La secretaria Olga está erguida a mi lado, muy compuesta, un poco yerta, como si realmente hubiera intentado violarla y ella, por respeto a sus jefes, no hubiera querido escándalos. Vuelvo a sonreír y le pregunto qué dimensiones tiene el marco. Se ruboriza y dice que no lo sabe. Le pido que me llame a casa al día siguiente dándome esa indicación indispensable: le explico que tendré que comprar la tela del tamaño adecuado. Ella lo entiende, pero vuelve a ruborizarse y, mientras yo me acerco otra vez a la ventana para ver el jardín, se dirige a la puerta, adrede, para darme a entender que la razón de mi visita se ha agotado. Y mientras nos alejamos por el pasillo hasta el principio de las escaleras, me va hablando del ingeniero señor S. y dice que estará en la empresa al día siguiente por la mañana y que ella nos pondrá en contacto para concertar la primera sesión de pose. Respondo como corresponde y nos despe-dimos secamente: no consigo entender por qué, aunque reconozca esa misma sequedad en mí mientras bajo las escaleras y veo el relampaguear de la puerta giratoria enfrente. Busco en el enorme vestíbulo al hombre de los papeles. Ahí está: abre y cierra los brazos como si estuviera ahogándose metódicamente, entre fichas amarillas y papeles verdes, al tiempo que una pega grazna ante él e intenta aprender a hablar.
Salí del Senatus Populusque Romanus y me fui a casa. Me senté ante el caballete vacío, a leer. Buscaba adrede los escritos de Leonardo da Vinci. Y, de regla en regla, leí lo que ya tantas veces había leído: «Ve bien, pintor, cuál es la parte más fea de tu cuerpo y concentra en ella tus estudios para corregirte. Porque, si eres brutal, tus figuras lo parecerán también y no tendrán espíritu; y, de este modo, todo cuanto hay en ti de bueno o de malo se trans-parentará de algún modo en tus figuras». Era ya hora de cenar. Posé el libro en la mano tendida de un San Antonio que había perdido al Niño Jesús, y salí. Cultivo la firme convicción de que este santo no pierde la ocasión, que así le proporciono, de mejorar sus conocimientos con las lecturas de su después: lo descubrí cuando me pareció verle ruborizado y desconcertado un día en que dejé en su palma un libro demasiado atrevido para su pureza. Mejor lectura le dejaba hoy. Muerto, según la historia dice, en 1231, no imaginaría quizá San Antonio que se pudiera ser tan pecador como sería Leonardo. Ni tan absurda-mente humano.
Tres días después tuvo lugar la primera sesión. Todo se concertó a través de la secretaria Olga (es impropio decir a través, lo correcto sería decir por medio de), porque, en contra de lo que ella me afirmara, S. no fue a la SPQR al día siguiente, o habiendo ido no quiso perder el tiempo conmigo. Como no tengo criada ni secretaria ni botones, abrí yo la puerta cuando él llamó: mis clientes suelen encontrar «interesante» que vaya a abrir yo mismo, sin ceremonia, embutido en una especie de guardapolvo que es el compromiso entre una camisa amplia y suelta y el viejo blusón de los «artistas». La verdad es que son unos pobres tontos que nada saben del arte y creen que van a encontrarlo aquí, sólo porque hay telas por el suelo, cuadros y dibujos clavados al azar en las paredes y alguna suciedad, mantenida en los rigurosos límites que la convierten en un atractivo más a los ojos pasmados de quien nunca ha visto más arte ni otro modo de vivirlo. Mi vida es una impostura organizada discre-tamente: como no me dejo tentar por exageraciones, me queda siempre un margen seguro de retroceso, una zona de indeterminación donde fácilmente puedo parecer distraído, desatento, y, sobre todo, nada calculador. Todas las cartas del juego están en mi mano, hasta cuando no conozco el triunfo: es cierto que poco gano cuando gano, pero también son mínimas las pérdidas. No hay grandes y dramáticos lances en mi vida.
Hice entrar a S. al taller. Parecía encontrarse a gusto, como si conociera todos los rincones de la casa (sólo estuvo una vez, para hacer el encargo) y me preguntó en seguida, quizá con excesiva precipitación, dónde quería que se sentase. Lo noté nervioso entonces. ¿Le habría contado la secretaria Olga to-das aquellas maniobras de abrir y cerrar ventanas y luces en la sala del consejo? ¿Sería tan imbécil que se intimidaba ante todo aquel aparato, descrito además por tercera persona? ¿O querría sólo marcar distancias, mostrar las diferencias de sustancia existentes entre su tiempo y mi tiempo? ¿Desearía acentuar que entre el gerente de empresa y el artista-pintor nada hay en común, salvo el rostro que se deja prestar a X por hora (con la singularidad, claro, de que, en este caso, quien presta paga lo que presta)?
Le indiqué la silla grande usada para estas circunstancias, de respaldo vertical, que tengo cuidado de cambiar de retrato en retrato, para que al menos no se repitan las sillas, pues sé a ciencia cierta que mis retratados no iban a tolerar esa repetición: más fácilmente aceptarían verse parecidos unos a otros que verse sentados en un mueble compartido. Inseguro, sospechando tal vez que se sentaba demasiado pronto, S. se instaló y quedó a la espera. Cruzó la pierna, señal que conozco muy bien, y la descruzó en seguida. Le dije que se pusiera a gusto, sin preocupaciones de pose: de momento deseaba hacer unos esbozos al carbón, rápidos, sólo para conocerle el rostro, los movimientos de los ojos, la palpitación de las aletas de la nariz, el gesto de la boca, el peso del mentón. No me gusta hablar mientras trabajo, pero tengo que ajustarme al cliente que paga, ser un poco, mientras dura el retrato, la horma de su pie. Por eso me obligo a hablar, pero no he aprendido aún a hacerlo con naturalidad: me niego a charlas sobre el tiempo, no puedo hacer preguntas indiscretas o cuyo grado de indiscreción sólo sepa demasiado tarde, y, con los años, aprendí a iniciar estas conversaciones siempre de la misma manera, melindrosa, por otra parte: si es éste su primer retrato. No insisto, y mucho menos si me responden que no, que no es el primer retrato: resbalaría con facilidad, o podría si quisiera, resbalar hacia apreciaciones despreciativas en las que, naturalmente, pasado el momento del acuerdo mutuo (si a él se llega), acabaría yo por hacer figura pública de mal colega en el oficio. En el caso de S., sabía que no arriesgaba nada. Si hubiese habido antes otro retrato, la secretaria Olga me lo habría dicho, sin duda, bien para vejarme, bien para lisonjearme. Hasta sin esta garantía el riesgo era nulo: S. no era el tipo de hombre que busca las satisfacciones banales de un retrato al óleo. Excelentemente bronceado, todo por igual, sin nada que recordase la triste cara de la gente vulgar cuando la piel empieza a caerse después del resplandor del primer golpe de sol, S. había enmendado lo que me pareció nerviosismo a la entrada, ahora que yo ocupaba el lugar del trabajador y trazaba en el papel las órdenes que de su rostro venían. No creo que pensara en esto entonces. Es ahora, reflexionando (tengo que reflexionar ahora sobre todo, antes de abandonar la mano en esta escritura ininterrumpida), cuando descubro las razones de la súbita serenidad de S.: nuestras relaciones se habían definido tras la perturbación inicial, y el mundo estaba evidentemente ordenado en su lugar propio. No respondió a mi pre-gunta, e hizo otra cosa con la que suponía mostrar interés suficiente en los precisos términos de un paternalismo otras veces empleado: si hacía mucho tiempo que yo pintaba. Desde que tengo memoria, respondí. No creo haber hecho nada más antes, añadí. Claro que era mentira, pero es una frase intere-sante, que halaga a quien la dice y agrada a quien la oye. Puede ser pretexto para un buen diálogo sobre la controvertida cuestión de las vocaciones (¿nace uno artista, o se hace artista?, ¿es el arte un misterio inefable o un minucioso aprendizaje?, ¿serán realmente locos los revolucionarios del arte?, ¿realmente se cortó Van Gogh la oreja?, ¿tienen los primitivos verdadero horror al vacío? Y el Greco, ¿tenía el Greco algún defecto visual? Picasso, al contrario, tenía una constante lucidez «implacable», ¿no opinaba yo lo mismo?, ¿qué me parecía Columbano?), pero S. hizo como que no había oído y me preguntó si podía echarles un vistazo a los esbozos. Naturalmente, el patrón quería cono-cer el rendimiento del empleado. Le pasé las hojas, que él miró rápidamente, asintiendo con la cabeza con más vigor de lo que la situación justificaba, y me las devolvió en seguida. Lo castigué un tiempo por su impertinencia, conser-vando los dibujos en la mano, sin mirarlos, sin mirarlo a él, mostrándole así que había cometido un error, que habían sido infringidas las reglas de la buena relación entre el pintor y su modelo. El dibujo es sagrado, ¿no lo sabía? No puede ser mirado sin licencia, y no siempre la licencia es suficiente para mirarlo, ¿no lo sabía? Dejé al lado las hojas y dije que por ese día no necesitaba más. Que me gustaría que nos pusiéramos de acuerdo para la próxi-ma sesión, para no tener (ambos) que perder el tiempo con intermediarios. Dije estas palabras con una seguridad algo hostil, acentué la palabra «interme-diarios» porque en aquel mismo instante tuve la certeza (asentada en millares de chistes ilustrados de todo el mundo) de que S. mantenía o había mantenido relaciones sexuales con la secretaria Olga, entendiéndose por relaciones sexuales todo aquello que pasa en una cama, o en lo que ocasionalmente la sustituye y que puede ser su propia ausencia, entre dos o más personas de sexo diferente, o del mismo sexo, que deciden investigar con cualquier parte de su cuerpo el sexo del otro. También con brusquedad propuso S. el día de la sesión siguiente, y yo moderé el tono, seguro y cierto (por la misma brus-quedad) de que no había ya relaciones (sexuales) con la secretaria Olga. Lo acompañé a la puerta. Tácitamente acordamos no darnos la mano al despe-dirnos. Lo oí bajar con rapidez mi empinada escalera, y al cabo de unos momentos oí también el arranque del coche poderoso calle arriba: no necesité acercarme a la ventana para saber que era de él el aviso que me llegaba por los aires. ¿Irritado aún? ¿O irónico ya? ¿Tan pronto había tenido fin mi reino? ¿Tan deprisa se había deshecho el prestigio, el aura, el mira-qué-distinto soy? ¿Qué cosas diría él, qué ácidos comentarios entre risas, durante el dictado de las cartas a la secretaria Olga? Al hablar de mí ¿dirían H., o el tipo ese del cuadro? ¿Cómo hablan de nosotros realmente los demás? ¿Qué, somos para los otros? ¿Qué somos para nosotros?