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Esa fidelidad no es extraordinaria: es el recto instinto de un animal, que aunque tiene en la tierra innumerables lazos políticos, no tiene uno solo consanguíneo, y para quien es sagrado el apoyo que ha encontrado en nosotros.

A veces tengo que reírme cuando resuella a mi alrededor, se me enreda entre las piernas y no quiere apartarse de mí. Como si no le bastara ser gato y cordero quiere también ser perro. Una vez -eso le acontece a cualquiera- yo no veía modo de salir de dificultades económicas, yo estaba por acabar con todo. Con esa idea me hamacaba en el sillón de mi cuarto, con el animal en las rodillas; se me ocurrió bajar los ojos y vi lágrimas que goteaban en sus grandes bigotes. ¿Eran su-yas o mías? ¿Tiene este gato de alma de cordero el orgullo de un hombre? No he heredado mucho de mi padre, pero vale la pena cuidar este legado.

Tiene la inquietud de los dos, la del gato y la del cordero, aunque son muy distintas. Por eso le queda chico el pellejo. A veces salta al sillón, apoya las patas delanteras contra mi hombro y me acerca el hocico al oído. Es como si me hablara, y de hecho vuelve la cabeza y me mira deferente para observar el efecto de su comu-nicación. Para complacerlo hago como si lo hubiera en-tendido y muevo la cabeza. Salta entonces al suelo y brinca alrededor.

Tal vez la cuchilla del carnicero fuera la redención para este animal, pero él es una herencia y debo negár-sela. Por eso deberá esperar hasta que se le acabe el aliento, aunque a veces me mira con razonables ojos humanos, que me instigan al acto razonable.

FRANZ KAFKA

CHANCHA CON CADENAS

EN LA página 106 del Diccionario folklórico argen-tino (Buenos Aires, 1950) de Félix Coluccio se lee:

En el norte de Córdoba y muy especialmente en Qui. linos, se habla de la aparición de una chancha encadenada que hace su presencia por lo común en horas de la noche. Aseguran los lugareños vecinos a la estación del ferroca-rril que la chancha con cadenas a veces se desliza sobre las vías férreas y otros nos afirmaron que no era raro que corriera por los cables del telégrafo, produciendo un ruido infernal con las "cadenas". Nadie la ha podido ver, pues cuando se le busca desaparece misteriosamente.

EL DEVORADOR DE LAS SOMBRAS

HAY UN curioso género literario que independientemente se ha dado en diversas épocas y naciones: la guía del muerto en las regiones ultraterrenas. El cielo y el infierno de Swedenborg, las escrituras gnósticas, el Bardo Thodol de los tibetanos (titulo que, según Evans-Wentz, debe traducirse Liberación por audición en el plano de la posmuerte) y el Libro egipcio de los muertos no agotan los ejemplos posibles. Las "simpatías y diferencias" de los dos últimos han merecido la atención de los eruditos; básrenos aquí repetir que para el manual tibetano el otro mundo es tan ilusorio como éste y para el egipcio es real y objetivo.

En los dos textos hay un tribunal de divinidades, algunas con cabeza de mono; en los dos, una ponderación de las virtudes y de las culpas. En el Libro de los muertos, una pluma y un corazón ocupan los platillos de la balanza; en el Bardo Thódol, piedri-tas de color blanco y de color negro. Los tibetanos tienen demonios que ofician de furiosos verdugos; los egipcios, el Devorador de las sombras.

El muerto jura no haber sido causa de hambre o causa de llanto, no haber matado y no haber hecho matar, no haber robado los alimentos funerarios, no haber falseado las medidas, no haber apartado la leche de la boca del niño, no haber alejado del pasto a los animales, no haber apresado los pájaros de los dioses.

Si miente, los cuarenta y dos jueces lo entregan al Devorador "que por delante es cocodrillo, por el medio, león y, por detrás, hipopótamo". Lo ayuda otro animal, Babai, del que sólo sabemos que es espantoso y que Plutarco identifica con un titán, padre de la Quimera.

EL DRAGÓN

UNA GRUESA y alta serpiente con garras y alas es quizá la descripción más fiel del dragón. Puede ser negro, pero conviene que también sea resplandeciente; asimismo suele exigirse que exhale bocanadas de fuego y de humo. Lo anterior se refiere, naturalmente, a su imagen actual; los griegos parecen haber aplicado su nombre a cualquier serpiente considerable. Plinio refiere que en el verano el dragón apetece la sangre del elefante, que es notablemente fría. Bruscamente lo ataca, se le enrosca y le clava los dientes. El elefante exangüe rueda por tierra y mue-re; también muere el dragón, aplastado por el peso

de su adversario. También leemos que los dragones de Etiopía, en busca de mejores pastos, suelen atravesar el mar Rojo y emigrar a Arabia. Para ejecutar esa hazaña, cuatro o cinco dragones se abrazan y forman una especie de embarcación, con las cabezas fuera del agua. Otro capítulo hay dedicado a los remedios que se derivan del dragón. Ahí se lee que sus ojos, secados y batidos con miel, forman un linimento eficaz contra las pesadillas. La grasa del corazón del dragón guardada en la piel de una gacela y atada al brazo con los tendones de un ciervo asegura el éxito en los litigios; los dientes, asimismo atados al cuerpo, hacen que los amos sean indulgentes y los reyes graciosos. El texto menciona con escepticismo una preparación que hace invencibles a los hombres. Se elabora con pelo de león, con la médula de ese animal, con la espuma de un caballo que acaba de ganar una carrera, con las uñas de un perro y con la cola y la cabeza de un dragón.

En el libro XI de la Ilíada se lee que en el escudo de Agamenón había un dragón azul y tri-céfalo; siglos después los piratas escandinavos pintaban dragones en sus escudos y esculpían cabezas de dragón en las proas de las naves. Entre los romanos, el dragón fue insignia de la cohorte, como el águila de la legión; tal es el origen de los actuales regimientos de dragones. En los estandartes de los reyes germánicos de Inglaterra había dragones; el objeto de tales imágenes era infundir terror a los enemigos. Así, en el romance de Athis se lee:

Ce souloient Romains porter,

Ce nous fait moult a redouter.

(Esto solían llevar los romanos, / Esto hace que nos teman muchísimo.)

En el Occidente el dragón siempre fue concebido como malvado. Una de las hazañas clásicas de los héroes (Hércules, Sigurd, San Miguel, San Jorge)era vencerlo y matarlo. En las leyendas germánicas, el dragón custodia objetos preciosos. Así, en la gesta de Beowulf, compuesta en Inglaterra hacia el siglo viii, hay un dragón que durante trescientos años es guardián de un tesoro. Un esclavo fugitivo se esconde en su caverna y se lleva un jarro. EL dragón se despierta, advierte el robo y resuelve matar al ladrón; a ratos, baja a la caverna y la revisa bien. (Admirable ocurrencia del poeta atribuir al monstruo esa inseguridad tan humana.) El dragón empieza a desolar el reino; Beowulf lo busca, com-bate con él y lo mata.

La gente creyó en la realidad del dragón. Al promediar el siglo XVI, lo registra la Historia animalium de Conrad Gesner, obra de carácter científico.

El tiempo ha desgastado notablemente el prestigio de los dragones. Creemos en el león como realidad y como símbolo; creemos en el minotauro como sím-bolo, ya que no como realidad; el dragón es acaso el más conocido pero también el menos afortunado de los animales fantásticos. Nos parece pueril y suele contaminar de puerilidad las historias en que figura. Conviene no olvidar, sin embargo, que se trata de un prejuicio moderno, quizá provocado por el exceso de dragones que hay en los cuentos de hadas. Em-pero, en la Revelación de San Juan se habla dos veces del dragón, "la vieja serpiente que es el Diablo y es Satanás". Análogamente, San Agustín escribe que el Diablo "es león y dragón; león por el ímpetu, dragón por la insidia". Jung observa que en el dragón están la serpiente y el pájaro, los elementos de la tierra y el aire.