Tomé de nuevo los esbozos, los estudié en frío, los dejé al lado. Era un rostro que no me planteaba dificultades: regular y común, como un anuncio bien concebido. Una boca donde excelentemente se implantaría una pipa, unos ojos para entornarlos bajo el viento de la plaza, el pelo para que el mismo viento lo despeine o unos dedos femeninos, de uñas largas y pintadas, se enreden con la sabida voluptuosidad de tanto por línea. Miré por la ventana el cielo blanco del atardecer y pensé que estaba solo. Con un gin-tonic helado y aromático en la mano, me recosté en el diván castigado del taller y fui bebiendo sin prisa. Dejé encendida la luz de la cocina, pero no me levanté a apagarla. ¿Habría cerrado la puerta del frigorífico? El reloj dio las horas (en el trabajo no uso reloj de pulsera): pensé que Adelina ya estaría en casa. Me levanté del diván, fui al cuarto donde tengo el teléfono, y, cuando ella se puso, la invité rápidamente a cenar y al cine. Aceptó en seguida. Acepta siempre.
Hacía apenas seis meses que conocía a Adelina. Es decir: la conocía al menos desde hacía dos años, pero me acuesto con ella (para relaciones sexuales, claro) desde hace seis meses. Todo había empezado de la manera habituaclass="underline" unos amigos que vinieron después de cenar a pasar un rato. Adelina con ellos, amiga no reciente, las horas transcurren, al fin se fueron todos menos Adelina, por idea suya o silenciosa insistencia mía, y cuando nos quedamos solos encontramos los dos que ya había pasado suficiente tiempo, hay que ver lo que son las cosas, y ella se quedó y durmió el resto de la noche que sobró de nuestras relaciones (sexuales). Fue la única vez que pasó la noche en mi cama. Vive su madre y vive con ella, y la madre no le hace muchas preguntas si vuelve a casa antes de que los faroles se apaguen, pero la noche entera le parece mal. Y Adelina me dice que no quiere darle ese disgusto. En cuanto a mí, hago callados votos para que la buena señora no cambie de opinión, pero lanzo de vez en cuando, para alimentar el fuego, una escena de exigencia a la pobre Adelina, dividida entre el amante impostor y una madre que ha desistido de todo menos de su pequeña autoridad de portero de noche. Hasta hoy, el triángulo ha funcionado a la perfección.
Si quiero hablar de S., visto que el objetivo de esta investigación es encontrar lo que se perdió entre el primero y el segundo retrato, o lo que ya estaba perdido desde siempre (lo que en mí ha estado desde siempre perdido) tengo que interrogarme sobre el significado de esta forma de complacencia que es hablar de Adelina cuando no se trata de Adelina. Tal vez, sin embargo, no deba ser conveniente hacer el inventario de las fuerzas y de las debilidades de alguien, para luchar contra ése o como simple registro estadístico, sin hacer balance previo de las nuestras propias, y en esa ponderación será imposible ignorar aquellas que, a fin de cuentas, pesan en nosotros como bolas de plomo arrastradas en el rodar de un cilindro, en realidad movido por otra fuerza, pero en cuyo movimiento las mismas bolas actúan sin que el cilindro lo note y sin que la fuerza efectiva lo sospeche. La pobre Adelina, como me divierto llamándola para mí mismo, es mucho menos «pobre» de lo que digo: se acuesta conmigo, consiente y exige que yo entre en ella (esa virtuosa trans-posición resulta de una obscenidad total, pues, literalmente, entrar en ella significa que me he reducido todo yo a una dimensión milimétrica, que me permitiría digresar [preferiría que se pudiera decir digredir] en su interior, o, por el contrario, que ese mismo interior ha alcanzado un tamaño de catedral, basílica de San Pedro, iglesia de Notre-Dame, gruta dorada y verde de Aracena, por donde paseo [penetro] en mi natural tamaño, resbalando en los humores, en las secreciones, reposando en las mucosas túrgidas, y avanzando siempre hasta el secreto del universo, al laboratorio de los ovarios, al estentor de las trompas [mudas] de Falopio, respirando los aromas primordiales de la tierra allí resguardos y en todos los sexos de mujer, ahora ya sin obscenidad, porque el sexo no es obsceno, esto es algo que sé hoy), y por causa de ese entrar en ella, y ella estar, sin verdaderamente quererlo mi voluntad, en la vida general en la que yo tengo parte y ella parte, y ambos en un realce común, en una cornisa estrechísima de Chartres, no puedo decir «pobre Adelina» ni olvidarla. En el interior de ella derramo cada vez millones de espermatozoides de antemano condenados a muerte, envueltos en un fluido pastoso que sale de mí a sacudidas, y hasta sin amarla yo a ella ni ella a mí, ninguno de los dos escapa al brevísimo momento en que los cuerpos lasos y satisfechos reposan, el mío casi siempre sobre el de ella, el de ella a veces sobre el mío, y también sobre el otro o uno de nosotros que soporta el peso del otro. Al fin del acto sexual (también llamado acto del amor), el cuerpo de abajo pesa sobre el de encima, y quien no haya descubierto esto nunca es que no tiene cuerpo ni sexo ni consciencia de sí. Dos veces ejerce entonces la fuerza de gravedad, no para anularse sino para ser total la opresión. Porque la levitación de los cuerpos no es posible cuando el sexo del hombre aún está profundamente anclado en el sexo de la mujer, derramando o habiendo derramado la blanca secreción de los testículos y bañándose entre las paredes rubras o rosadas, y ardientes, al tiem-po que la remotísima tristeza del coito cubre de velos el cerebro y disgrega uno a uno los miembros abandonados.