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Eso es lo que preocupa a la banda, o, más exactamente, a sus directores, los padres de la ciudad. Según sus cálculos, esta ciudad, en lo que va de siglo, únicamente se ha hundido veintitrés centímetros. Lo que parece espectacular a los turistas, representa un descomunal dolor de cabeza para los nativos. Y si no fuese más que un dolor de cabeza, sería aceptable. Pero el dolor de cabeza se corona con una creciente aprensión, por no decir miedo, de que el destino de la Atlántida aguarde a la ciudad. Ese miedo no carece de fundamentos, y no sólo porque la excepcionalidad de la ciudad alcanza el nivel de una civilización propia. Se comprende que las mareas altas del invierno constituyen el principal peligro; el resto lo hacen la industria y la agricultura del continente que envían a la laguna, en aluvión, sus desperdicios químicos, y los propios canales urbanos obstruidos. En mi oficio, sin embargo, desde los románticos, el defecto humano parece haber sido un culpable más probable, cuando se llega al desastre, que cualquier forza del destino. (Que un agente de seguros distinga entre las dos cosas es una verdadera hazaña de la imaginación.) Así, presa de impulsos tiránicos, yo instalaría alguna especie de compuerta para detener el mar de la humanidad, que ha crecido en las dos últimas décadas en dos mil millones y cuyo blasón son sus desperdicios. Congelaría la industria y la residencia en la zona de treinta kilómetros a lo largo de la costa norte de la laguna, depuraría y dragaría los canales de la ciudad (utilizando para llevar a cabo esta operación a los militares, o pagando extra a empresas locales) y sembraría en ellos peces y bacterias del tipo adecuado para mantenerlos limpios.

No tengo idea de qué clase de peces o de bacterias son ésos, pero estoy bastante seguro de que existen: la tiranía rara vez es sinónimo de pericia. De todos modos, llamaría a Suecia y pediría consejo al ayuntamiento de Estocolmo: en esa ciudad, con toda su industria y toda su población, en el momento en que uno sale del hotel, el salmón salta del agua para saludarlo. Si ello es efecto de la diferencia de temperatura, entonces se podría probar arrojando bloques de hielo en los canales o, en caso de faltar éstos, adoptaría la rutina de quitar los cubos de hielo de los congeladores de los nativos, puesto que el whisky no está muy de moda aquí, ni siquiera en invierno.

«¿Por qué, pues, vas allí en esa estación?», me preguntó mi editor una vez, en un restaurante chino de Nueva York, rodeado de jóvenes homosexuales ingleses. «Sí, ¿por qué?», repitieron ellos, haciendo coro a su posible benefactor. «¿Cómo es en invierno?» Pensé en contarles algo acerca del acqua alta; acerca de los varios tonos del gris que se ven por la ventana cuando uno se sienta a desayunar en el hotel, envuelto por el silencio y el harinoso velo matinal del rostro de los recién casados; acerca de las palomas que subrayan todas y cada una de las curvas y cornisas locales en su latente afinidad con la arquitectura; acerca de un monumento solitario a Francesco Quenni y sus dos perros esquimales, tallado en piedra de Istria, similar, creo, en su tono, a lo último que él vio, agonizante, en su desventurado viaje al Polo Norte, atento ahora al susurro de los árboles de hoja perenne de los Giardini, en compañía de Wagner y Carducci; acerca de un vistoso papagayo posado en la inestable borda de una góndola contra el telón de fondo de un húmedo infinito agitado por el siroco. No, me dije, mirando sus rasgos, llenos de fatiga, pero también de ambición, no, no servirá de nada. «Verán», dije, «es como Greta Garbo nadando.»

En estos años, durante mis largas visitas y breves temporadas aquí, he sido, creo, feliz e infeliz en casi idéntica medida. No importaba si era lo uno o lo otro, puesto que yo no venía con propósitos románticos, sino para trabajar, terminar una obra, traducir, escribir un par de poemas, suponiendo que pudiera ser tan afortunado; simplemente, a estar. Es decir, ni por una luna de miel (lo más cerca que estuve de esta posibilidad fue hace muchos años, en la isla de Ischia, o en Siena) ni por un divorcio. Y de ese modo, trabajaba. La felicidad o la infelicidad, sencillamente, venían de visita, aunque a veces se hayan quedado más tiempo que yo, como si fuesen mis criadas. Hace mucho que llegué a la convicción de que es una virtud no alimentarse de nuestra vida emocional. Siempre hay bastante trabajo por hacer, por no mencionar el hecho de que hay bastante mundo fuera. Al final, siempre está esta ciudad. Mientras exista, no creo que yo ni, si vamos a eso, nadie pueda ser fascinado ni cegado por la tragedia romántica. Recuerdo un día: el día en que tuve que partir, al cabo de un mes de soledad aquí. Acababa de almorzar en una pequeña trattoria de la parte más remota de las Fondamente Nuove, pescado asado y media botella de vino. Con ello dentro, me dirigí al sitio en que me alojaba, para hacerme con mis maletas y coger un vaporetto. Anduve medio kilómetro a lo largo de las Fondamente Nuove, un punto en movimiento en aquella gigantesca acuarela, y giré a la derecha hacia el hospital de Giovanni e Paolo. El día era cálido, soleado, el cielo azul, todo maravilloso. Y, dando la espalda a las Fondamente y a San Michele, sin apartarme del muro del hospital, casi rozándolo con el hombro izquierdo y entornando los ojos por el sol, sentí de pronto: soy un gato. Un gato que acaba de comer pescado. De haberme hablado alguien en aquel momento, hubiese maullado. Era absoluta, bestialmente feliz. Doce horas más tarde, por supuesto, tras aterrizar en Nueva York, me metí en el peor lío posible de toda mi vida -o lo que parecía tal en aquel tiempo-. Pero el gato seguía en mi interior; de no haber sido por ese gato, ahora estaría subiéndome por las paredes de alguna lujosa institución.

Por la noche, no hay mucho que hacer aquí. La ópera y los conciertos en las iglesias son opciones, por supuesto, pero requieren cierta iniciativa y preparativos: entradas y horarios y lo demás. Yo no sirvo para eso; es bastante parecido a servirse una comida de tres platos sin compañía, quizás aún más solitario. Además, mi suerte es tal que cada vez que consideré la posibilidad de una noche en La Fenice, estaban en plena semana de Tchaikovsky o Wagner, idénticos por lo que a mi alergia se refiere. ¡Ni en una sola ocasión Donizetti o Mozart! No queda más que leer o deambular en silencio, lo que viene a ser más o menos lo mismo, ya que, por la noche, estos estrechos callejones empedrados son como pasajes entre las estanterías de alguna inmensa, olvidada biblioteca, e igualmente silenciosos. Todos los «libros» están firmemente cerrados, y se adivina de qué tratan por los nombres en sus lomos, bajo el timbre. ¡Oh, ahí puede uno encontrar su Donizetti y su Rossini, su Lully y su Frescobaldi! Quizás hasta un Mozart, quizás hasta un Haydn. O bien esas calles son como anaqueles de guardarropa: todas las prendas son de un tejido oscuro, áspero, pero los forros son de rubíes y reluciente oro. Goethe llamó a este sitio «la república de los castores», pero tal vez Montesquieu, con su decidido «un endroit oü il devrait n'avoir que des poissons», se haya acercado más a la diana. Pues aquí y allá, al otro lado del canal, dos o tres ventanas bien iluminadas, altas, redondas, apenas veladas con gasa o tul, revelan un candelabro de ocho brazos, la aleta barnizada de un gran piano, óleos rojizos o ruborosos con opulentos marcos de bronce, la dorada jaula del artesonado de un techo, y se tiene la impresión de estar mirando un pez a través de sus escamas, y dentro de él hay una fiesta.