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– Adelante…, coma.

Que se lo dijera ella era distinto a que se lo dijeran los carceleros. Sus motivos eran exclusivamente amistosos. Notó cómo los ojos de Eleanor seguían sus movimientos al meter la cuchara en la sopa y llevársela a los labios.

Era la mejor sopa que había probado nunca.

– Le pregunté cuánto tiempo llevaba sin comer como es debido. ¿Va a decírmelo o no?

– Un par de días -contestó, tras alzar la mirada un instante.

– ¡Un par de días!

– Entré en un local del pueblo para leer los clasificados del periódico pero había una camarera que no me convenció, así que me fui sin comer.

– Lula Peak. Sí, es mejor evitarla. Lleva persiguiendo a los hombres desde que fue lo bastante alta como para detectarlos. De modo que hace un par de días que sólo come manzanas verdes, ¿no?

Will se encogió de hombros, pero dirigió brevemente la mirada hacia el pan que Eleanor tenía detrás.

– No tiene nada de malo admitir que se ha pasado hambre, ¿sabe?

Pero lo tenía. Para Will Parker, lo tenía. Acabado de salir de la depresión, el país seguía plagado de vagabundos despreciables que habían abandonado a sus familias y que se desplazaban sin rumbo en vagones abiertos para pedir limosna en cualquier parte. Los últimos dos meses había visto a muchos, incluso había viajado con ellos. Pero él jamás había sido capaz de pedir limosna. De robar, sí, pero sólo en las circunstancias más acuciantes.

Eleanor observó cómo comía, cómo mantenía la mirada baja casi todo el rato. Cada vez que alzaba los ojos, parecía dirigirlos hacia algo situado detrás de ella. Se volvió en la silla para ver qué era. El pan. ¡Qué fallo!

– ¿Por qué no me ha dicho que quiere un poco de pan? -le reprendió mientras se levantaba para ir a buscarlo.

Pero a él le habían instruido para que no pidiera nada. En la cárcel, hacerlo significaba que se burlaran de uno o que lo acosaran como a un animal y le obligaran a hacer cosas repugnantes que volvían a un hombre tan vil como sus carceleros. Pedir algo era dejar más poder en las sádicas manos de quienes ya ejercían el suficiente para deshumanizar a cualquiera que se atreviera a contrariarlos.

Pero ninguna mujer con tres panes recién hechos hubiese podido comprender algo así. Reprimió los malos recuerdos mientras observaba cómo iba andando como un pato hacia el tablero y tomaba un cuchillo de una vasija de barro que contenía distintos utensilios de cocina. Se apoyó un pan en la cadera y volvió a la mesa mientras cortaba una rebanada de un grosor generoso. A Will se le hizo la boca agua. Se le dilataron los orificios nasales. Clavó los ojos en la rebanada ligeramente curvada por encima de la hoja.

– ¿Lo quiere? -preguntó Eleanor tras clavar en el pedazo de pan la punta del cuchillo y mostrárselo.

«Por Dios, otra vez, no.» Le lanzó una mirada rápida, con la expresión de un animal acorralado. En contra de su voluntad, recordó a Weeks, el carcelero, con sus ojos saltones, su parodia de sonrisa y su voz empalagosa, su risa pervertida.

«¿Lo quieres, Parker? Pues aúlla como un perro.»

Y él aullaba como un perro.

– ¿Lo quiere? -repitió Eleanor Dinsmore, esa vez con más suavidad, lo que devolvió a Will del pasado al presente.

– Sí, señora -respondió, con el habitual nudo en la garganta que le provocaba ese conocido sentimiento de impotencia.

– Pues sólo tiene que decirlo. Recuérdelo. -Dejó caer el pan junto al plato de sopa-. Esto no es la cárcel, señor Parker. El pan no va a desaparecer, y nadie le va a pegar en la mano si la alarga para tomarlo. Puede que tenga que pedir las cosas. No adivino los pensamientos, ¿sabe?

Will Parker se relajó, pero mantuvo los hombros tensos, sin saber muy bien qué pensar de Eleanor Dinsmore, tan dictatorial e indiferente unas veces, y tan soñadora y despistada otras. Los dolorosos recuerdos lo habían transportado en el tiempo, pero ella no era Weeks, y no le haría pagar por la comida.

El pan estaba tierno, caliente; era el mejor regalo que le habían dado nunca. Cerró los ojos mientras masticaba el primer mordisco.

Los abrió otra vez de golpe cuando la oyó soltar: «¡Ajá!»

Desconcertado, vio cómo se volvía y cruzaba la cocina hacia una vasija de barro llena de una mantequilla con un aspecto maravilloso. Regresó y la sujetó fuera de su alcance.

– Dígalo.

Will tragó saliva con fuerza. Se le tensaron los hombros y su rostro volvió a reflejar recelo.

– ¿Podría darme un poco de mantequilla? -soltó, a regañadientes.

– Tenga. -Se la dejó con brusquedad en la mesa y se sentó de nuevo delante de él-. No le ha pasado nada por pedirla, ¿verdad? -añadió, y tras limpiarse los dedos, lo reprendió-. Aquí se piden las cosas, porque hay tanto lío que la mayoría de veces es la única forma de encontrarlas. Bueno, adelante, unte de mantequilla el pan y coma.

Las manos de Will siguieron las órdenes mientras sus emociones tardaban unos instantes más en adaptarse a sus caprichosos cambios de humor.

– Y vaya con cuidado -le advirtió Elly cuando se inclinó hacia la sopa-. Es mejor que coma despacio hasta que el estómago se le vuelva a acostumbrar a la comida decente.

Quería decirle que la sopa estaba rica, más que rica, que era la mejor que recordaba haber tomado nunca. Quería decirle que en la cárcel no había mantequilla, que el pan era basto y estaba seco, y desde luego, que nunca estaba caliente. Quería decirle que no recordaba la última vez que alguien lo había invitado a sentarse en su cocina. Quería decirle lo que significaba para él estar sentado en la suya. Pero los cumplidos le eran ajenos, como las vasijas con mantequilla, así que se comió la sopa y el pan en silencio.

Mientras lo hacía, Eleanor Dinsmore sacó el ganchillo y se puso a tejer algo suave, complicado y rosa. La alianza, que seguía llevando en la mano izquierda, brillaba a la luz de la linterna al ritmo del ganchillo. Sus manos eran ágiles, pero las tenía estropeadas de trabajar, con la piel curtida. Y todavía lo parecían más en contraste con el fino hilo rosa que iba soltando con el dedo encallecido.

– ¿Qué está mirando?

Alzó los ojos con aire de culpabilidad.

Se puso bien el hilo y sonrió.

– ¿No ha visto nunca hacer ganchillo a una mujer? -La sonrisa le había transformado la cara.

– No, señora.

– Estoy tejiendo una mantilla para el bebé. Tiene forma de caracol. -Se la extendió en la rodilla-. ¿Verdad que es bonita?

– Sí, señora. -Volvió a invadirlo una sensación de añoranza de todo lo que se había perdido en la vida, un deseo de acercar la mano y tocar aquella prenda rosa que estaba tejiendo y acariciarla entre los dedos como si fuera el pelo de una mujer.

– La estoy haciendo rosa porque estoy convencida de que esta vez será niña. Sería bonito que los niños tuvieran una hermanita, ¿no le parece?

¿Qué sabía él de los niños? Nada, salvo que le daban pavor. ¿Y de las niñas? No le habían parecido nunca especialmente agradables hasta que se convertían en mujeres, cuando un hombre hundía su cuerpo en ellas. Puede que entonces, cuando dejaban de chinchar, amenazar o atormentar unos minutos, fueran agradables.

– El bebé necesitará una mantita caliente -prosiguió la señora Dinsmore mientras el ganchillo brillaba al moverse-. Esta casa vieja es muy fría en invierno. Glendon siempre tuvo la intención de arreglarla y tapar las grietas y todo eso, pero no llegó nunca a hacerlo.

Will Parker dirigió una mirada a las paredes con el yeso arrancado.

– Tal vez pueda tapar yo esas grietas.

– Tal vez, señor Parker. -Le sonrió mientras tiraba de la madeja de hilo metida en una cesta que tenía en el suelo-. Eso estaría muy bien. Glendon tenía buenas intenciones, pero siempre quería probar algo nuevo.