M. no me llamó desde Lisboa, sino desde Santarem. Y no fue el miércoles, sino el martes por la noche. Atendí el teléfono creyendo que se trataría de instrucciones de Chico para el día siguiente o de una recaída de Carmo, o de una furia de Sandra. O de un encargo de alguien que no viviera en este mundo. Cuando oí su voz sentí una fuerte contracción (¿o expansión?, ¿o simple descarga nerviosa?) en el plexo solar, y el corazón saltó hasta las ciento diez pulsaciones, o cerca. Que vendría el miércoles, como habíamos acordado, pero no sola. Que la acompañarían sus padres, por si ya Antonio pudiera recibir visitas. Que todos me pedían un favor (me di cuenta por esto que M. le habló de mí a sus padres: el amigo de confianza de Antonio), si no me importaba, y si no me causaba trastorno excesivo en mi trabajo, que los llevara a Caxias. Que sería bueno para los padres, inquietos por el hijo. «Ya no son jóvenes. Estas cosas las aguantan menos bien.» Le dije a todo que sí, sonriendo, cuando el caso no era evidentemente para eso. Decidimos el lugar y la hora del encuentro. Venían en tren. «¿Y el almuerzo?», pregunté. Que no tenía importancia, comerían temprano en Santarem. Hablamos aún un poco, y la charla llegó a su fin. «Se lo agradezco mucho», dijo con su voz clara y directa. Me quedé con el auricular en la mano, sonriendo de nuevo, con una expresión vaga, quizá feliz.
Durante estos últimos días no he escrito nada, porque no quiero transformar estas páginas en un diario. Si lo fueran, habría registrado que todas las horas en vela las pasé recordando el encuentro con M., y leyendo lo que sobre ese encuentro escribí. Hay aquí una exageración evidente, pero, mirando hacia atrás, no veo otra actividad del espíritu que me hubiera ocupado más. Pensé en desarrollar lo que del encuentro es sólo resumen, pero sería la primera vez que haría eso desde que empecé a escribir. Preferí no cambiar ni una línea. Digo hoy, en fin, que M. me interesa. Ahora bien, ¿qué quiere decir un hombre cuando dice esto de una mujer? En general, que está interesado en ir con ella a la cama. ¿Qué digo yo? Digo que sí. Digo que realmente quiero acostarme con M. ¿Forzosamente por ser yo hombre y ella mujer? No, mujer es Sandra, y no poca, y nunca movió la mínima fibra de mi cuerpo. M. me interesa porque estuve seis horas hablando con ella y no me cansé ni me apetecía el silencio. M. me interesa porque tiene un hablar en línea recta, un hablar que no contornea esquinas, que atraviesa paredes y resistencias de piel o prudentes reservas mentales. M. me interesa porque es una hermosa mujer y porque es inteligente, o viceversa. En suma: M. me interesa. Hace veinte años hubiera escrito amor donde ahora pongo interés. Con la edad, aprendemos a tener cuidado con las palabras. Las usamos mal, las vestimos del derecho y del revés, sin mirar, y un día las encontramos desgastadas como un traje viejo y nos avergonzamos de ellas, como recuerdo yo haberme avergonzado de unos pantalones que usé y tuve que usar, deshilachados por los bajos, y que todas las semanas afeitaba con una tijera cautelosa, atento a no cortar de más ni de menos. Creo que durante estas páginas algún cuidado mostré tener con las palabras, cualesquiera que fuesen. Entonces, apenas precisé escribir amor, y cuando lo hice, no era de mí de quien trataba, o sólo en parte. Ahora que estoy yo (todo) en causa ¿cómo no usaría el mismo cuidado? Llegaría incluso a disfrazar la palabra, si preciso fuera. Haría de ella, como en los juegos de la escuela primaria, otras palabras: ramo, roma, amar, mora, o mar, como quien pone amparos alrededor para que la palabra verdadera crezca y dé frutos. Sin embargo, habiendo visto todo, vengo a decir claramente amor y espero que acontezca.
A la hora acordada estaba frente a la estación de Santa Apolonia. Esperé casi veinte minutos (el retraso) y al fin vi aparecer a M. con sus padres. Dudo que las personas sean capaces de manejar los sentidos tan certeramente como se dice: de la visión puedo hablar yo, que habiendo querido ver a los padres de M., sólo di con ellos cuando ya los tres estaban ante mí, o yo ante ellos, si fui yo quien se desplazó. M. me presentó como Fulano-el-amigo-de-Antonio, estreché dos manos arrugadas, miré al fin dos rostros fatigados (graves, no tristes) y dejé que mis ojos cedieran a su voluntad natural. M. estaba muy próxima, transparentes los ojos con la luz cruda de la tarde, palpitante la boca. Mi plexo solar volvió a registrar el impacto. Naturalmente, hablamos. Hablamos todos, de Antonio, de la cárcel, del régimen, de la situación del país (es curioso: la madre y el padre hablaban con seguridad y razón), hablamos mientras yo conducía el coche por la Baixa, por la avenida da Liberdade. M. iba a mi lado, sosegadamente recostada en el asiento y de vez en cuando volviéndose un poco para hablar con los padres. Una pareja delante, otra pareja detrás. Respiré hondo, sintiendo un aumento súbito de vigor en los brazos y en los hombros y una tensión en el bajo vientre. No me lo reproché, no acepté la hipocresía de censurármelo porque atrás fueran dos viejos inquietos ante la situación del hijo. Ellos estaban serenos, como serena estaba la hija. Ante un semáforo en rojo, miré hacia atrás para prestar más atención a lo que la madre estaba diciendo, y vi a dos señores de Santarem, junto a los cuales mis señores de la Lapa eran caricaturas (me refiero a los verdaderos señores de la Lapa, a los de carne y hueso, porque los del retrato ya son la caricatura de la caricatura que ellos son). Entramos en la autopista y aceleré: no queríamos llegar con retraso, no queríamos dar pretextos a los señores de Caxias para negarnos la entrada. Dimos la vuelta por el desvío de la cárcel, bajo los eucaliptos. Por la ventanilla abierta del coche entraba el olor cálido de los árboles, ese olor a canela y pimienta que abre los pulmones y da vértigos. Empecé a subir la rampa y oí que el padre de M. decía atrás: «Está todo igual». Le pregunté: «¿También usted estuvo preso aquí?». «No. Pero vinimos a ver a nuestra hija.» Miré de lado a M. Se había ruborizado un poco. Sólo me faltaba ese rubor de niña. En ese momento la amé.
Entramos en la explanada frontera al portón. Aparqué, abrí las puertas. La madre dijo: «¿No le incomoda esperarnos? Porque…». «Esperaré el tiempo que sea preciso. Lo único que siento es no poder hacer más.» Se alejaron en dirección al portón, lado a lado, la madre en medio. El guardia de la garita les hizo unas preguntas y M. respondió. Yo no podía oír lo que decían. Esperaron. Hubo un momento en que M. se volvió hacia mí y sonrió. Levanté la mano, no como quien se despide, sino como quien se aproxima. Al cabo de un rato se abrió la puerta y desaparecieron. Mientras esperaba (cuarenta minutos de reloj), llegó más gente. Se repetía el amago de conversación por la ventanilla de la garita, la espera y luego la entrada por un portón que parecía abrirse de mala gana, sólo una rendija, por donde se introducía la gente apretándose casi. Paseé alrededor del coche, me senté en el murete de ladrillo de un cantero con jardineras secas. Pasados unos minutos me levanté y me fui acercando a la garita: el guardia hablaba por teléfono, escuchaba y respondía. Me miró, desde la penumbra, luego se acercó a la ventanilla: «¿Desea algo?». «No. Estoy esperando a unas personas que han entrado hace un rato.» «No puede estar aquí junto al portón. Aléjese.» Le di la espalda, sin responder. Hijo de puta.