Una vez, en un atardecer que oscurecía las pupilas grises pero llevaba oro a las de la variedad mostaza-con-miel, la propietaria de estas últimas y yo encontramos un buque de guerra egipcio -un crucero ligero, para ser precisos- amarrado en la Fondamenta dell'Arsenale, cerca de los Giardini. No recuerdo su nombre, pero su puerto de origen era, categóricamente, Alejandría. Era una pieza sumamente moderna de quincallería naval, erizada de toda clase de antenas, radares, receptores orbitales, lanzaderas de cohetes, torretas antiaéreas, etc., además de las habituales armas de gran calibre. De lejos, era imposible decir cuál era su nacionalidad. Al acercarse un poco, cabía la confusión porque los uniformes y el porte general de la tripulación resultaban vagamente británicos. La bandera ya estaba arriada, y el cielo sobre la laguna cambiaba de burdeos al pórfido oscuro. Cuando nos maravillábamos ante la naturaleza de la misión que había traído hasta aquí aquel buque de guerra -¿necesidad de reparaciones?, ¿nuevas relaciones entre Venecia y Alejandría?, ¿la reclamación de la sagrada reliquia robada a la última en el siglo xii?- sus altavoces cobraron vida súbitamente y oímos: «¡Alá! ¡Akbar Alá! ¡Akbar!». El muecín llamaba a la tripulación a la plegaria de la tarde, convirtiendo momentáneamente los dos mástiles del barco en minaretes. Inmediatamente el crucero adquirió el perfil de Estambul. Sentí que el mapa se había plegado de pronto o el libro de historia se había cerrado. Al menos, que se había abreviado en seis siglos: la Cristiandad ya no era el amo del Islam. El Bósforo se solapaba con el Adriático, y no se podía decir a cuál pertenecía cada ola. Poco que ver con la arquitectura.
En las tardes de invierno, el mar, llevado por un terco viento del este, llena todos los canales hasta el borde como una bañera, y a veces los desborda. Nadie sube los escalones corriendo y gritando «¡Los desagües!» porque no hay desde dónde subir. La ciudad está en el agua hasta los tobillos, y las embarcaciones, «amarradas como animales a los muros», para citar a Casiodoro, bailan. El zapato del peregrino, que ha probado el agua, se está secando encima del radiador de su hotel; los nativos se zambullen en sus armarios para pescar su par de botas de goma. «Acqua alta», dice una voz por la radio, y el tráfico humano disminuye. Las calles se vacían; tiendas, bares, restaurantes y trattorias cierran. Sólo sus carteles continúan iluminados, para ejercer, finalmente, su acción narcisista cuando el pavimento, brevemente, superficialmente, alcanza el nivel de los canales. Las iglesias, no obstante, permanecen abiertas, pero andar por el agua no es nada nuevo para los sacerdotes ni para los parroquianos; ni para la música, gemela del agua.
Hace diecisiete años, vagando sin rumbo por un campo tras otro, un par de botas de goma verdes me llevó hasta la entrada de un edificio rosa, más bien pequeño. Vi en la pared una placa en la que se leía que Antonio Vivaldi, nacido prematuramente, había sido bautizado en aquella iglesia. Por entonces, yo era todavía razonablemente pelirrojo; me puse sentimental con la idea de visitar el lugar del bautismo de aquel «clérigo rojo» que me había dado tanta alegría en tantas ocasiones y en tantos rincones del mundo dejados de la mano de Dios. Y me pareció recordar que había sido Olga Rudge la organizadora de la primera settimana Vivaldi en esta ciudad -y así era, pocos días antes de que estallara la Segunda Guerra Mundial-. Tuvo lugar, me dijo alguien, en el palazzo de la condesa Polignac, y la señorita Rudge tocó el violín. Al promediar la pieza, advirtió por el rabillo del ojo que un caballero había entrado en el salone y estaba de pie junto a la puerta, puesto que todos los asientos se encontraban ocupados. La pieza era larga, y ella se sentía algo preocupada, porque se aproximaba un pasaje en que debía volver la página sin interrumpir la ejecución. El hombre que tenía en el rabillo del ojo inició un movimiento y pronto desapareció de su campo de visión. El pasaje se hallaba cada vez más próximo, y su inquietud se iba haciendo más intensa. Entonces, exactamente en el punto en que debía volver la página, una mano surgió por su izquierda, se extendió hasta el atril y giró lentamente la hoja. Ella siguió tocando y, cuando el pasaje difícil hubo terminado, levantó los ojos y miró a su izquierda para expresar su agradecimiento. «Y así», le contó Olga Rudge a un amigo mío, «fue como conocí a Stravinsky.»
De modo que se puede entrar y permanecer allí durante los oficios. El canto sonará un poco apagado, presumiblemente debido al clima. Si uno es capaz de disculparlo en esa forma, otro tanto, sin duda, hará su Destinatario. Además, no lo puede seguir bien, ya sea en italiano o en latín. Así que es mejor quedarse de pie o sentarse atrás y escuchar. «La mejor manera de oír misa», solía decir Wystan Auden, «es cuando no se sabe el idioma.» Ciertamente, en tales ocasiones, la ignorancia no ayuda menos a la concentración que la pobre iluminación que los peregrinos sufren en todas las iglesias de Italia, especialmente en invierno. No es elegante echar monedas en una caja de iluminación durante el oficio. Es más: rara vez se tienen en el bolsillo las suficientes para apreciar correctamente la imagen. Hace siglos, yo llevaba una poderosa linterna eléctrica, del Departamento de Policía de la Ciudad de Nueva York. Una forma de enriquecerse, se me ocurrió, sería mediante la fabricación de flashes, como los de las cámaras fotográficas, en miniatura y de larga duración. Yo los llamaría «flashes de acción prolongada» o, aún mejor, «Fiat Lux», y en un par de años me compraría un apartamento en algún rincón de San Lio o la Salute. Hasta me casaría con la secretaria de mi socio, secretaria que no tiene porque él no existe… La música disminuye; su gemela, no obstante, ha crecido, se descubre al salir; no significativamente, pero sí lo bastante como para sentirse compensado por la coral que se desvanece. Porque el agua también es coral en más de un sentido. Es la misma agua que ha llevado a los cruzados, a los mercaderes, las reliquias de San Marcos, a los turcos, y toda suerte de navíos, de carga, militares o de placer; sobre todo, ha reflejado a cuantos vivieron jamás, por no mencionar a cuantos se quedaron, en esta ciudad, cuantos anduvieron o vagaron por sus calles tal como uno lo hace ahora. Es una pequeña maravilla que se vea de un verde lodoso durante el día, y de un negro profundo por la noche, rivalizando con el firmamento. Un milagro que, habiendo pasado por ella el buen camino y el mal camino durante más de un milenio, no tenga agujeros, que aún sea H2O, aunque uno no la beba nunca; que todavía suba. Realmente se parece a las hojas de música, raídas en los bordes, constantemente ejecutadas, que nos llegan en mareas de partituras, en compases de canales con innumerables obbligati de puentes, ventanas con parteluz o supremos encorvados de catedrales de Coducci, por no mencionar los cuellos de violín de las góndolas. En verdad, la ciudad toda, especialmente de noche, semeja una gigantesca orquesta, con los atriles a media luz de los palazzi, con un turbulento coro de olas, con el falsetto de una estrella en el cielo de invierno. La música es, por supuesto, más grande que la banda, y ninguna mano puede volver la página.