos de los hombres apenas interesan. Un ordenador bien programado puede producir cien cuadros por día, todos diferentes. Cualquier Vasarely de dentro o de fuera puede cubrir, con variantes y desmultiplitación hasta el infinito, las paredes de los pequeñoburgueses intelectuales de este tiempo y su horizonte inmediato. Yo he sido pintor de retratos de grandes-burgueses (concierto de grandesburgueses) y hoy no soy nada. No lo soy ya, no lo soy aún, no sé qué seré. Sin embargo, de este modo de vida que fue mi pintar caras, ojos, bocas, cabellos o calvas, narices, mentones, orejas, hombros a veces desnudos, ropas ceremoniales diversas, algunos uniformes, y de vez en cuando las manos, con o sin anillos -de este modo de vivir me quedó, o no llegué a perder, la fascinación obstinada del rostro humano, de la piel y su fragilidad, de la leve o profunda arruga, del brillo del sudor en las sienes, o, en las mismas sienes, del río azul subterráneo de una vena. No sólo la belleza, tan rara, sino la fealdad también, que es lo más común, porque nosotros, los humanos, no somos hermosos, no lo somos en general, pero aceptamos la fealdad con una dignidad particular que quizá viene del interior, del espíritu. Vamos cincelando nuestra cara por dentro, aunque la brevedad de la vida nunca da para acabar la obra: por eso los feos, feos se quedan, a veces más aún de lo que eran, cuando desistieron del trabajo minucioso de esa escultura interna, otras veces de otra manera, cuando fallaron en su intento. Quiero creer que si la especie humana viviera el doble o el triple de estos míseros setenta años que la biología aguanta (y setenta años es la voluntad que tengo de vivir y no la media verdadera), los hombres y las mujeres alcanzarían el fin de sus vidas en estado de pura belleza, diversa por la multiplicación de las facciones, de los colores, de las razas, pero una e insuperable. Hoy, los seres humanos empiezan (cuando empiezan) por la belleza y acumulan fealdad todos los años, todas las estaciones, todos los días y las noches, todos los segundos en lo poco que cada segundo da, pero seguro; una vida larga (imagino) igualaría, en el último día de cada uno, a Helena de Troya y a Sócrates. Helena no sería más bella que Sócrates: se limitaría a esperarlo y juntos saldrían de la vida, bellos.

Cuando vuelvo a casa miro con atención los esbozos, y empiezo a partir de ellos otras tentativas, junto las figuras, organizo el espacio, despreocupado totalmente de los fondos ribereños que los ojos vieron. La hoja de papel sigue siendo, para mí, el lugar del hombre. Me han dado la espalda los hombres y mujeres que me pagaban, salieron por los bordes del papel y me dejaron todas las páginas blancas. Trazo ahora otras figuras, que no vienen por su voluntad, que no pagan, que están (o estaban) habituadas a servir de modelo a alumnos de Bellas Artes o a servir de blanco fotográfico a turistas. Lograron con el hábito una indiferencia falsa, hecha de complacencia, un resto de ingenuidad, paciencia y quizá un poco de desprecio. Y, profundamente, creo que son intocables. Sentado en un cajón, o en un rollo de cuerda (cabo, señor pintor, cabo), o en la curva rebajada de un bote, los miro y los dibujo, pero presiento que no están indefensos. Cada uno de ellos está consigo mismo y en sí mismo, y al mismo tiempo con todos los otros y en todos los otros. Son un todo y parte de otro todo. Circula por ellos una invisible corriente (insensible, no) que los vincula y que, prolongándose, se mantiene (adivino yo) cuando se separan por horas o por días. Más que los rostros, lo que me gustaría captar es, a través de ellos, esa corriente invisible. Creo que una cierta manera de dibujar, una cierta manera de pintar, si las supiese, me permitirían captar con los rostros el flujo, y, fijado, regresar a los rostros y convertir a cada uno de ellos en una demostración. Pintar burgueses no me ha preparado para este trabajo, para este descenso al sol, pero no me ha robado (¿será quizá porque ésa es mi intocabilidad?) ese sexto sentido para captar, aunque sin poder descifrarlo, el lenguaje subterráneo, la onda sísmica, el estremecimiento subepidérmico de rostros y cuerpos que están separados de mí. Separados de mí. ¿Y cómo estaban esos otros rostros y cuerpos que pinté? Respondo: igualmente separados de mí. Separado de mí S. (y fue así como se inició esta escritura o escrituración), separados de mí los señores de la Lapa (y con ellos va a acabar esta escritura o escrituración). ¿Qué hago yo en el espacio que, a su vez, separa a unos y otros? ¿Qué hace un pintor? Cuando levanto un lápiz o un pincel y los acerco al papel o a la tela, me doy cuenta de que hay cierta semejanza en el modo como me miran, de uno y de otro lado. Encuentro y cotejo iguales la complacencia, la paciencia y el desprecio. Y si hay diferencia, creo que reside en la astucia en vez de en la ingenuidad, o ni siquiera en la astucia, sino en un mayor desprecio.