Hace poco, vi en alguna parte la fotografía de una ejecución en tiempos de guerra. Tres hombres pálidos, delgados, de estatura media y sin rasgos faciales destacables (la cámara los tomaba de perfil) de pie en el borde de una zanja recién excavada. Tenían aspecto septentrional -en realidad, creo que la foto fue hecha en Lituania-. Inmediatamente detrás de cada uno de ellos, había un soldado alemán con una pistola. En la distancia, se alcanzaba a distinguir un montón de otros soldados: los mirones. Parecía el comienzo del invierno o el final del otoño, puesto que los soldados llevaban abrigos. Los condenados, los tres, vestían en idéntica forma, con gorras de paño, pesadas chaquetas negras sobre camisas blancas sin cuello: el uniforme de las víctimas. Para colmo, tenían frío. Debido en parte a ello, escondían la cabeza entre los hombros. Al cabo de un segundo, morirían: el fotógrafo apretó su botón un instante antes de que los soldados apretaran sus gatillos. Los tres aldeanos escondían la cabeza entre los hombros y miraban de soslayo como lo hacen los niños cuando prevén el dolor. Esperaban ser heridos: quizá malheridos; esperaban el ensordecedor -¡tan cerca de los oídos!- sonido de un disparo. Y miraban de soslayo. ¡Porque el repertorio de las respuestas humanas es tan limitado…! Lo que se les acercaba era la muerte, no el dolor; sin embargo, sus cuerpos no podían distinguir la una del otro.
Una tarde de noviembre de 1977, en el Londra, donde yo estaba alojado por cortesía de la Bienal de Diseño, recibí una llamada telefónica de Susan Sontag, que se encontraba en el Gritti por una invitación similar. «Joseph», dijo, «¿qué haces esta noche?» «Nada», le respondí, «¿por qué?» «Bueno, es que me tropecé con Olga Rudge hoy, en la piazza. ¿La conoces?» «No. ¿Te refieres a la mujer de Pound?» «Sí», dijo Susan, «y me invitó esta noche. Me da miedo ir sola. ¿Irías conmigo, si no tienes otros planes?» No tenía ninguno y dije que sí, claro, habiendo entendido demasiado bien su aprensión. La mía, pensé, podía ser aún mayor. Bueno, para empezar, en mi oficio, Ezra Pound es un gran negocio, prácticamente una industria. Muchos grafómanos americanos han encontrado en Ezra Pound un maestro y un mártir. De joven, yo había traducido bastantes fragmentos suyos al ruso. Las traducciones eran una porquería, pero se publicaron inmediatamente, por cortesía de un criptonazi del consejo de redacción de una revista literaria muy solvente (ahora, por supuesto, el hombre es un fervoroso nacionalista). Me gustaba el original por su frescura juvenil y su verso tenso, por su variedad temática y estilística, por sus voluminosas referencias culturales, entonces fuera de mi alcance. También me gustaba su orden de «hacerlo nuevo» -me gustó, debo decir, hasta que comprendí que la verdadera razón para hacerlo nuevo era que estaba completamente viejo; que estábamos, después de todo, en una fábrica-. En cuanto a su situación en St. Elizabeth, a los ojos de un ruso, no había por qué enloquecer y, en cualquier caso, era mejor que los nueve gramos de plomo que sus arengas radiales de la época de la guerra le hubiesen valido en otra parte. Los Cantos, además, me dejaban frío; el principal de sus errores era un viejo error: buscar la belleza. En alguien con tan prolongada residencia en Italia, era sorprendente que no hubiese entendido que no era posible tomar la belleza por objetivo, que siempre es el subproducto de otras actividades, a menudo muy vulgares. Sería bueno, creo, publicar sus poemas y sus discursos en un solo volumen, sin ninguna introducción erudita, y ver qué pasa. Un poeta debería saber mejor que nadie que el tiempo no reconoce distancia alguna entre Rapallo y Lituania. También creo que admitir que uno ha tirado su vida a la basura es más valiente que perseverar en el papel de genio perseguido, con el brazo bien alzado en el saludo fascista al regresar a Italia, con las subsiguientes negativas respecto del significado del gesto, con entrevistas concedidas con reticencia, y con capa y bastón, cultivando el aspecto de un sabio con el claro resultado de parecerse a Haile Selassie. Para algunos de mis amigos, seguía siendo grande, y ahora yo iba a ver a su mujer.
La dirección correspondía al sestiere de la Salute, la parte de la ciudad, por lo que yo sabía, con el mayor porcentaje de extranjeros, especialmente anglosajones. Tras algunas vueltas, encontramos el sitio, no demasiado lejos, en realidad, de la casa en que vivió Régnier en la segunda década del siglo. Llamamos, y lo primero que vi, después de que la mujercita de los ojos como gotas brillantes tomara forma en el umbral, fue el busto del poeta por Gaudier-Brzeska en el suelo del salón. La garra del aburrimiento era rápida pero segura.
Se sirvió té, y apenas habíamos bebido el primer sorbo cuando la anfitriona -una dama de pelo gris, diminuta, pulcra, con muchos años encima- alzó un fino dedo, que se deslizó en el surco de un invisible disco mental, y de sus labios fruncidos brotó un aria cuya partitura había sido de dominio público al menos desde 1945. Que Ezra no era fascista; que ellos temían que los americanos (lo cual sonaba bastante extraño viniendo de una americana) lo enviaran a la silla eléctrica; que no sabían nada de lo que estaba sucediendo; que no había alemanes en Rapallo; que él viajaba de Rapallo a Roma sólo dos veces al mes por lo de la radio; que los americanos, nuevamente, se equivocaban al pensar que Ezra tenía intención… En cierto punto, dejé de registrar lo que decía -lo cual es fácil para mí, por no ser el inglés mi lengua materna- y me limité a asentir en las pausas, o allí donde ella puntuaba su monólogo con un «¿Capito?» reiterativo como un tic. Una grabación, pensé; la voz de su amo. Hay que ser cortés y no interrumpir a la señora; es basura, pero ella la cree. Hay algo en mí, supongo, que siempre respeta el aspecto físico de la palabra humana, más allá de su contenido; el movimiento mismo de los labios de alguien es más esencial que lo que los mueve. Me hundí más profundamente en mi sillón y traté de concentrarme en las galletas, ya que no había cena.
Lo que me arrancó al ensueño fue el sonido de la voz de Susan, que implicaba que la grabación se había detenido. Había algo raro en su timbre y presté atención. «Pero seguramente, Olga», decía, «usted no creerá que los americanos se enfadaron con Ezra por sus discursos por la radio. Porque, de haber sido sólo por eso, Ezra no hubiese sido más que otro Tokyo Rose.» Entonces, hubo una de las mejores declaraciones que yo haya oído jamás. Miré a Olga. Hay que decir que ella lo tomó como un hombre. O, aún mejor, como una profesional. O no alcanzó a comprender lo que Susan había dicho, aunque lo dudo. «¿Qué fue, pues?», preguntó. «Fue el antisemitismo de Ezra», replicó Susan, y vi el corindón de la púa del dedo de la vieja dama posarse en el surco otra vez. En ese lado del disco se oía: «Hay que entender que Ezra no era antisemita; que, después de todo, su nombre era Ezra; que algunos de sus amigos eran judíos, incluyendo un almirante veneciano; que…». La melodía era igualmente familiar e igualmente prolongada -alrededor de tres cuartos de hora; pero esta vez teníamos que irnos-. Agradecimos a la vieja dama la velada y le dijimos adiós. Yo, por una vez, no sentí la tristeza que habitualmente se siente al salir de la casa de una viuda -o, en ese mismo orden de cosas, al dejar solo a cualquiera en un lugar vacío-. La vieja dama estaba en buena forma, y en una posición holgada; encima, tenía la comodidad de sus convicciones; una comodidad, sentí, que iba a tener que defender en cierta medida. Creo que yo nunca había conocido un fascista, ni joven ni viejo; sin embargo, había tratado a un número considerable de miembros del viejo PC, y fue por eso que el té en casa de Olga Rudge, con aquel busto de Ezra en el suelo, hizo sonar, por así decirlo, una campana. Salimos de la casa, echamos a andar hacia la izquierda y, dos minutos más tarde, nos encontramos en la Fondamenta degli Incurabili.