Cuando M. y sus padres salieron, estaba dentro del coche, oyendo la radio. Fui a su encuentro. La madre tenía los ojos enrojecidos y húmedos, pero eran lágrimas recientes, del momento de la salida, quizá después de cruzar el portón. El mentón del padre parecía de piedra. M. estaba pálida. «¿Cómo está?», pregunté. La pregunta no era necesaria, pero ¿qué otra cosa podía decir? Entramos. «¿Vamos?», dijo M. en voz baja. Arranqué lentamente, contorneé el muro y empecé a bajar el camino lleno de baches (adrede en mal estado, creo yo, para dificultar cualquier fuga en automóvil, retardar, dar tiempo a hacer fuego) que ya se me iba haciendo familiar. «Le han pegado», dijo M. «Nos hizo señal de que le habían pegado, pero que no había hablado.» «Hijo mío», murmuró la madre. «Cuénteme más. ¿Cómo lo han encontrado? ¿Dio algún recado para los amigos?» Descubrí la rápida sonrisa de M. de soslayo: «Recados para los amigos, no. Pero me dijo que no olvidara llamar al pintor para encalar el gallinero. Le dije que lo había llamado ya, que no se preocupara. A quien no le gustó nada aquello fue al policía. Debió de pensar que estábamos hablando en código». Todos se rieron un poco. «Antonio», murmuré. No te olvides de llamar al pintor para encalar el gallinero. ¿Cómo pensaría en mí cuando hizo la recomendación? ¿El pintor, yo, el tipo del cuadro cubierto de negro, aquel que mucho tiempo antes había sido elegido para esta circunstancia, si se daba?
M. me dijo que al día siguiente, al caer la tarde, alguien iría a verme a casa, un ferroviario, con un paquete de ropa y cosas de uso personal, aparte de libros, que Antonio estaba autorizado a recibir. Me pedía que al día siguiente lo llevase a Caxias y lo entregara en el portón. Esta vez no me preguntó si me incomodaba el desplazamiento. Fue una recomendación más que una petición. Lo preferí así. En la Baixa, lancé una pregunta: «¿Quieren descansar un poco en mi casa?». M. miró el reloj: «No creo que nos dé tiempo». Sonrió: «Sólo subir aquellos cuatro pisos». Estaba claro que los padres sabían que me había ido a ver. Me dejaba algo confuso esta relación transparente: habitualmente la gente se guarda hasta aquello que no había por qué guardar, y entre padres e hijos, si no recuerdo mal, la reserva es una especie de regla, disimulada de mayor o menor efusión afectiva, exterior, destinada a ejercer una función diría que teatral. En este poco tiempo, dos o tres veces, por lo dicho y por lo sobreentendido, me di cuenta de la especial naturaleza de la vinculación entre M. y sus padres: una libertad que tal vez sea el estadio último de la más íntima de las relaciones, una forma de libertad en el extremo de la dependencia, un árbol nacido en el perímetro de la selva.
Detuve el coche cerca de la estación y los acompañé a la puerta. Siempre he sido sensible al absurdo de las despedidas de los andenes, con todo ya dicho y sin tiempo para volver a empezar, con un tren que no se decide a partir y un reloj que deletrea los últimos segundos -y luego, el alivio, al fin, de la partida, aunque, desaparecido a lo lejos el último vagón, rompan los sollozos y aparezca el pesar que parecía no haber. El padre agradeció mi ayuda y luego dijo: «Nos vamos para dentro. No tardes». Nos quedamos M. y yo en el vestíbulo, un poco de lado uno junto al otro para evitar la multitud. «Me ha gustado mucho estar con usted», dije mirándola de frente. «Me ha gustado mucho estar contigo», respondió ella. Y, con una expresión clara y al mismo tiempo grave, levantó la cabeza, se alzó sobre las puntas de los pies y me dio un beso en la mejilla. Y, sin más palabras, viajero que se despidió y va a su viaje, atravesó el vestíbulo y pasó al andén, sin mirar hacia atrás. Volví lentamente al coche, me senté. Hay momentos así en la vida: se descubre inesperadamente que la perfección existe, que es también ella una pequeña esfera que viaja en el tiempo, vacía, transparente, luminosa y que a veces (raras veces) viene en nuestra dirección, nos rodea durante breves instantes y continúa hacia otros parajes y otras gentes. A mí me parecía, sin embargo, que esta esfera no se había desprendido y que yo viajaba dentro de ella. Ha llegado el momento de asustarse: murmuré estas palabras. Por el horizonte de mi desierto están entrando nuevas personas. Estos dos viejos ¿quiénes son, qué serenidad es la que tienen? ¿Y Antonio, preso, qué libertad se llevó consigo a la cárcel? ¿Y M. que me sonríe de lejos, pisando la arena con pies de viento, que usa las palabras como si fuesen filos de cristal y que de repente se aproxima y me da un beso? Ha llegado el momento de asustarse, repito. La perfección existe de paso. No para permanecer. Mucho menos para quedarse. «Me ha gustado mucho estar contigo», dijo. Aplicadamente, cuidando del dibujo de la letra, escribo y vuelvo escribir estas palabras. Viajo lentamente. El tiempo es este papel en el que escribo.
Hubo una tentativa de alzamiento militar. Tropas del Regimiento de Infantería 5, de Caldas da Rainha, avanzaron sobre Lisboa, pero acabaron por volver al cuartel. Todo el mundo anda agitado. M. me dio una copia del manifiesto del Movimiento de los Oficiales. Transcribo la parte finaclass="underline" «Afirmamos, desde ahora, nuestra solidaridad activa con los camaradas presos, a quienes no nos cansaremos de defender en cualesquiera circunstancias. Su causa es la nuestra, aunque podamos criticar su impaciencia. Sin embargo, la acción que desencadenaron no ha sido inútil. Esta acción ha servido para despertar la conciencia de algunos que quizá aún vacilaban. Sirvió también para definir con claridad los campos enfrentados, y de ella se han extraído lecciones preciosas para un futuro próximo. Sirvió para revelar, de forma brutal, las contradicciones en las que se debate el Ejército y -como éste es el “Espejo de la Nación”- la crisis general del País. Sirvió, en fin, para evidenciar los métodos a que recurren nuestros “jefes”, su total ausencia de escrúpulos y las alianzas a las que recurren para intentar aplastar y paralizar lo que ya es irreversible. En particular, bajo este último aspecto, nos corresponde denunciar la intromisión de la PIDE/DGS (que ha sido directamente dirigida por el ministro y el subsecretario de Estado del Ejército), deteniendo a camaradas y, al menos en un caso, forzando la entrada a puntapiés, cuando aún no eran las cinco de la mañana, en la casa de un camarada, maltratando, física, moral y psíquicamente a su mujer y a sus hijos y efectuando un registro domiciliario sin mandato legal. Esta interferencia de la policía política es intolerable, y representa un repugnante atentado a nuestros ya más que violados derechos, y no podemos permitir que tales hechos se repitan, bajo pena de que se generalicen y de que perdamos por completo nuestra ya más que zarandeada dignidad y el frágil prestigio que nos queda. Pero no se detuvieron aquí nuestros “jefes”. Llamaron a la Guardia Nacional Republicana y la enviaron contra nuestros camaradas del RI 5, confiando a aquella corporación la tarea inadmisible y ultrajante de cercar la Academia Militar. A su vez, la Legión Portuguesa, revelando la existencia de un aparato militar y policíaco operante, colaboró con la DGS y la GNR, llegando a participar en la persecución de las fuerzas del RI 5 que regresaban a Caldas da Rainha. ¿Habrá llegado quizá la ocasión de esperar que el Gobierno y los “jefes militares” hayan encontrado en la Legión Portuguesa, en la GNR y en la DGS los valerosos combatientes de que carecen para proseguir en África su política ultramarina? Camaradas de los tres ejércitos de las Fuerzas Armadas: el episodio de la marcha del RI 5 sobre Lisboa, articulado con los acontecimientos que inmediatamente lo prece-dieron, nos permite proseguir nuestro Movimiento con más seguridad y realismo. Confiamos en vuestro espíritu de camaradería y en vuestra solida-ridad para con los camaradas detenidos (cerca de 200, entre oficiales del QP y del QC, sargentos, cabos milicianos y soldados), que dieron una primera prueba real, al País y a las Fuerzas Armadas, de que no estamos dispuestos a tolerar tal estado de cosas. Apelamos finalmente a todos para que se man-tengan firmes con relación a los ya anunciados objetivos del Movimiento. Es necesario que nos mantengamos en cohesión y que reforcemos nuestras estructuras, conscientes de que, si sabemos ser coherentes y lúcidos, alcan-zaremos en breve cuanto nos propongamos».