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Iré. De Caxias conozco los muros que se ven desde la carretera. De prisiones, nada. O algo, si los ojos bastan: recuerdo las Prigioni, de Piranesi, las imágenes de los campos de concentración hitlerianos, las varias sing-sing del cine. Imágenes. Lo mismo que nada, para esta necesidad. En este mo-mento, Antonio sabe el resto: la celda, el interrogatorio, los guardias, la comida, la cama. Y tal vez ya, la tortura. No sólo la agresión física, directa, sino quizá, ya, la privación del sueño. O la estatua. Nadie me va a dar informaciones: No soy pariente, no puedo invocar ninguna razón que los convenza. En cuanto a hablar (¿dónde?, ¿con quién?) tomarán la matrícula de mi coche y lo unirán al proceso, una nota, un apunte: todas las informaciones pueden servir, ninguna está de más, lo que hoy parece sin importancia, mañana es fundamental. Para la policía, Antonio no era importante, y luego pasó a serlo. ¿Qué fue lo que hizo? ¿Qué fue lo que supo? ¿Dónde fue, cuál fue el momento en que Antonio se comprometió con la acción que lo llevó, tiempo después (¿cuándo?) a la cárcel? ¿Qué tiempo vivió él sabiendo que podría ser detenido, porque por su propia voluntad se había colocado en situación de poder serlo? Cuando Antonio hablaba con nosotros, o iba al cine, o daba una vuelta, o aquí, en esta casa donde estoy, levantaba en el aire mi cuadro pintado de negro, ¿qué pensamientos tenía, qué inquietudes sentía, qué citas rememoraba o sabía que iba a tener, y dónde, y cómo? ¿Y con quién? Todos tenemos lo que a los otros dejamos saber o queremos que sepan, todos escondemos a esos mismos algo, y ésta es la regla de nuestra conducta, tácitamente aceptada, no polémica, porque es común y general, pero Antonio escondía mucho más que nosotros. Escondía lo que para él era lo más importante, su vida realmente secreta, su seguridad, y la seguridad de aquello y aquellos que de él dependían. Y cuando nosotros hablábamos y él nos oía, callado, fumando, mirándonos con atención, ¿qué especie de atención era ésta? Al tiempo de la respuesta audible que nos daba ¿qué otra respuesta no formulada se construía en su espíritu y callaba?

Basta de preguntas. Estoy volviendo, en el terreno del adversario de S., a las preguntas que me hice cuando decidí, por medio del segundo retrato y de estas páginas, saber quién era S. Caminé en círculo y llegué a donde antes estaba -después de haber viajado. No debo volver a empezar a interrogarme, interrogando a un Antonio que, como S., pero por otras razones, no querría responderme. O lo sé por mí, o no lo sabré nunca. Y hoy, en el interior de mi círculo, que recorrí en todas direcciones, sé al menos dónde está el muro y dónde están los límites. Nadie pasa más allá, si no sabe esto. La diferencia entre el círculo y la espiral.

Tal como esperaba. Del portalón del reducto norte me mandaron al del reducto sur. Llené la ficha y esperé cerca de una hora. Cuando les pareció, me llamaron. No pasé del corredor. Un policía joven, casi imberbe, me atendió con una cortesía fría, impersonal, y confirmó que si no era familiar no podía ver al preso. Pregunté si Antonio estaba bien, no me respondió. Le pregunté si habían avisado a la familia, respondió que eso no me importaba. Y añadió: «El hecho de que haya venido usted aquí diciendo que es amigo del preso no demuestra siquiera que lo conozca. Ya ve que no puedo darle ninguna información. ¿Quiere algo más?». Me acompañó hasta la puerta. Salí sin mirarlo y sin pronunciar una palabra. Subí el camino irregular, hasta la plaza frontera del portalón del reducto norte, donde dejé el coche. Abrí la puerta, me senté, agarré con todas mis fuerzas el volante sintiéndome humillado hasta lo más profundo de los huesos. A través del parabrisas veía al guardia republicano en la garita y, encima de ella, a lo largo de un muro bajo, otros dos guardias armados de fusil. Aquello era Caxias. Un edificio pesado y alto a la derecha, ventanas con rejas, celdas que yo no sabía cómo eran, horas y horas de interrogatorios, palizas, días y noches seguidos sin dormir, la estatua hasta que los pies revienten los cordones de los zapatos -cosas que había oído decir y Antonio sabría ahora por experiencia propia. Maniobré con el coche y bajé lentamente todo el camino que llevaba a la autopista. Estaba decidido. Al día siguiente iría a Santarem y no descansaría ni saldría de allí mientras no diera con los padres de Antonio. Era lo mínimo que podía hacer.

No fue necesario ir. Al caer la tarde de aquel mismo día, serían las siete, sonó el teléfono. Pensé que sería Chico, aunque ya le había informado del fracaso de mi viaje a Caxias. Cogí el auricular y dije mi número. Oí una voz de mujer: «Soy la hermana de Antonio. Me gustaría hablar con usted personalmente. ¿Es posible?». En medio segundo me pregunté a mí mismo si alguna vez Antonio nos había hablado de una hermana. Quizá sí, hacía mucho tiempo, de paso, como de paso había hablado de sus padres. Respondí: «Desde luego. Estoy a su disposición. ¿Dónde prefiere que nos encontremos? Puedo salir ya. ¿O está hablando desde Santarem?». No hubo la menor vacilación por su parte. «Estoy en Lisboa. ¿Tiene inconveniente en que hablemos en su casa?» «No hay el menor inconveniente. ¿Cuándo va a venir? ¿Ahora?» «Sí, ahora.» «Quedo a su espera.» Iba a colgar, pero de pronto se me ocurrió la idea: «Oiga, oiga. Anote la calle». Ella respondió simplemente: «No es necesario. Tengo su dirección».

Colgué el teléfono un poco aturdido por lo inesperado de la visita. Me sentía contento por saber noticias de Antonio, pero descubrí que había nerviosismo, aparte de alegría, al darme cuenta de la agitación, la precipitación, con que ordenaba a toda prisa la casa, guardaba las ropas esparcidas por las sillas, daba puñetazos a los cojines del diván para ahuecarlos. Quería que la casa estuviera en orden. Puse toallas limpias en el cuarto de baño, tapé con un plástico (pero no artista) alguna loza sucia que había en la cocina. Y hecho todo esto en un instante, tuve que sentarme con un libro, mirándolo, quizá leyéndolo. Era una obra sobre Braque, es todo cuanto en este momento sé.

Son ahora las dos de la noche (de la mañana o de la madrugada para quienes se levantan temprano) y acabo de llegar de la calle. Fui a llevar a la hermana de Antonio a la casa de él, donde va a pasar la noche. Estuvimos juntos más de seis horas y creo que debo llamarla M.: digamos que es una premonición, en fin, o un deseo indefinido, o un voto, o la simple superstición de los gestos propiciatorios. Escribo despacio, escribo después de seis horas de diálogo, pero no me es posible y probablemente no sabría expresar, como si vividos fueran en el instante, sentimientos y emociones que van a aparecer aquí ordenados, no diré clasificados, sino pasados de mano en mano y dispuestos según el peso, la densidad y (ya que no he dejado de pintar) el color. Esto es lo que he venido haciendo a lo largo de casi doscientas páginas, tal vez doscientas veces lo hice. De otro modo no soy capaz, y si me lancé a este escribir fue precisamente para darme tiempo de pensar, para pensar con tiempo. Nacer, vivir, morir, son verdades universales y secuencia natural. Si quisiéramos transformarlas en verdad personal y en secuencia cultural, tendremos que escribir mucho más que los tres verbos por aquel orden dispuestos, y admitir que, entre los dos extremos de nada y nada, el vivir puede contener algunos nacimientos y muertes, no sólo los ajenos que de algún modo nos toquen o hieran, sino otros nuestros: al igual que la culebra, dejamos la piel cuando ya en ella no cabemos, o vienen a faltarnos las fuerzas y nos atrofiamos dentro, y esto sólo acontece a los humanos. Una piel vieja, reseca, quebradiza, cubre estas páginas de películas blancas y negras que son las palabras y los espacios entre ellas. En este momento diría que estoy desollado como un San Bartolomé, imagen, no dolor. Aún tengo restos de piel antigua, pero sobran las fibras de los músculos y las cuerdas de los tendones, una red frágil se extiende ya, primera metamorfosis de mi gusano-de-seda personal que dentro del capullo supongo que tendrá vida sucesiva y no muerte. No me parece estimable el estado de crisálida: su inviabilidad como tal contradice lo continuo que es, para mí, el flujo vivo. (Y, sin embargo, la crisálida vive.)