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Italia», solía decir Anna Ajmatova, «es un sueño que vuelve durante el resto de la vida.» Se debe señalar, sin embargo, que el advenimiento de los sueños es irregular, y su interpretación inspira el bostezo. Además, si los sueños constituyesen un género, su principal recurso estilístico sería, sin duda, el non sequitur. Ello, al menos, justificaría todo lo ocurrido hasta aquí en estas páginas. También explicaría las tentativas que hice a lo largo de estos años de asegurarme de la recurrencia de este sueño, maltratando mi superego en el proceso con no menos brutalidad que mi inconsciente. Para decirlo francamente, sigo regresando al sueño, no rodeándolo. En efecto, en algún punto tuve que pagar por esta especie de violencia, erosionando lo que constituía mi realidad, u obligando al sueño a cobrar rasgos mortales, como lo hace el alma en el curso de una vida. Sospecho que pagué en los dos órdenes; y no me importó, especialmente en el segundo, que tomaría la forma de una Cartavenezia (fecha exp. ene. 1988) en mi cartera, de ira en aquellos ojos de una variedad particular (preparados, y como de la misma fecha, para mejores visiones), o de algo igualmente finito. La realidad sufrió más y muchas veces me encontré cruzando el Atlántico, camino de mi hogar, con la clara sensación de estar viajando de la historia a la antropología. Pese a todo el tiempo, la sangre, la tinta, el dinero y todo lo demás que derramé o desembolsé aquí, nunca pude afirmar, ni siquiera ante mí mismo, que hubiese adquirido una sola característica local, que me hubiese convertido, de alguna manera, por minúscula que fuese, en un veneciano. Una vaga sonrisa de reconocimiento en el rostro de un hotelero o del propietario de una trattoria, no cuenta, como no engañan a nadie las ropas compradas aquí. Gradualmente, me fui convirtiendo en un transeúnte en ambos reinos, y la imposibilidad de convencerme del sueño de mi presencia en éste es algo más desalentadora. A eso, por supuesto, estaba acostumbrado. Sin embargo, supongo que se puede alegar fidelidad cuando uno regresa año tras año al lugar que ama, en la estación equivocada, sin garantía alguna de ser amado. Pues, como toda virtud, la fidelidad sólo tiene valor cuando es instintiva o forma parte de la propia personalidad, y no cuando es racional. Además, a cierta edad, y en cierto oficio, ser amado cuando se ama no es exactamente imperativo. El amor es un sentimiento desinteresado, una calle de dirección única. Por eso es posible amar ciudades, amar la arquitectura per se, la música, los poetas muertos o, dado un temperamento particular, a una deidad. Ya que el amor es un asunto entre un reflejo y su objeto. Éste es, en definitiva, lo que le trae a uno de vuelta a esta ciudad -como la marea trae el Adriático y, por extensión, el Atlántico y el Báltico-. En todo caso, los objetos no hacen preguntas: en la medida en que el elemento exista, su reflejo está garantizado, en forma de un viajero que retorna o en forma de un sueño, ya que un sueño es la fidelidad del ojo cerrado. Este es el tipo de confianza de la que nuestra especie carece, aunque en parte estemos hechos de agua.

Si el mundo constituyese un género, su principal recurso estilístico sería, sin duda, el agua. El que ello no sea así, se debe a que el Todopoderoso tampoco parece tener muchas alternativas, o a que el pensamiento mismo posee un modelo acuático. Eso ocurre con la escritura; eso ocurre con las emociones; eso ocurre con la sangre. La reflexión es la propiedad de las sustancias líquidas, y siempre, aun en un día de lluvia, es posible demostrar la superioridad de nuestra fidelidad respecto de la del cristal, situándonos tras él. Esta ciudad nos deja sin respiración en cualquier clima, cuya variedad, en cualquier caso, es bastante limitada. Y si en realidad somos parcialmente sinónimos del agua, cuya sinonimia con el tiempo es absoluta, nuestros sentimientos hacia este lugar mejoran el futuro, contribuyen a este Adriático o Atlántico de tiempo que almacena nuestros reflejos para cuando nos hayamos ido. Tal vez fuera de ellos, como fuera de las gastadas imágenes sepia, el tiempo sea capaz de forjar, a la manera de un collage, una versión del futuro mejor que en su interior. Así, se es veneciano por definición, porque fuera de aquí, en su equivalente del Adriático o el Atlántico o el Báltico, el tiempo-alias-agua borda o teje nuestros reflejos -alias amor a este lugar- según modelos irrepetibles, de modo muy semejante al de las viejas marchitas, vestidas de negro, de las islas de este litoral, siempre absortas en su labor de encaje, fatal para la vista. Se reconoce que quedan ciegas o enloquecen antes de los cincuenta años, pero entonces son reemplazadas por sus hijas y sobrinas. Entre las mujeres de los pescadores, la Parca nunca tiene que buscar una entrada.

Lo que la gente de aquí no hace jamás es pasear en góndola. Para empezar, un paseo en góndola es caro. Sólo los turistas extranjeros, y entre éstos los más acomodados, pueden permitírselo. Eso es lo que explica la edad, mediana, de los pasajeros de las góndolas: un septuagenario puede desembolsar la décima parte del salario de un maestro sin quejarse. La visión de esos decrépitos Romeos y de sus desvencijadas Julietas es invariablemente triste y violenta, por no decir horrible. Una góndola está tan lejos del alcance de los jóvenes, es decir, de aquellos para quienes las cosas de ese tipo serían apropiadas, como un hotel de cinco estrellas. La economía, desde luego, refleja la demografía; y ello es doblemente triste, porque la belleza, en vez de prometer el mundo, se reduce a ser su recompensa. Esto, entre paréntesis, es lo que lleva al joven hacia la naturaleza, cuyos placeres gratuitos, o, más exactamente, baratos, están libres -es decir, desprovistos- de la intención y la invención presentes en el arte o en el artificio. Un paisaje puede ser conmovedor, pero una fachada de Lombardini nos dice lo que somos capaces de hacer. Y una de las maneras -la original- de mirar esas fachadas es desde una góndola: así se ve lo que ve el agua. Por supuesto, nada puede estar más lejos que las góndolas de los asuntos de los venecianos, que se apresuran y se agitan en su trajín diario, completamente inconscientes del esplendor que los rodea, y aun alérgicos a él. Lo más que se acercan a una góndola es cuando cruzan el Gran Canal en el transbordador o cuando llevan a casa alguna compra de difícil manejo; una lavadora, digamos, o un sofá. Pero ni un balsero ni un botero rompen en ocasiones tales a cantar «O solé mió». Tal vez la indiferencia del nativo siga el ejemplo de la indiferencia del artificio respecto de su propio reflejo. Ése puede ser el argumento definitivo de los venecianos contra la góndola, a menos que se lo contrarreste con la oferta de un paseo nocturno, a la que una vez sucumbí.

La noche era fría, clara y serena. Éramos cinco en la góndola, contando a su propietario, un ingeniero local que, con su compañera, remó todo el tiempo. Avanzamos lentamente y zigzagueando como una anguila por la ciudad callada que pendía sobre nuestras cabezas, cavernosa y desierta, y recordaba en aquella hora tardía un vasto arrecife de coral, en su mayor parte rectangular, o una sucesión de grutas deshabitadas. Era una sensación peculiar: encontrarse en movimiento en el interior de lo que sueles contemplar -los canales-; es como adquirir una dimensión más. Luego salimos a la laguna y nos dirigimos a la isla de la muerte, a San Michele. La luna, extraordinariamente alta, se veía como el perfecto dibujo de una «t», a través de una nube que semejaba la firma de un recibo; su luz a duras penas alcanzaba la sábana del agua. También el movimiento de la góndola era absolutamente silencioso. Había algo definidamente erótico en el paso silencioso y sin rastro de su leve cuerpo por el agua -muy parecido al deslizamiento de la palma por la suave piel de la amada-. Erótico, porque no había consecuencias, porque la piel era infinita y casi inmóvil, porque la caricia era abstracta. Quizá, con nosotros dentro, la góndola fuese algo más pesada y el agua cediera momentáneamente debajo, sólo para cerrar la brecha en el segundo inmediatamente siguiente. Además, impulsada por un hombre y una mujer, la góndola ni siquiera era masculina. A decir verdad, no se trataba de un erotismo de géneros, sino de elementos, una perfecta adecuación de sus superficies igualmente lacadas. La sensación era neutra, casi incestuosa, como si se asistiera a las caricias de un hermano a su hermana, o viceversa. Así rodeamos la isla de la muerte y pusimos rumbo a Canareggio… Las iglesias, he pensado siempre, deberían permanecer abiertas durante toda la noche; al menos, la Madonna dell'Orto -no tanto por la probable coincidencia horaria con la agonía del alma, como por la maravillosa Madonna con niño de Bellini que guarda-. Yo querría desembarcar allí y echar una mirada furtiva al cuadro, al espacio de una pulgada que separa la palma izquierda de la Virgen de la planta del pie del Niño. Esa pulgada -¡ah, mucho menos!- es la que separa el amor del erotismo. O tal vez sea lo esencial del erotismo. Pero la catedral estaba cerrada y nos internamos en el túnel de las grutas, para cruzar su mina piranesiana, abandonada, plana, iluminada por la luna, con las escasas chispas de su mineral eléctrico, hacia el corazón de la ciudad. Sin embargo, ahora sabía lo que el agua siente al ser acariciada por el agua.