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Nos acercábamos a la ciudad. Yo dije: «Confías en mí. Me has contado todo eso». «Sí. Confío en ti. Y te quiero.» A ciento diez kilómetros de Sintra, paré al fin el coche. Lo aparqué en el arcén, bajo un árbol, oyendo restallar las hojas bajo las ruedas, y luego el silencio. Me volví hacia M. Ella ya me estaba mirando. Repitió: «Sí. Te quiero». La atraje hacia mí. No le abrí la blusa, no le desarreglé la falda. Sólo nos besamos, con un suspiro, y seguimos besándonos hasta que el mundo se llenó de constelaciones. Y yo dije: «Te quiero». Y luego dijimos los dos al mismo tiempo: «Mi amor».

«Mi amor.» Repetir estas dos palabras durante diez páginas, escribirlas ininterrumpidamente, sin descanso, sin ningún claro, primero lentamente, letra a letra, dibujando las tres colinas de la m manuscrita, el lazo flojo de la e como brazos reposando, el profundo lecho de río que en la letra u se excava [6], y luego el asombro o el grito de la a sobre ahora las ondas marinas de otra m, la o que sólo puede ser este único y nuestro sol, y en fin la r hecha casa, o cobertizo, o dosel. Y luego transformar todo este dibujo en un único hilo trémulo, una señal de sismógrafo, porque los miembros se erizan y chocan, mar blanco de la página, toalla luminosa o sábana tendida. «Mi amor», dijiste, y yo lo dije, abriéndote mi puerta toda, y entraste. Abrías mucho los ojos al avanzar hacia mí, para verme mejor o más de mí, y posaste tu bolso en el suelo. Y antes de que yo te besara, dijiste, para que lo pudieses decir serena: «Vengo a quedarme esta noche contigo». No viniste ni pronto ni tarde, viniste a la hora cierta, en el minuto exacto, en el preciso y precioso descansillo del tiempo en el que yo podía esperarte. Entre mis pobres cuadros, rodeados de cosas pintadas y atentas nos desnudamos. Tan fresco tu cuerpo. Ansiosos, y no obstante sin prisa. Y luego, desnudos, nos miramos sin vergüenza, porque el paraíso es estar desnudo y saber. Despacio (sólo despacio podría ser, sólo despacio) nos acercamos, y, ya cerca, de repente unidos, y trémulos. Apretados el uno contra el otro, mi sexo, tu vientre, tus brazos cruzados sobre mi cuello, y nuestras bocas, lenguas, y los dientes, respirándose, alimentándose, hablando sin palabras dichas, en un gemido interminable, como una vibración, letras inarticuladas, pausa. Nos arrodillamos, subimos el primer peldaño, y luego lentamente, como si el aire nos amparase, caíste de espaldas y yo sobre ti, tan desnudos, y luego rodamos desnudos, tú sobre mi cuerpo, tu pecho elástico, y los muslos cubriéndome, y los muslos como alas. Sobre mí nos unimos y rodamos otra vez, yo sobre ti, tu pelo ardiendo, ahora mis manos abiertas sobre el suelo como si sobre los hombros sostuviera el mundo, o el cielo, y en el espacio entre nosotros dos las miradas tensas, luego turbadas, y el rugir de la sangre fluyendo y refluyendo en las venas, en las arterias, latiendo en las sienes, barriendo bajo la piel el cuerpo y el cuerpo. Somos nosotros el sol, las paredes ruedan, los libros, los cuadros, Marte, Júpiter, Saturno, Venus, el minúsculo Plutón, la Tierra. He ahí ahora el mar, no mar largo y océano, sino la ola desde el fondo apretada entre dos paredes de coral y subiendo, subiendo hasta estallar en espuma, chorreante. Murmullo o secreto de aguas derramadas sobre los musgos. La oleada retrocede hacia el misterio de las fosas submarinas, y tú dijiste: «Mi amor». Alrededor del sol, los planetas vuelven a su grave, lenta caminata, y nosotros que estamos lejos los vemos ahora parados, otra vez cuadros y libros, y paredes en vez de cielo profundo. Es de noche otra vez. Te levanto del suelo, desnuda. Te apoyas en mi hombro y pisas el mismo suelo que yo. Mira, son nuestros pies, herencia enigmática, plantas que dibujan, ellas, el poco espacio que ocupamos en el mundo. Estamos en el marco de la puerta. ¿Sientes la película invisible que hay que romper, el himen de las casas, desgarrado y renovado? Dentro hay un cuarto. No te prometo el cielo claro y las nubes lentas de Magritte. Estamos los dos húmedos como si hubiéramos salido del mar y entramos como en una caverna donde la oscuridad se siente en el rostro. Una pequeña luz apenas. Cuanto baste para verte y para que me veas. Te acuesto en la cama, y tú abres los brazos y planeas sobre la página blanca. Me inclino sobre ti, es tu cuerpo que respira, falda de montaña y fuente. Tienes los ojos abiertos, tienes los ojos abiertos siempre, pozos de miel luminosa. Y tus cabellos arden, campo de trigo maduro. Digo «mi amor» y tus manos descienden sobre mí desde la nuca a la raíz de la columna. Hay en mi cuerpo una antorcha. Se abren otra vez, alas, tus muslos. Y suspiras. Te conozco, reconozco donde estoy: mi boca se abre sobre tu hombro, mis brazos en cruz acompañan a tus brazos hasta los dedos clavados con una fuerza que no es nuestra. Como dos corazones, nuestros vientres laten. Gritaste, amor mío. Es todo el cielo el que grita sobre nosotros, parece que todo va a morir. Ya soltamos las manos, ya ellas se perdieron y encontraron, en las nucas, el pelo, y ahora abrazados esperamos la muerte que se acerca. Te estremeces. Me estremezco. Nos vemos sacudidos de la cabeza a los pies, y nos agarramos al borde de la caída. No se puede evitar. El mar ha entrado ahora mismo, nos hace rodar sobre esta playa blanca, o esta página, revienta sobre nosotros. Gritamos, sofocados. Y yo dije «mi amor». Duermes, desnuda, bajo la primera luz de la mañana, veo tu seno recortado en el contraluz de la impalpable película de la puerta. Despacio, poso mi mano en tu vientre. Y respiro, sosegado.

Tiene ya destino la tela que he puesto en el caballete. Para el retrato de M. es aún pronto, pero ha llegado mi tiempo. Maduró la tela (bajo el aire y la luz del taller), maduró, si puede, el espejo (deslucido por el tiempo), maduré yo (este rostro marcado, esta tela, este otro espejo). Me miro en la superficie pulida, aún cerrados los tubos, secos los pinceles que desde hace semanas se cubren de polvo. Me miro al espejo, no distraído, no de paso, sino atento, evaluando, midiendo la profundidad del golpe que voy a dar. Un pincel, señores (no me dirijo a nadie en particular, es una manera de decir, un poco retórica, como otras veces me aconteció en esta escritura), un pincel es algo así como un bisturí. No es un bisturí, pero sí algo parecido a un bisturí. Sirve para levantar, delicadamente o desgarrando, la piel de los señores de la Lapa, por ejemplo, y saber quién hay debajo. Me sirvió para injertar piel sobre piel, como ya abundantemente he explicado antes, y esa operación creo haberla hecho, en veinte años de mi vida artística (no hay otra manera de designarla), unas ochenta veces. En esta otra cirugía plástica, creo no haber quedado muy por detrás de los especialistas: en ningún caso quedaron a la vista las costuras, las cicatrices, los contornos, la señal de los injertos. Temo que después de apearme de los clavos o escápulas en que me colgaron, no van a encontrar fácil sustitución: los Maltas se van acabando, si es que no era yo precisamente el último. Y ahora me retiro. Dibujo proyectos de embalajes, introduzco el suplemento de arte en las campañas de publicidad y, cautelosamente, pregunto al copy-writer celoso de su literatura si está de acuerdo en desplazar a la derecha su frase, en beneficio de una línea mía que necesita desahogo. Estoy, pues, en el intervalo. Es el tiempo de colocar en una tela ese rostro entero, de ojos y de lo que ven a su alrededor los ojos en el espejo, todas esas líneas y planos que de una manera u otra convergen siempre hacia los puntos de fuga que son las pupilas. Sobre todo porque hay otra razón. Esta escritura va a terminar. Duró el tiempo preciso para que acabara un hombre y empezara otro. Importaba que quedara registrado el rostro que aún es y se apuntasen las primeras facciones del que nace. Fue un desafío la escritura. Otro desafío hago aún, pero en mi terreno verdadero: que sea capaz de poner en esta tela lo mismo que quedó en estas páginas. La pintura debe servir, al menos, para eso. No pido más: pido mucho. Otros (Piero della Francesca, Mantegna, Miguel Ángel, Leonardo, el Bosco, Pieter Bruegel, Luca Signorelli, Paolo Ucello, Matis Grünewald, Van Eyck, Goya, Velázquez, Rembrandt, Giotto, Picasso, Van Gogh, y tantos) pusieron en la pintura todo. Que yo (H.) ponga este poco. No sé cuánto voy a tardar en acabar este autorretrato. Aprendí, de una vez para siempre, a no tener prisa. La primera lección me la dio la escritura. Luego M. vino a confirmarlo todo y a enseñarme de nuevo. ¿Tendrá también el retrato que mostrar ese rostro de hombre aprendiz? No anticipemos. Es de la tierra de hoy de lo que se trata, y del trigo de mañana. Mañana este espejo estará partido, hoy es su tiempo y el mío.