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La Odisea refiere que las sirenas atraían y perdían

a los navegantes y que Ulises, para oír su canto y no

perecer, tapó con cera los oídos de los remeros y

y ordenó que lo sujetaran al mástil. Para tentarlo, las

sirenas le ofrecieron el conocimiento de todas las cosas del mundo:

Nadie ha pasado por aquí en su negro bajel, sin haber escuchado de nuestra boca la voz dulce como el panal, y haberse regocijado con ella y haber proseguido más sabio… Porque sabemos todas las cosas: cuantos afanes padecieron argivos y troyanos en la ancha Tróada por de-terminación de los dioses, y sabemos cuanto sucederá en la Élerra fecunda (Odisea, XII).

Una tradición recogida por el mitólogo Apolodoro, en su Biblioteca, narra que Orfeo, desde la nave de los argonautas, cantó con más dulzura que las sirenas y que éstas se precipitaron al mar y quedaron convertidas en rocas, porque su ley era morir cuando alguien no sintiera su hechizo. También la esfinge se precipitó desde lo alto cuando adivinaron su enigma.

En el siglo VI, una sirena fue capturada y bautizada en el norte de Gales, y figuró como una santa en ciertos almanaques antiguos, bajo el nombre de Murgen. Otra, en 1403, pasó por una brecha en un dique, y habitó en Haarlem hasta el día de su muerte. Nadie la comprendía, pero le enseñaron a hilar y veneraba como por instinto la cruz. Un cronista del siglo XVI razonó que no era un pescado porque sabía hilar, y que no era una mujer porque podía vivir en el agua.