Sabemos ambos, Adelina y yo, que un día cualquiera acabaremos esta relación: sólo la inercia la hace durar todavía. No soy, evidentemente, el primer hombre de su vida: tuvo varios, a algunos los conozco y le hablan como amigos, porque no la amaron ni ella los amó, tal como le hablaré yo cuando suframos ambos el pequeño disgusto de separarnos. Y tal vez ella venga a mi casa cuando otra Adelina esté aquí para acostarse conmigo más tarde, y tal vez ella salga con otro hombre con el que va a acostarse, y estaremos después lejos el uno del otro, haciendo los gestos que ambos conocemos sobre el cuerpo de otros, sin recordarlo siquiera, pero tan absortos en el nuevo sexo o entonces distraídos de él que ninguna memoria común nos llega, y si llegara sería puro pensamiento, hecho de otra vida o incluso de persona diferente. Por eso estoy tan seguro de esta mi sencilla verdad: el yo de este instante preciso es fundamentalmente diferente del que era un segundo antes, algunas veces lo contrario, pero, sin duda, siempre, otro. Por eso es tan verdad para mí que el pasado es algo muerto (es insuficiente decir sólo: está muerto). Las mujeres que tuve hasta hoy están muertas, y tanto más muertas cuanto más las amé. A ninguna de ellas amé lo suficiente para que yo mismo muriera de algún modo en la muerte de ellas.
Relaciones como ésta tienen la excelencia de su serenidad. Valen mien-tras el deber de fidelidad mutua no resulta pesado, y estaban ya acabadas cuando ese tácito deber fue infringido. Nada se pierde ni nada se complica si el juego es franco: sólo los matrimonios burgueses se traicionan, sólo los certificados de matrimonio son jaulas de locos furiosos y selva primitiva poblada de dinosaurios sin cerebro. Cuando Adelina se vaya, o yo le diga que se vaya, o ambos nos miremos súbitamente indiferentes, una hora de tiempo se asentará sin un rumor sobre otra hora de tiempo, y el mundo estará preparado para nacer de nuevo. Y si la separación fuera aquí, en mi casa, me quedaré oyendo sus pasos al bajar la escalera sonora, cada vez menos nítidos, cada vez más lejos, y tal vez una vecina de las que la conocen y dan la situación por definitiva le diga «Buenas tardes, hasta mañana», y sólo yo sepa, y también Adelina, que no habrá mañana: en cuanto a la tarde, si lo pensamos bien, es tan buena como cualquier otra. Sabiendo también uno y otro que diremos a nuestra vez «Buenas tardes, hasta mañana», cuando volvamos a encontrarnos, sin deseo del cuerpo o sólo vagamente resucitándolo al azar de una mirada inadvertida, de un contacto fortuito, de un poco más de alcohol en la cabeza. Muerto estará todo entonces, pero, mortificados nosotros, no. No hay otra diferencia.
Adelina es dieciocho años más joven que yo. Tiene un buen cuerpo, vien-tre hermosísimo por fuera y por dentro, una excelente máquina de fornicar, y una manera de ser inteligente que me gusta. No es ningún águila, dicen los amigos, pero nunca cayó por no saber volar. Dirige o es la dueña (nunca me interesó saberlo) de una boutique, y se gana bien la vida. No vive a mi costa, más vale así. Parece satisfecha con la vida que lleva conmigo, un poco libre, un poco ajena, aunque esté siempre disponible para acompañarme, y yo sospeche que no le desagradaría una intimidad más constante. Doy como justificación mi trabajo, que ella tiene el buen gusto de considerar tarea como cualquier otra, pues sabe de artes lo bastante para hacer la distinción. Gracias a ese buen gusto y buen sentido y a la estima que evidentemente me tiene, podemos hablar de pintura sin que yo parezca estar en causa, con la misma naturalidad con que hablaríamos de astronáutica, sin ser yo Laika ni ella Van Braun, o viceversa. Pese a todo, ese mismo silencio me ofende remotamente: nada de lo que yo hago le importa, ni los cuadros, que no le gustan, ni el dinero, que no necesita. La verdad es que, entre nosotros, el único lugar de encuentro honesto es la cama: ni yo soy pintor ni ella es la dueña de la boutique: en cuanto a la inteligencia, bastaría la de los dos sexos y ésos saben lo que hacen.
Hasta unos quince días más tarde no me explicó S. la razón de este retrato, tan en contradicción con sus gustos y actitudes de hombre de su tiempo. Nunca les pregunto a mis clientes el motivo por el que han decidido retratarse de esta primitiva manera: si lo hiciera, daría la impresión de que yo mismo estimo en poco el trabajo que me permite vivir. Tengo que actuar (y así lo he hecho siempre) como si el retrato al óleo fuese la confirmación de una vida, su coronación, su triunfo, y por eso mismo aceptara la fatalidad de una rareza que resultaba del hecho propio y comprobado de que el triunfo elige a muy pocos. Preguntar sería poner en duda el derecho de esos pocos a un retrato tan parti-cular, cuando tal derecho les es conferido, en pura lógica, por el abundante dinero con que lo pagan y por los lugares preciosos que eligen para colgar el resultado de un trabajo sólo por ellos apreciado en la medida en que a sí mismos se aprecian. Algunas veces he reflexionado sobre el cuidado con que se instalan proyectores para valorar los retratos, como pequeños soles exclu-sivamente creados para iluminar un solo planeta desde un cierto ángulo: hay una luz difusa que baña toda la superficie, mansa luz crepuscular que nada apaga pero nada hace sobresalir, y hay la luz preferente que nimba los rostros, los hace resplandecer enteros, en busca de un espíritu inexistente o cubierto de capas imposibles de traducir en la pintura. Ante los cuadros iluminados así, es de rigor detenerse, tan vacíos nosotros de ideas como de significado la pintura, participando todo de la misma complicidad, de la misma connivencia, de una hipocresía igual. En esas ocasiones me avergüenzo realmente de mi profesión: vivir de la mentira, usada como verdad y justificada con el indiscutible nom-bre de arte puede, en ciertos momentos, resultar insoportable. Quien menos desprecio merece es el retratado, que la ingenuidad fundamental de la inten-ción, en último análisis, disculpa. Hablo del retrato que hago, de los retratos que veo hechos y que podrían haber sido firmados por mí: no hablo, por ejemplo, del retrato de Federico de Montefeltro que Piero della Francesca pintó y que está en Florencia. En este mismo instante me puedo levantar de la silla, buscar entre mis libros y ver una vez más aquel perfil de hombre maduro, convictamente feo e indiferente a ello, con su nariz en forma de caballete, y al fondo un paisaje imponderable que sé que es la verdadera Toscana. Y, habiendo visto (o no queriendo ver ahora), se me entorpecen los dedos con este gran frío llamado desánimo, arrepentimiento o derrota, donde queda aún todo el espacio de un infinito campo de hielo sin nombre. Transfiero la refle-xión a los nombres del modelo y del pintor, y me pongo a saborearlos, a dividirlos entre los dientes, en pequeños mordiscos, a traducirlos para cono-cerlos mejor o para perderlos definitivamente: Federico de Montefeltro casi sin mudanza, y Pedro de la Francisca o de los Franciscos, pobre diablo hijo de un zapatero, tal vez de madre Francisca, que, viejo y ciego ya, se dejaba llevar de la mano de un chiquillo llamado Marco di Longaro, que diríamos que nació sólo para esto, pues no quedaron de él ni los faroles que de adulto fabricó para ganarse la vida. Y yo, que no dejo faroles ni aprendí a llevarme de mi propia mano, pregunto para qué sirven los ojos.
Cuando S. me dijo, riendo, que el retrato se pintaba por decisión del con-sejo de administración, voluntad de la madre y condescendencia suya, me quedé inmóvil ante el caballete, con el brazo erguido y suspenso, viendo en la punta del pincel moverse lentamente el pigmento, víscera líquida cortada de repente de su raíz, pero palpitante aún, como una cola de lagartija o la mitad sobrante de una lombriz. Detesté a S. por hacerme sentir tan desgraciado, tan irremediablemente inútil, tan pintor sin pintura, y la pincelada que al fin apliqué en la tela fue, en verdad, la primera pincelada del segundo retrato. Todos soñamos alguna vez con salvar a alguien de morir ahogado, y yo, tras bracear lo mejor que sabía, tenía en los brazos un muñeco de plástico con una carátula burlesca y el mecanismo inferior de un zurriagazo. No fue entonces cuando supe la historia del retrato del padre de S.: la noción del ridículo del caso le impediría relatarlo. Y no es verdad que, como antes he descrito, me hubiera quedado yo mezclando caritativamente las pinturas en la paleta mientras oía: eso fue después, y no caritativamente, o apenas con la caridad no consciente de quien adivinaba que iba a intentar un desquite, cualquiera que fuese. Pintor, sólo los medios de la pintura estaban a mi alcance, y así nació el segundo retrato. Tal vez mi silencio irritara a S. y se hubiera vuelto contra él como un arma que yo no manejaba: su desprecio indulgente se transformó en animosidad que pasó a transparentarse en todo momento. Por eso, sin duda, las sesiones se fueron espaciando. El primer retrato apenas avanzaba, a la espera, se diría, del segundo, pintado con otros colores, otros gestos, y sin respeto, porque lo determinaba la rabia, porque el dinero no lo paralizaba. Suponía aún yo entonces que el oficio de pintar me bastaría para la pequeña victoria de una reconciliación conmigo mismo.