Hubo luego un silencio. Mi diagrama relacional recuperaba la esta-bilidad, pero con algunas líneas dispuestas de otra manera. En medio de ellas se desplazaba una espiral, rodando sobre sí misma, oscilando hacia un lado y otro, diría que a ciegas, como un rotífero en una gota de agua. Veía esto en un cuadro, y apenas verlo me sobresalté: era un cuadro abstracto que se definía dentro de mí. Pensé: «Un rotífero no es abstracto, aunque prefiera tomarlo como tal cuando lo engullo en un trago de agua». Me desdoblaba entre esa insignificancia y la expresión atenta centrada en M. Es un método que uso mucho, pero en este caso me pareció que suponía cierta deslealtad. Me parecía que el silencio se prolongaba demasiado y quise interrumpirlo, pero ella se anticipó: «Antonio me dijo que es pintor». (Ah, esa lengua tantas veces incapaz de acertar, si no tuviéramos un constante cuidado. Antonio es arquitecto, el pintor soy yo.) Respondí: «Nada de exageraciones, para ser pintor no basta pintar. Para ser escritor, no es suficiente escribir. Antonio sabe bien qué especie de pintor soy yo. Qué especie de pintor he sido. Pinto retratos de gente que los puede pagar bien. Eso no es pintura». «¿Por ser de retratos, o por estar bien pagada?» La miré con firmeza: ahora me tocaba a mí: «Por ser mala pintura». M. miró a su alrededor: excepto algunos estudios antiguos, unas primeras naturalezas muertas, unas cuantas reproducciones de buena calidad que vale la pena mirar, sólo tengo en las paredes a los señores de la Lapa y el cuadro imitado de Vitale da Bologna. «No puedo juzgar ni soy entendida. Pero aquel cuadro [los señores de la Lapa] ¿no es suyo?» «Lo es.» «Pues me parece un buen cuadro.» «También a mí me lo parece. No está acabado. Los clientes no lo quisieron.» De repente recordé la escena de expulsión del palacete de Lapa, con la tela colgada, preocupado con que no se borrara -y solté una carcajada. M. se rió también, por simpatía. «¿Qué es lo que le hizo reír? ¿Puedo saberlo?» Claro que podía, y estaba deseando contárselo. Hice un relato minucioso del episodio, recordando, no tanto la situación real como la descripción que de ella hice en estas páginas. «Lo que los perdió fue la avaricia. La solución sería dejarme acabar el retrato, pagado (pero era eso lo que querían evitar) y luego destruirlo. Así, fui yo quien salió ganando: no perdí un cuadro que me gusta.» Nos divertimos ambos con la ridiculez del caso. Hubo otro silencio, pero diferente: por primera vez me pareció (por mi parte tengo la seguridad) que nos encontrábamos hombre y mujer, conscientes cada uno de su sexo y del sexo del otro. Ella levantó y posó el vaso medio vacío, para lo que se aplomó en el diván (se había recostado en medio de la conversación) y se quedó mirando hacia el pedazo de hielo que se deshacía en el fondo. «¿Quiere otro?», pregunté. Movió la cabeza. Alzó los ojos hacia mí, muy despacio: «Si no entendí mal, ese cuadro es diferente de los que pintaba». «Muy diferente.» «¿Por qué?» «Es complicado decirlo. Estos últimos meses han sido para mí de profunda reflexión. Pensé, tomé unas notas, y cuando apareció este encargo, me ocurrió lo que ya sabe. Me llevé un buen chasco.» «¿Y ahora? ¿Qué va a hacer? ¿Volver a su antigua pintura?» Respondí de golpe, con brutalidad inadecuada pero que no pude evitar: «No». La nube blanca sobre fondo azul había entrado y salido. Estábamos otra vez serenos. M. dijo: «Creo que hace bien. Pero tiene que vivir». «He encontrado un empleo en una agencia de publicidad. Lo de siempre. Es donde está Chico, no sé si Antonio le habrá hablado alguna vez de él.» «Nunca me dijo nada. No lo conozco.» (Pero le habló de mí: desconcertante Antonio.) «En este momento no sé qué pintar. Voy a dejar pasar un tiempo, y veré luego. Por lo menos eso espero.» «Y ese cuadro de ahí, ¿qué es?» «Fue una broma mía, sugerida por un cuadro de un pintor italiano del siglo XIV. Aquel de la postal.» Nos quedamos callados otra vez. Entonces M. se levantó. Se levantó como un pequeño bicho de pelo, un gato, una ardilla, o un perro de aguas, como saliendo de sí misma: fue ésa la extraña impresión que me dio. Atrasado un segundo, me quedé sentado mirándola inquieto. ¿Se iría ahora? «Bueno ya lo he conocido. Tengo que irme.» Me levanté entonces, descubriendo que no sabía nada de ella, que quería saber más y que no podía dejarla partir. «¿Se va a Santarem? ¿Sin saber nada más de Antonio?» «A Santarem iré mañana. Esta noche me quedo en casa de mi hermano. Tenemos una llave de casa.» «¿Entonces para qué precisa irse ya? Ya me ha conocido, dice. No me parece lógico que las personas se separen después de conocerse y todavía menos lógico que se separen porque se han conocido. No es frecuente que yo tenga razón, pero esta vez tiene que reconocer que no hay vuelta de hoja. ¿No quiere cenar conmigo?» Me salió así, de improviso. Ni yo mismo sabía cuándo había empezado a hablar. Espontaneidad, en mí, cosa rara. M. vaciló un momento, o fue sólo el momento de respirar, y respondió: «Sí».
Convinimos ambos en que era exactamente la hora de cenar. En dos minutos estábamos en la escalera. Ella bajó delante, curvando un poco la cabeza para no perder de vista los peldaños que no conocía, y yo le veía la nuca delicada, muy fina, blanda hasta oprimir el corazón. Me conmoví como un niño, no como hombre. Bajaba sin prisa, con una densidad elástica sorprendente. Los tacones de los zapatos (vieja obsesión mía) sonaban de manera regular, firme, no excesiva. En su correcta proporción, he ahí como lo describo ahora. En el fondo de la escalera, en un recodo que la luz quebraba, tendí dos dedos, el pulgar y el índice hacia la nuca. Sabía que no la iba a tocar, y no la toqué, pero mis dedos quedaron sabiendo la distancia: tan poca, tanta.
Paso a resumir. Cenamos y la llevé hasta la puerta de casa de su hermano. Pero la cena fue lenta y conversada, y luego dimos largas vueltas por la ciudad, hablando casi sin interrupción. No le hablé de estas páginas, pero sí de algo de lo que en ellas se dice. Por su parte, supe que se casó joven y que se separó menos de cuatro años después. No tiene hijos. Vive en Santarem con sus padres desde los doce años, cuando, por obligaciones de orden profesional del padre, la familia tuvo que dejar Lisboa. Antonio tiene dos años más que ella. No tiene ningún título universitario (hablo de M.) y trabaja con un abogado. Viene poco por Lisboa. «Mi trabajo es todo allí», dijo en tono vago y al mismo tiempo particular. Fuera de algunas palabras sobre la situación del hermano, no volvimos a hablar de política. Pagó su parte de la cena con tanta naturalidad que no me atreví siquiera a discutir. Cuando se dio cuenta de que yo me disponía a pagar el total de la cuenta, me miró durante dos segundos (dos segundos de su mirada son poco tiempo y tiempo de más) y preguntó sin alterar la voz: «¿Por qué?». Mientras yo buscaba una respuesta (que no encontré) abrió el bolso y puso el dinero sobre la mesa. Nos despedimos en la puerta de casa de Antonio. Le pregunté: «¿Cuándo podré volver a verla?». Ella respondió: «El miércoles. Cuando pueda le telefonearé». Olvidando los formulismos del apretón de manos habitual, nos dimos las manos. No fue por mucho tiempo, apenas un rozar la piel. «Buenas noches», dije. «Que vaya bien todo», respondió ella sonriendo.