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No importaba de qué humor estuviera, cuando nombraba a Glendon, su voz era tierna como una sonrisa, tanto si sus labios la esbozaban como si no. Will supuso que no había habido ninguna mujer en el mundo que se emocionara tanto al pronunciar su nombre.

– ¿Le apetece un poco más de sopa, señor Parker? No creo que un poco le haga daño.

Comió hasta que se notó el estómago duro como una piedra. Entonces se arrellanó en la silla, se lo frotó y suspiró.

– Da usted buena cuenta de la comida, desde luego -aseguró Elly, guardando la prenda que estaba tejiendo en la cesta. Se levantó para quitar la mesa.

Observó cómo se movía por la cocina, pensando que, aunque llegara a vivir doscientos años, jamás olvidaría esa comida, ni lo bonito que había sido estar ahí sentado viéndola tejer esa mantilla rosa en forma de caracol y pensando que, el día siguiente, cuando despertara, quizá no tuviera que marcharse a otro sitio.

Con la almohada y la colcha de Glendon Dinsmore en las manos, lo guio hacia el establo, y él se encontró de nuevo teniendo gentilezas inusuales, como llevar la linterna, abrir la puerta mosquitera o dejarla ir delante por el patio lleno de trastos.

Había salido la luna. Estaba suspendida sobre los árboles situados al este, como una calabaza en una masa de agua oscura. Las gallinas dormían, sin duda entre los trastos viejos del patio. Se preguntó cómo encontraba los huevos que ponían.

– ¿Sabe qué, señor Parker? -dijo mientras avanzaban a la luz de la luna-. Puede que mañana por la mañana, cuando eche un vistazo a la granja, decida que no es tan buena idea quedarse. Le aseguro que no le exigiré que lo haga, da igual lo que haya dicho a su llegada.

La observó mientras andaba como un pato delante de él, abrazada a la colcha de retazos de su marido.

– Lo mismo digo, señora Dinsmore.

– Tenga cuidado -le advirtió justo antes de llegar al establo-. Aquí hay unos cuantos cachivaches.

¿Unos cuantos? Estaría de guasa. Esquivó algo de hierro negro con puntas y abrió la puerta del establo. Las bisagras, desengrasadas, chirriaron. En el interior no había ningún animal, pero el olfato le indicó que los había habido.

– Supongo que no estaría mal limpiar un poco el establo -comentó Elly mientras él levantaba la linterna y examinaba el círculo de luz.

– Mañana puedo hacerlo.

– Se lo agradeceré. Y también Madam.

– ¿Madam?

– Mi mula. Venga. -Lo condujo hasta una escalera de mano apoyada en la pared-. Usted dormirá ahí arriba.

Cuando iba a subir, Will le sujetó el brazo.

– Deje que suba yo primero. La escalera no parece demasiado segura.

Se colgó la linterna del brazo y empezó a subir. El tercer peldaño se astilló al apoyar el pie en él, y Will se dio un golpe contra la pared. Se quedó ahí colgado, aferrado con una mano a la escalera, como un títere con un hilo roto.

– ¡Señor Parker! -gritó Eleanor, que le sujetó los muslos mientras él movía los pies en busca de un punto de apoyo.

– ¡Apártese!

Le obedeció y contuvo el aliento mientras la luz de la linterna oscilaba muchísimo. Will encontró por fin un peldaño firme, pero comprobó los restantes antes de apoyar el peso en ellos. Eleanor lo observó con una mano en el pecho hasta que pudo apoyar los codos en el suelo del piso superior.

– ¡Qué susto me ha dado! Vaya con cuidado -dijo desde abajo.

Will metió la cabeza en el espacio oscuro y, después, lo siguió la linterna, que iluminó la parte inferior del ala de su sombrero. No miró hacia el piso de abajo hasta que estuvo seguro de las tablas que tenía bajo los pies.

– Mire quién habla. Si me hubiese caído, la habría tirado al suelo conmigo.

– Supongo que esta vieja escalera está tan mal como todo lo demás.

– También se la puedo arreglar mañana. -Levantó la linterna y echó un vistazo a su alrededor-. Aquí arriba hay heno -comentó, antes de desaparecer, de modo que Elly sólo podía oír sus pasos.

– Siento que huela tan mal -gritó para que la oyera.

– Aquí el olor no llega tanto. Estaré bien.

– Lo hubiese limpiado de haber sabido que esta noche iba a tener compañía.

– No se preocupe. He dormido en sitios mucho peores.

Reapareció, se arrodilló y dejó la linterna en el suelo del henil.

– ¿Puede lanzarme las cosas para dormir? -pidió.

La almohada le llegó perfectamente. La colcha lo hizo a la tercera. Para entonces, sonreía burlón.

– No es demasiado forzuda, ¿verdad?

Era el primer comentario desenfadado que le hacía. Se puso en jarras y alzó los ojos hacia él, que la miraba con la colcha en las manos. Quizá no fuera tan malo tenerlo en casa si se relajaba así más a menudo.

– ¿Ah, no? Le han llegado, ¿no?

– A duras penas.

La sonrisa le suavizaba el semblante. El engreimiento animó el de ella. Por primera vez, empezaron a sentirse cómodos juntos.

– Tenga -dijo Will, que se tumbó boca abajo en el suelo del henil y asomó el cuerpo para tenderle la linterna-. Llévesela.

– No diga tonterías. Llevo caminando por aquí desde mucho antes de que usted tuviera esa cosa que llama sombrero de vaquero.

– ¿Qué tiene de malo mi sombrero de vaquero?

– Parece haber pasado una guerra.

– Es mío. Y las botas también lo son. -Balanceó la linterna-. Vamos, llévesela.

De modo que ésa era la razón de que llevara puesto todo el rato esa prenda tan deplorable.

– Quédesela -replicó, y desapareció de su vista.

Will Parker se puso en cuclillas y trató de oír sus pasos, pero iba descalza.

– ¿Señora Dinsmore? -llamó.

– Diga, señor Parker -respondió desde el otro lado del establo.

– ¿Le importa que le pregunte cuántos años tiene?

– Cumpliré veinticinco el diez de noviembre. ¿Y usted?

– Treinta, más o menos.

Eleanor guardó silencio mientras asimilaba esa respuesta.

– ¿Más o menos? -preguntó entonces.

– Alguien me dejó en la puerta de un orfanato cuando era pequeño. -Will no había contado esta parte de su vida a demasiada gente. Esperó, vacilante, su reacción.

– ¿Quiere decir que no sabe qué día nació?

– Pues… no.

El establo se quedó en silencio. Fuera, un chotacabras gritó mientras las ranas croaban cada una por su lado. Eleanor se detuvo con la mano en el pestillo. Will se arrodilló y apoyó las suyas en los muslos.

– Si decide quedarse, tendremos que elegirle una fecha de cumpleaños. Todo el mundo debería tener su cumpleaños.

Will sonrió al imaginárselo. -Buenas noches, señor Parker.

– Buenas noches, señora Dinsmore. -Oyó cómo la puerta del establo crujía al abrirse y volvió a llamarla de nuevo-. ¿Señora Dinsmore?

El crujido cesó.

– ¿Qué?

Pasaron cinco segundos en silencio.

– Muchas gracias por la cena. Cocina usted muy bien. -El corazón le latía feliz después de hablar. Después de todo, no había sido tan difícil.

Eleanor sonrió en la oscuridad. Le había gustado volver a tener a un hombre sentado a la mesa.

Se dirigió a la casa, se preparó para acostarse y se metió en la cama con un suspiro. Al estirarse, tuvo una ligera rampa en la parte inferior del vientre. Se acarició la tripa y se tumbó de lado. Había estado cortando leña, aunque sabía que no debía hacerlo. Pero Glendon apenas lograba hacer las tareas diarias, y menos aún almacenar leña para cuando fuera necesaria. Había que partir los troncos curados y cortar los del año venidero para que empezaran a secarse. Además de la leña, tenía que acarrear agua. Mucha. Y habría que acarrear mucha más cuando naciera el bebé y tuviera dos niños con pañales.

Se situó boca arriba y se apoyó una muñeca en la frente mientras pensaba en las venas y en los músculos de los brazos de Will Parker. Recordó lo fuertes que eran sus piernas cuando se las había tocado al quedarse colgado de la escalera.