M. no podía quedarse en Lisboa. La llevé a Caxias (Antonio volvió a ser interrogado, hizo cuatro días de «sueño». «Dosis pequeña», comentó M.; lo ha recibido todo, menos los libros, que quedaron retenidos) y después dimos una vuelta por Sintra, que ella casi no conocía. No hablamos mucho. Noté que sus silencios (y, en consecuencia, nuestros silencios) no son embarazosos: son sólo un tiempo diferente entre el tiempo de las palabras. Creo que es posible (e incluso deseable) estar largo tiempo callado al lado de ella y que ese silencio sea otra forma de continuar el diálogo. Escribo la misma cosa de dos maneras diferentes, para ver si con una de ellas acierto mejor: está dicho, y, pese a todo, no basta. No es exacto, no obstante, que no hayamos hablado mucho. Pero escribir (ahí está lo que ya he aprendido) es una elección, como pintar. Se escogen las palabras, frases, partes de diálogos, como se escogen colores o se determina la extensión y la dirección de las líneas. El contorno dibujado de un rostro puede ser interrumpido sin que el rostro deje de serlo: no hay peligro de que la materia contenida en ese límite arbitrario se desvanezca por la abertura. Por la misma razón, al escribir, se abandona lo que a la escritura no sirve, aunque las palabras hayan cumplido, en la ocasión de ser dichas, su primer deber de utilidad: lo esencial queda preservado en esa otra línea interrumpida que es escribir.
Cenamos en Sintra. Estaba ya acordado que yo la llevaría a Santarem. Paseamos un poco por la plaza del Palacio. El tiempo estaba fresco y yo hice el inmemorial gesto masculino: le pasé el brazo por los hombros. Frater-nalmente lo quise poner, y así fue, pero aquello que fraternal no era, tuve consciencia de que pasaba y venía en la película de calor que nos separaba y unía. M. sostuvo con la mano izquierda mi mano derecha que le resguardaba el hombro y así nos encaminamos al coche. Era ya de noche. Cuando salimos de la ciudad, bajo el túnel de los árboles que los faros dibujaban, hoja por hoja, repitió: «Me gusta estar contigo». No creo que se puedan decir mejores palabras a alguien, ni sé de otras que más apetezca oír. ¿Qué debía hacer yo? ¿Meter el coche en un desvío cualquiera, apagar todas las luces, atraerla hacia mí, excitarla, desarreglarle la falda, abrirle la blusa? Pobre aventura. Como si me estuviera leyendo el pensamiento, hojeando designios, M. dijo: «No hay que tener prisa». Y yo le respondí: «No tengo prisa». La carretera ahora era recta y podía acelerar, pero no era ése el viaje al que nos referíamos.
Volvimos a hablar del hermano y de los padres. «El otro día me dijiste que tu trabajo era todo en Santarem. Esa frase no es natural. ¿Qué quiere decir todo?» Ella sonrió: «Tienes buena memoria». «No es mala, pero, en este caso, es aún mejor, porque escribí tu frase palabra por palabra.» M. se quedó callada. Cruzamos un pueblo. Las luces públicas nos daban en el rostro y pasaban. Y cuando nos hundimos de nuevo en la oscuridad del campo, M. empezó a hablar: «Trabajo en el despacho de un abogado. Fuimos a vivir a Santarem por las razones que te he contado ya. Fue allí donde conocí a mi marido. Nos casamos, no nos entendimos, nos separamos. Lo sabes todo. A mis padres les gusta vivir en Santarem. A mí me da lo mismo, aunque Santarem sea una ciudad encogida, estrecha. La hicieron en aquella loma, pero bien podía ser una ciudad grande. Casa por casa, calle por calle, las piedras, es más hermosa de lo que se cree. Pero, la gente, no. En todas partes hay excepciones, y allí también, afortunadamente, pero los horizontes de la gente que vive en Santarem no son los que se ven desde las Portas do Sol. Raramente se habrá visto ciudad más abierta hacia fuera pero que se encierre más en sí». «¿Tus horizontes son los de las Portas do Sol?» «Exactamente: son los de las Portas do Sol.» «¿No quieres explicarte mejor?» Ella se quedó callada otra vez. Luego me miró con atención: le vi los ojos tensos, muy abiertos, iluminados por la luz del tablero del coche. Yo conducía a una velocidad constante, ni lenta ni rápida. M. volvió a mirar la carretera. Y entonces volvió a hablar: «Oye. Te conozco desde hace pocas semanas. De ti sabía sólo la dirección, el nombre y el teléfono. Unas palabras de mi hermano, que me dijo que confiaba en ti. Te conocí, fui a tu casa, hablé de mi vida, nos tuteamos porque es normal, has sido honesto. No me refiero a historias de sexo cuando digo que has sido honesto: es otra cosa, más complicada, que no vale la pena de explicar. Ese tipo de honestidad no abunda por aquí. Me gusta estar contigo, ya te lo he dicho. Lo diré otras veces porque es verdad. Si no estoy equivocada, este conocimiento nuestro puede llegar lejos. Y ahora creo que tiene que ir más lejos de lo que fue. No hablo de sexo». «Lo sé.» Con un gesto rápido me tocó la pierna. Y dijo: «Tengo una actividad política en la región de Santarem. Por eso te dije que todo mi trabajo es en Santarem. Santarem y su término, como se decía antiguamente». «¿Eres del Partido?» «Lo soy.» «¿Y Antonio?» Noté que ella se retraía un poco: «Antonio está en la cárcel. No hay nada más que decir sobre él».
Pasamos unos minutos sin hablar. «Gracias por haberme dicho todo eso. Nada te obligaba a hacerlo.» «Nada me obligaría, a no ser mi voluntad. Por eso no debes agradecérmelo.» «¿Qué trabajo es el tuyo?» Adiviné que se distendía en el asiento, que incluso sonreía: «Nada importante. Yo no soy importante. Contactos con camaradas de algunas aldeas, con organizaciones diversas, un trabajo que no se ve pero que es necesario. Ya he pasado buenos calores, y aguantado chaparrones, pero, sabes, ahora miro esos campos y sé que tengo razón. No te puedo explicar por qué». «Ni lo precisas. También yo he leído mi Marx.» Ella se rió: «No me digas que eres de esos que juran, con la mano alzada, que se han leído El capital de cabo a rabo». «No lo he leído todo, ni juro.» Nos reímos los dos, ella puso el brazo en el respaldo de mi asiento, y yo repetí el gesto que ella hizo en Sintra. Sosteniendo el volante con la mano izquierda, le apreté la mano. Pero surgió una curva cerrada y el volante me exigió la mano libre. «¿Y esa actividad fue el motivo de que te encerraran?» «No. Se trataba de causas visibles, no de éstas. No lograron comprometerme.» «Cuando haga preguntas que no debo, avísame.» «Cuando hagas preguntas que no debas, no te respondo. O llamo a la policía.» Nos reímos otra vez, como dos niños. Esfera milagrosa que viajas llevándome dentro.
«Es duro tu trabajo.» «Sí, a veces. Pero es necesario. Más duro es el de los trabajadores y no se quejan: luchan, siguen luchando. En 1962, cuando la lucha por las ocho horas de trabajo, tenía yo veintisiete años, hacía poco que estaba separada. Entonces no era aún del Partido, pero era como si lo fuese: mi padre es militante antiguo. Sé que tuvo gran actividad en aquella ocasión, principalmente en la zona sur del río: Almeirim, Lamarosa, Coruche, hasta Couço. ¿Has estado en Couço? Quien leyera los diarios de entonces creería que estaba en otro mundo. Aquello fue otro mundo. A ver si me entiendes bien: los trabajadores no anduvieron por ahí mendigando la jornada de ocho horas, no fueron a implorarle al Gobierno la misericordia de no trabajar más de sol a sol. Hay documentos del Partido. En Alcácer do Sal, por ejemplo (es una historia que leí y que nunca olvidaré), fue así: los trabajadores, por su propia decisión, y sin atender las órdenes del capataz, fueron al trabajo a las ocho. A las diez y media, que era la hora antigua para el almuerzo, tocó la campana, pero ellos se hicieron los sordos y siguieron trabajando. Al mediodía lo interrumpieron y se fueron a comer. Volvieron a la una. A las cinco se cumplían las ocho horas de jornada. Pararon el trabajo y se fueron todos a casa. Parece sencillo, ¿verdad? Pero no sabes lo que esto supone, lo que esto exige de consciencia de clase, de organización, de reuniones, de con-versaciones. Sólo se puede valorar estando dentro de las cosas. Y hay otras historias: aquella del propietario de Montemor-o-Novo que cuando le fueron a pedir trabajo dijo: “¿Ya habéis comido lo que ganasteis en las ocho horas? ¡Pues, ahora, a comer paja!”. ¿Y sabes lo que hicieron los trabajadores? Fueron a una propiedad del tipo aquel, le cogieron un borrego, se lo llevaron, y le dejaron un papeclass="underline" “Mientras haya carne, no se come paja”. Pero hubo detenidos, tiros, palizas. Murió gente. Sólo lo sabe bien quien anduvo entonces por allá. Yo hablo de lo que oí y de lo que he leído.» «¿Y hoy?», le pregunté. «Seguimos. Esto es como un río: lleva más agua o lleva menos, pero corre siempre. No nos secamos.» Estaba muy seria, mirando fijamente la carretera. A la derecha brillaba el río. «Por otra parte», dijo, «tenemos la seguridad de que este régimen no va a durar. La tentativa de Caldas da Reinha no va a quedar aislada. Y no estamos parados. Nunca lo hemos estado. El fascismo va a durar poco».