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Al volverme descubro a la secretaria Olga (así se llamará cuando diga su nombre) a medio camino. Estoy sentado porque tropiezo en un cenicero de pie alto y tengo que hacer algunos gestos inútiles pero indispensables para acer-carme a la secretaria Olga con el aplomo de la mano a la altura de la mano y la voz con respuesta inmediata. Oigo lo que ella me dice, mientras danzo en la cuerda oscilante de lo inesperado, que el señor S. no está, que tuvo que salir por un asunto urgente e inaplazable, que pide, naturalmente, perdón, y, claro, ella, su secretaria Olga, está allí a mi disposición para acompañarme a la sala de juntas y darme todas las explicaciones necesarias que estén a su alcance. Estrecho su mano evidentemente blanda y perfumada y digo «muy bien no tiene importancia sólo es un minuto». La secretaria Olga, aunque me mire de frente, no oculta su curiosidad. Tampoco esconde o procura esconder la decep-ción. Imagino que imaginaba de otra manera a los pintores: pero ella no sabe que sólo soy un pintor académico (¿sabrá siquiera lo que es un pintor acadé-mico?) que viste a la moda común y que podía estar, él-yo, con los brazos abiertos hacia el vacío buscando una ficha con la mano izquierda y sostenien-do en la mano derecha, para ser al fin en algo diferente, una verdadera pega (ave corvídea que, como el loro, tiene facilidad para imitar la voz humana). Vamos imitando los dos la voz humana mientras salimos de la sala de espera y recorremos, hacia el otro lado, un ancho pasillo donde, a la izquierda, tres amplias puertas barnizadas dan a la sala del consejo de administración, como en la segunda veo, cuando la secretaria Olga, con un gracioso movimiento de la muñeca que el ondular de los hombros acompaña, gira el pomo y entra. Me detengo una décima de segundo en el umbral, como hacemos todos para demostrar que no somos unos maleducados (la buena educación es, en muchos casos, simple cuestión de una décima de segundo y a veces aún menos), y entro discretamente mientras la secretaria Olga enciende luces generosas, como si me estuviera haciendo los honores de su propia casa. Le doy la razón: realmente, nada es nuestra propiedad, pero conviene que mostremos confianza y displicencia cuando usamos cualquier cosa que en mayor grado pertenece a otros que a nosotros, porque siempre hay quien tenga menos. Si voy al cine, al teatro, a un concierto, sé que la silla en que me siento no me pertenece, pero me comporto como si fuera aquél mi verdadero lugar en el mundo, el lugar por el que tanto he luchado y trabajado.

Lo primero que me fascina es la mesa (nada más me fascinará, pero habiéndome fascinado ella, supuse que otras fascinaciones vendrían después): es enorme, brillante, oscura como basalto, parece una ancha piscina de agua negra o de mercurio. No hay nada encima: ni una carpeta, ni un tintero, ni un bloc de papel, ni un secante simbólico. Las sillas, once, son todas iguales, excepto la de la cabecera de la mesa, a la izquierda, que tiene el respaldo un palmo más alto. Están tapizadas de rojo (tejido rico) y tienen clavos abun-dantes de color dorado. La secretaria Olga, como si encontrara insuficiente la luz y alarmante mi silencio, corrió ostensiblemente los cortinones. Dejé de mirar la mesa y la observé (verbo que significa casi lo mismo, pero que soslaya la aborrecida repetición, daño mayor para el estilo según dicen): no está mal esta secretaria Olga: aunque demasiado alta para mi gusto (¿pero qué tiene que ver aquí mi gusto?), y también angulosa, pero con planta. Pisa bien el suelo que la sustenta, y tiene en pierna y cadera aquella curva intraducible que los franceses llaman galbe. La veo avanzar ahora hacia mí, súbitamente consciente de que la examino, haciendo oscilar el pecho y moviendo la cabeza, una vez sólo, para que los cabellos sueltos se coloquen en el lugar de los hombros que el espejo indicó como único exacto. Tengo que sonreír por lo que estoy viendo, la sonrisa un poco nerviosa, la sonrisa de quien, como yo, amando mucho a las mujeres siempre empieza por temerlas, pero modifico la sonrisa con las palabras y las digo delimitadas por aquel rectángulo de la sala y no sueltas como sueltos venían los senos y libres los muslos.

Ella me indica el extremo de la sala opuesto a la silla del presidente. La sigo, divirtiéndome conmigo mismo, escudriñándola, pero odiándola por el movimiento de las caderas que no disiparán nunca, apaciguándola, esta nube negra que se me forma en el centro del cuerpo y que es, en mis sensaciones, la figuración del deseo sexual. Me detengo a su lado. «El marco es éste», me dice, y se queda mirando el vacío como si me invitara a acompañarla en la contemplación. Me doy cuenta de que el retrato de al lado es el del padre de S. y que más allá están el tío y el fundador de la empresa. Me acerco a una de las ventanas: da a un jardín inesperado, bruscamente verde y luminoso. Miro otra vez alrededor, le pido a la secretaria Olga que apague las luces y que abra todas las ventanas, que cierre todas las ventanas y encienda las luces, que apague unas y abra otras, que encienda otras y apague unas. Me divierto un poco, ejerzo mi pequeño oficio de brujo, e inquieto a la secretaria Olga, le hago perder los nervios, respira ahora más agitadamente, soy una especie de hipnotizador capaz de tumbarla sobre la mesa con un simple gesto para poseerla lentamente, pensando en otras cosas, tal vez en el color verde del jardín, tal vez en aquella estrecha franja de luz posada en el reborde del marco. Y tendré el poco cuidado suficiente para dejar en el brillo de la mesa, al retirarme, un hilillo indicador, como una cicatriz blanca, en relieve, en cuyo interior se agitan mis hijos frustrados.