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Han detenido a Antonio. Hace tres días. Lo he sabido esta mañana, por Chico, en la agencia donde trabajo desde hace casi un mes. Chico entró en el estudio, sobresaltado, atropellando las palabras, o quizá no, tan pocas fueron. Fui yo quien las oí atropelladamente, sin poder creerlas: «Han detenido a Antonio». Nos mirábamos, Chico y yo, yo aún incrédulo, él seguro de lo que decía, pero pensando ambos lo mismo: «¿Antonio detenido? Pero ¿por qué Antonio detenido? ¿Qué ha hecho? O mejor: ¿qué estaba haciendo para que lo hayan apresado? Por lo que nosotros sabíamos, Antonio, ¿pero qué sabíamos nosotros de Antonio?». Sé que pensamos esto, porque luego, en la conversación, ambos nos dijimos el uno al otro estas cosas: Antonio no era político, nunca habíamos notado nada. Cierto es que hacía muchos meses que yo no lo veía, pero Chico, que estuvo con él la semana pasada, me decía ahora, lo juraba, que no advirtió ninguna mudanza en sus modos y com-portamiento: hablaron de cosas sueltas, vagas, como era habitual en nuestro grupo, él con su aire ausente, y decidieron incluso ir a comer juntos un día de éstos. «¿Comprendes? No pasó nada que me llevara a pensar que. ¿Crees que Antonio estaría metido en algo?» Respondí: «No sé más que tú. Cuando hablábamos de política, Antonio nunca se mostró más interesado que cualquiera de nosotros. Pero pienso que se mostraba reservado, demasiado reservado. «Quizá no tenía confianza». «Qué va, hombre. En nuestro grupo siempre hubo la mayor confianza.» «Pero probablemente no la que él precisaría para abrirse. Aparte de todo ¿qué es este grupo? Para Antonio, sin duda, un grupo como muchos otros, y éste no era, por lo visto, el más interesante.» Chico escuchó, puso una cara como de quien se explica a sí mismo lo que oye, y respondió: «No está mal pensado. Puede que tengas razón». «¿Cómo te has enterado?» Por lo de la comida que teníamos concertada. Llamé a su casa anteayer y ayer, varias veces y a horas diferentes, y nadie atendió al teléfono. Pensé que se habría ido a Santarem, a pasar unos días con la familia, pero él es muy mirado en estas cuestiones, como sabes, no parece arquitecto, y no iba a irse así, sin más ni más, sin avisar para aplazar la comida. Así que decidí esta mañana ir a su casa. Llamé al timbre un montón de veces, y nada. Llamé a la puerta del vecino de piso, y salió una chica muy maja por cierto, que apenas le pregunté me dio con la puerta en las narices. Comprendí que tenía miedo. Debía de estar acechando por la mirilla de la puerta. Insistí, todo sonrisas, y conseguí enterarme de la historia. Hace tres días, serían las siete, la pide sacó a Antonio de la cama. Le hicieron un registro y se lo llevaron. Debe de estar en la cárcel de Caxias.» Hizo una pausa, me miró y murmuró: «Antonio». Antonio, a quien nosotros quizá no valorábamos como debíamos, y ahora hablábamos de él con amistad, respeto, indudable-mente, y creo que incluso con un sentimiento de envidia y celos indefinibles.

(Pequeño burguesa sed de martirio.) Me levanté del taburete, me acerqué a la ventana, miré hacia fuera sin ver o registrar activamente lo que veía, me volví hacia Chico: «¿Cómo estará ahora?». «Creo que aguantará. Antonio es duro.» «Y nosotros ¿qué vamos a hacer? Hay que avisar a la familia.» «Sí, ¿pero quién sabe la dirección o el teléfono de los padres? Yo no lo sé.» «Tampoco yo. Quizá alguno de los otros lo sepa. Tenemos que intentarlo.» Chico, presuroso: «Ya me encargo yo. Me voy a telefonear a toda la gente».

Nadie lo sabía. Por este detalle, y por muchos otros que hizo sin salir de la indiferencia, veo hasta qué punto se mostró Antonio reservado con nosotros. No me veo con derecho a censurarlo. Si hacía política activa, militante, debíamos parecerle, en todas las circunstancias, un simple grupo de agitados, de convulsos psicológicos y sociales. La verdad es que todos nosotros, o casi (que en esto yo mismo soy excepción) nos complacíamos, desde que nos constituimos en grupo, en un juego de grandes exteriorizaciones de senti-miento y sentimentalidad, a la par de una inflexión pensada de cinismo que a esas exteriorizaciones fingía quitar importancia. Como si en todo momento nos dijéramos: cree en lo que te estoy diciendo de manera que parezca que no quiero que creas. Y más: si no crees en lo que te digo, con aire de no creer que creas, sabré que no me aprecias, porque, si me apreciaras, sabrías también que ésta es la manera que tienen las personas inteligentes de abrirse hoy unas a otras. Y más: otra manera, diferente de esta manera, es señal de mala educación, de espíritu retrógrado, de falta de sensibilidad. Antonio pasó por encima de toda la complejidad elaborada y se calló. Miro hacia atrás, vuelvo a verlo, lo traigo de su ausencia, procuro reconstruir palabras sueltas y frases suyas, a lo largo de los años, y siempre encuentro a alguien que oía más que hablaba. Recuerdo que fue precisamente él quien me aconsejó leer la Contribución a la crítica de la economía política, y más tarde me preguntó si lo había leído ya, y que se calló bruscamente cuando le dije que aún no, que tenía el libro, pero me faltó el tiempo. Y recuerdo que después no fui capaz de decirle que lo había leído ya, cuando al fin leí el libro, pero no todo. Debe quedar esto como confesión porque es verdad. Lo recuerdo en la escena del cuadro descubierto en mi desván, aquel cubierto de tinta negra que ocultaba el segundo retrato de S. (qué distante me parece), y lo examino a la luz de esta situación de hoy. A la luz también de la luz que estas páginas (me) hicieron. Todo me parece ahora claro. Antonio estaría desesperado, irritado contra todos los que allí estábamos conmemorando el fin y el resultado material del retrato; irritado particularmente contra mí (aunque yo no sepa decir por qué, soy capaz de comprender su actitud). Al provocarme habría manifestado una inferio-ridad: las cosas ocurrieron luego de manera que esta supuesta inferioridad vino a quedar clara para todos, y tanto más clara cuanto más evidente era la situación humillante en la que me dejó. Pero, si fue inferioridad (la supongo, no la afirmo), tal vez él en aquel momento no tuviera otra salida: la agresividad represada saltó en el punto más débil de la muralla: del grupo era yo entonces el más vulnerable y quizá el blanco más útil. Ambos, cada uno por su razón y con sus razones, quedamos mal. Reflexiono hoy así, y si esta reflexión no sirve para otra cosa, me explica, y eso es bueno ya, por qué nunca me movió, contra él, irritación o mala voluntad. No puedo decir que sienta su falta: descubro que siempre la sentí, inconscientemente. La siento ahora más, y eso es todo.

Chico acaba de telefonearme para decir que nadie del grupo sabe dónde viven los padres de Antonio. Ambos estamos de acuerdo en que es necesario hacer algo, pero no sabemos qué. Le sugiero que vayamos a Caxias al día siguiente para enterarnos de algo, y Chico acepta, pero el caso es que al día siguiente no, que tiene mucho que hacer, imposible anular entrevistas y visitas a clientes, ya sabes lo que son los negocios, la agencia no puede salir perjudicada. Que vaya yo solo, con Ricardo, que es médico, o con Sandra, que es dispuesta y tozuda. «Más que yo», pienso. Sí, iré, pero no voy a buscar a Sandra para un asunto como éste, tengo la obligación de saber arreglármelas solo. «A no ser que quieras ir pasado mañana», añadió Chico, sin entusiasmo. No, no podemos perder tiempo, tiene que ser mañana.