Nos encontramos en una larga galería, pobremente iluminada, con un cielo raso convexo plagado deputti. De todos modos, ninguna luz hubiese ayudado, puesto que las paredes estaban cubiertas por grandes cuadros al óleo, pardos, que iban de techo a suelo, definidamente concebidos para ese espacio y separados por bustos y pilastras de mármol escasamente discernibles. Las pinturas representaban, por lo que se alcanzaba a ver, batallas navales y terrestres, ceremonias, escenas de la mitología; el color más ligero era el burdeos. Era una mina de pesado pórfido en estado de abandono, en estado de perpetuo atardecer, con los óleos oscureciendo sus minerales; el silencio era verdaderamente geológico. No se podía preguntar ¿qué es esto?, ¿de quién es esta obra?, debido a la incongruencia de una voz, perteneciente a un organismo posterior y obviamente irrelevante, en aquel sitio. La experiencia semejaba la de un viaje submarino: éramos como un cardumen que pasara a través de un galeón hundido, cargado de tesoros, pero no abríamos la boca para que el agua no se precipitara en ella.
En el extremo más alejado de la galería, nuestro anfitrión giró de pronto a la derecha y entramos tras él en una habitación que parecía ser un cruce entre la biblioteca y el estudio de un caballero del siglo XVIII. A juzgar por los libros que se veían detrás de la rejilla del armario de madera rojo, del tamaño de un guardarropa, el siglo del caballero bien podía haber sido el XVI. Había alrededor de sesenta gruesos, blancos volúmenes con cubiertas de pergamino, desde Esopo hasta Zenón: lo estrictamente necesario para un caballero; más, lo hubiesen convertido en un pensador, con desastrosas consecuencias, tanto para sus maneras como para su estado. Por lo demás, la habitación estaba casi desnuda. La luz no era mucho mejor que en la galería; permitía ver un escritorio y un gran globo terráqueo descolorido. Entonces nuestro anfitrión giró un tirador y vi su silueta recortada en el marco de una puerta que se abría a una larga serie de puertas iguales. Miré y me recorrió un escalofrío: parecía un vicioso, viscoso infinito. Tomé aire y me interné en él.
Era una extensa sucesión de habitaciones vacías. Racionalmente, yo sabía que no podía ser más larga que la galería que discurría paralela a ella. Sin embargo, lo era. Tenía la sensación de andar, más que en la perspectiva corriente, en una espiral horizontal en la que las leyes de la óptica estaban suspendidas. Cada habitación representaba un paso más hacia la desaparición, el grado siguiente de la inexistencia. Ello tenía que ver con tres cosas: las colgaduras, los espejos y el polvo. Aunque en algunos casos era posible dar un nombre a la habitación -comedor, salón, tal vez cuarto de los niños-, en su mayoría se asemejaban por su falta de función ostensible. Tenían aproximadamente las mismas dimensiones o, en cualquier caso, no parecía haber grandes diferencias de ese orden entre ellas. Y en todas, las ventanas estaban cubiertas por cortinajes, y dos o tres espejos adornaban las paredes.
Cualesquiera que hubiesen sido el color y el dibujo originales de las colgaduras, ahora se veían de un amarillo pálido y muy quebradizas. El roce de un dedo, o tan sólo una corriente de aire, podían significar su destrucción, como sugerían los fragmentos de tejido esparcidos por allí sobre el parqué. Estaban perdiendo la piel aquellas cortinas, y algunos de sus pliegues mostraban amplios trozos pelados, deshilachados, como si el tejido sintiera que se había completado el círculo y regresara a su estado anterior al telar. Quizá nuestra respiración fuese también algo demasiado íntimo; sin embargo, era mejor que el oxígeno puro, que, como la historia, las colgaduras no necesitaban. No era decadencia ni descomposición; era disolución en un recorrido hacia atrás del tiempo, donde el color y la textura no cuentan, donde tal vez, habiendo aprendido lo que podía sucederles, desearan reagruparse y regresar, aquí o a alguna otra parte, bajo una forma diferente. «Lo siento», parecían decir, «la próxima vez seremos más duraderas.»
Luego estaban aquellos espejos, dos o tres en cada habitación, de varias medidas, pero en general rectangulares. Todos tenían delicados marcos dorados, con guirnaldas de flores perfectamente labradas o escenas idílicas que llamaban más la atención que la propia superficie del espejo, puesto que el azogue estaba invariablemente en mal estado. En cierto sentido, los marcos eran más coherentes que sus contenidos, esforzándose como lo hacían por impedir que se dispersaran en pedazos. Habiendo perdido a lo largo de los siglos la costumbre de reflejar otra cosa que la pared opuesta, los espejos eran bastante renuentes a devolver un rostro, marcado por la codicia o la impotencia, y cuando lo intentaban, los rasgos se tornaban incompletos. Empiezo a entender a Régnier, pensé. De habitación en habitación, a medida que avanzábamos a través de ellas, yo me veía cada vez menos en aquellos marcos, que me retornaban cada vez más oscuridad. Sustracción gradual, me dije; ¿cómo irá a terminar esto? Y terminó en la décima o undécima habitación. Me detuve junto a la puerta que llevaba a la siguiente cámara, contemplando un rectángulo bastante grande y con bordes dorados, de un metro por un metro y medio, y no me vi a mí mismo, sino una nada negra como boca de lobo. Profunda y tentadora, parecía contener una perspectiva propia, tal vez otra sucesión de habitaciones iguales. Durante un momento, sentí vértigo; pero como yo no era novelista, eludí la posibilidad y salí de allí.
Todo aquello había sido razonablemente fantasmal; ahora empezaba a serlo también irrazonablemente. El anfitrión y mis compañeros se habían rezagado; estaba solo. Había una considerable cantidad de polvo por todas partes; los tonos y las formas de todo lo que había a la vista eran mitigados por su grisura. El mármol trabajado de las mesas, las figuras de porcelana, los sofás, las sillas, el mismo parqué. Todo estaba cubierto de polvo, y, a veces, como en el caso de las porcelanas y los bustos, el efecto era extrañamente benéfico, al acentuar los rasgos, los pliegues, la vivacidad de un grupo. Pero, en general, la capa era espesa y sólida; es más: tenía un aire definitivo, como si no se le pudiera añadir nuevo polvo. Toda superficie anhela el polvo, porque el polvo es la carne del tiempo, como dijo un poeta, la verdadera carne y la sangre del tiempo; pero aquí el anhelo parecía haber cesado. Ahora, el polvo penetrará en los objetos, pensé, se fundirá con ellos, y, al final, los reemplazará. Depende, por supuesto, del material; en buena parte, muy duradero. Cabe que ni siquiera se desintegren; simplemente, se pondrán más grises, mientras el tiempo no se oponga a la asunción de sus formas, como ya ha ocurrido en esta sucesión de cámaras vacías, en las cuales se adelantó a la materia.
La última habitación era el dormitorio de los señores. Un lecho con cuatro postes, aunque descubierto, dominaba el lugar: la venganza del almirante por la estrecha cama de a bordo de su nave, o quizá su homenaje al mar. Esto último era más probable, dada la monstruosa nube áeputti de estuco que descendía sobre el lecho y hacía las veces de baldaquino. En realidad, eran más esculturas que putti. Los rostros de los querubes eran terriblemente grotescos: todos miraban el lecho -fijamente- desde lo alto con muecas corruptas, lascivas. Me recordaron la cuadra de jóvenes gorjeantes que habíamos dejado atrás; y entonces reparé en un televisor portátil que había en un rincón de aquella habitación, por lo demás enteramente vacía. Imaginé al mayordomo divirtiéndose con su elegido en esa cámara: una sufriente isla de carne desnuda en medio de un mar de lino, bajo la mirada escrutadora de esa obra maestra de yeso. Por raro que parezca, no sentí repulsión. Por el contrario, sentí que, desde el punto de vista del tiempo, tal diversión sólo podía parecer apropiada aquí, puesto que no generaba nada. Después de todo, durante tres siglos, nada había prevalecido aquí. Ni guerras, ni revoluciones, ni grandes descubrimientos, ni genios, ni plagas entraron aquí debido a un problema legal. La causalidad fue cancelada, puesto que sus portadores humanos se pasearon por esta perspectiva sólo en condición de cuidadores, una sola vez en unos pocos años, si acaso lo hicieron. De modo que el pequeño cardumen que se meneaba en el mar de lino estaba, en realidad, en sintonía con las premisas, ya que nada de ello podía, naturalmente, dar nacimiento a nada. En el mejor de los casos, la isla -¿o debería decir volcán?- del mayordomo sólo existía en los ojos de los putti. No sobre el mapa de los espejos. Nada había allí.