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¡Ah, el antiguo poder de sugestión del lenguaje! ¡Ah, esa legendaria capacidad de las palabras para significar más de lo que en realidad dicen! ¡Ah, el gatillo, la culata y el cañón del oficio! Por supuesto, el «Dique de los Incurables» recuerda la peste, las epidemias que solían barrer la mitad de la población de esta ciudad, siglo tras siglo, con la regularidad de un agente del censo. El nombre evoca los casos desesperados que, más que deambular, se echaban allí, sobre las losas, literalmente agonizantes, envueltos en sudarios, a esperar que los acarrearan -o, más bien, los embarcaran- y los llevaran lejos. Antorchas, humo, máscaras de gasa para prevenir la inhalación, susurros de vestiduras y hábitos de monjes, grandes capas negras, velas. Gradualmente, la procesión fúnebre se convierte en un carnaval, o en un verdadero paseo, donde se impone el uso de la máscara, puesto que en esta ciudad todo el mundo conoce a todo el mundo. Hay que añadir a ello los poetas y los compositores tuberculosos; y también hay que añadir los hombres de convicciones imbéciles o los estetas desesperadamente enamorados de este lugar: así, el dique merecerá su nombre y la realidad estará a la altura del lenguaje. Agreguemos igualmente que la relación entre peste y literatura (la poesía en particular, y la poesía italiana en especial) fue bastante intrincada desde el principio. Que el descenso de Dante al Infierno debe tanto a Homero y Virgilio -escenas episódicas, después de todo, de la Iliada y la Eneida- como a la literatura medieval bizantina sobre el cólera, con su tradicional concepto del entierro prematuro y la subsiguiente peregrinación del alma. Agentes del Infierno excesivamente entusiastas yendo y viniendo por la ciudad golpeada por el cólera, ajustarían la mira sobre un cuerpo completamente deshidratado, pondrían los labios en las fosas nasales del moribundo y aspirarían el espíritu de su vida, proclamándolo de ese modo muerto y en condiciones de ser enterrado. Una vez abajo, el individuo pasaría por infinitas salas y cámaras, alegando haber sido enviado al mundo de los muertos injustamente y reclamando una reparación. Tras obtenerla -habitualmente ante un tribunal presidido por Hipócrates-, retornaría lleno de historias acerca de aquellos con los que tropezara en las salas y las cámaras inferiores: reyes, reinas, héroes, mortales famosos e infames de su época, arrepentidos, resignados, desafiantes. ¿Suena familiar? Bueno, en gran parte por el poder de sugestión del oficio. Nunca se sabe qué engendra qué: si una experiencia, un lenguaje, o un lenguaje, una experiencia. Ambos son capaces de generar un montón de cosas. Cuando uno está gravemente enfermo, imagina toda clase de resultados y evoluciones que, por lo que sabemos, jamás tendrán lugar. ¿Se trata del pensamiento metafórico? La respuesta, creo, es sí. Salvo por el hecho de que, cuando uno está enfermo, espera, inclusive contra toda esperanza, curarse, que la enfermedad se detenga. Así, el fin de la enfermedad es el fin de sus metáforas. Una metáfora -o, más ampliamente, el lenguaje mismo-, por lo general, carece de límites fijos, anhela la continuidad: una vida después de la muerte, si se quiere. En otras palabras (sin la pretensión de jugar con ellas), la metáfora es incurable. Hay, pues, que agregar a todo esto la propia persona, un portador de este oficio, o de este virus -en realidad, de un par de ellos, afilando los dientes para un tercero-, arrastrando los pies en una noche ventosa por la Fondamenta, cuyo nombre proclama su diagnóstico, sin atender a la naturaleza de la enfermedad.

¡La luz de invierno en esta ciudad! Tiene la extraordinaria propiedad de aumentar el poder de resolución del ojo hasta el punto de la precisión microscópica: la pupila, especialmente cuando es de la variedad gris o mostaza-y-miel, humilla a cualquier lente Hasselblad y perfecciona los recuerdos posteriores, proporcionándoles una nitidez de National Geographic. El cielo es de un azul brillante; el sol, cuya dorada apariencia pasa bajo el pie de San Giorgio, se deja ir por encima de las incontables escamas de los inquietos rizos de la laguna; detrás, bajo las columnatas del Palazzo Ducale, un grupo de hombres bajos y robustos con chaquetas de piel aceleran su interpretación de Eme kleine Nachtmusik, sólo para uno, hundido en la silla blanca y mirando de soslayo los exasperantes gambitos de las palomas sobre el tablero de ajedrez de un vasto campo. El café del fondo de la taza es el único punto negro en, se percibe, un radio de kilómetros. Así son los mediodías aquí. Por la mañana, esta luz enfrenta tu ventana y, habiéndote abierto el ojo como una concha, corre ante ti, pasando sus largos rayos -como un escolar con prisa que hace sonar su bastón a lo largo de la verja metálica de un parque o un jardín- a lo largo de arcadas, columnatas, chimeneas de ladrillo, santos y leones. «¡Pinta! ¡Pinta!», te grita, tomándote equivocadamente por un Canaletto o un Carpaccio o un Guardi, o porque no confía en la capacidad de tu retina para retener lo que te ofrece, por no hablar de la capacidad de tu cerebro para absorberla. Tal vez lo último explique lo primero. Tal vez el arte no sea más que una reacción del organismo contra sus limitaciones retentivas. En cualquier caso, obedeces la orden y coges tu cámara, para complementar tus células cerebrales y tu pupila. Si esta ciudad tuviese alguna vez escasez de dinero, podría acudir directamente a la Kodak en busca de ayuda, o gravar sus productos salvajemente. Igualmente, mientras este lugar exista, mientras la luz de invierno brille sobre ella, las acciones de Kodak son la mejor inversión.

A la puesta de sol, todas las ciudades parecen maravillosas, pero unas más que otras. Los relieves se hacen más flexibles, las columnas más rotundas, los capiteles más rizados, las cornisas más resueltas, las agujas más nítidas, las hornacinas más hondas, los apóstoles parecen mejor vestidos y los ángeles más leves. En las calles, cae la oscuridad, pero aún es de día para la Fondamenta y ese gigantesco espejo líquido en que las motoras, los vaporetti, las góndolas, los botes y las barcazas, «como viejos zapatos cedidos», pisotean cuidadosamente las fachadas barrocas y góticas, sin ahorrarse tampoco el reflejo del espectador o de una nube pasajera. «¡Píntalo!», susurra la luz de invierno, detenida por el muro de ladrillo de un hospital o al llegar a su casa, en el paraíso del frontone de San Zaccaria, tras su largo tránsito por el cosmos. Y se siente la fatiga de esta luz cuando descansa en las conchas de mármol de Zaccaria durante cerca de una hora más, mientras la tierra le pone la otra mejilla a la luminaria. Es la luz de invierno en toda su pureza. No lleva calor ni energía, se ha desprendido de ellas y las ha dejado atrás, en algún lugar del universo, o en los cúmulos próximos. La única ambición de sus partículas es alcanzar un objeto y hacerlo, grande o pequeño, visible. Es una luz privada, la luz de Giorgione o de Belhni, no la luz de Tiépolo o de Tintoretto. Y la ciudad persiste en ella, saboreando su contacto, la caricia del infinito del que procede. Un objeto, en definitiva, es lo que hace del infinito algo privado.