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Por la noche, no hay mucho que hacer aquí. La ópera y los conciertos en las iglesias son opciones, por supuesto, pero requieren cierta iniciativa y preparativos: entradas y horarios y lo demás. Yo no sirvo para eso; es bastante parecido a servirse una comida de tres platos sin compañía, quizás aún más solitario. Además, mi suerte es tal que cada vez que consideré la posibilidad de una noche en La Fenice, estaban en plena semana de Tchaikovsky o Wagner, idénticos por lo que a mi alergia se refiere. ¡Ni en una sola ocasión Donizetti o Mozart! No queda más que leer o deambular en silencio, lo que viene a ser más o menos lo mismo, ya que, por la noche, estos estrechos callejones empedrados son como pasajes entre las estanterías de alguna inmensa, olvidada biblioteca, e igualmente silenciosos. Todos los «libros» están firmemente cerrados, y se adivina de qué tratan por los nombres en sus lomos, bajo el timbre. ¡Oh, ahí puede uno encontrar su Donizetti y su Rossini, su Lully y su Frescobaldi! Quizás hasta un Mozart, quizás hasta un Haydn. O bien esas calles son como anaqueles de guardarropa: todas las prendas son de un tejido oscuro, áspero, pero los forros son de rubíes y reluciente oro. Goethe llamó a este sitio «la república de los castores», pero tal vez Montesquieu, con su decidido «un endroit oü il devrait n'avoir que des poissons», se haya acercado más a la diana. Pues aquí y allá, al otro lado del canal, dos o tres ventanas bien iluminadas, altas, redondas, apenas veladas con gasa o tul, revelan un candelabro de ocho brazos, la aleta barnizada de un gran piano, óleos rojizos o ruborosos con opulentos marcos de bronce, la dorada jaula del artesonado de un techo, y se tiene la impresión de estar mirando un pez a través de sus escamas, y dentro de él hay una fiesta.

A cierta distancia -desde el otro lado del canales muy difícil distinguir a los invitados de sus anfitriones. Con el debido respeto por el credo más difundido, debo decir que no creo que este lugar haya evolucionado únicamente desde el famoso cordado, triunfante o no. Sospecho y propongo que, en primer lugar, evolucionó a partir del mismo elemento que dio vida y refugió a aquel cordado, y que, al menos para mí, es sinónimo del tiempo. El elemento se presenta en muchas formas y colores, con muchas propiedades diferentes, además de las de Afrodita y el Redentor: calma, tormenta, onda, ola, espuma, rizo, etc., por no mencionar los organismos marinos. Para mí, esta ciudad describe todos los modelos discernibles del elemento, y su contenido. Salpicando, brillante, agitado, fulgurante, el elemento ha pasado tanto tiempo arrojándose sobre sí mismo, que no es de sorprender que algunos de estos aspectos hayan terminado por adquirir volumen y carne, y se hayan hecho sólidos. De por qué eso ocurrió aquí, no tengo idea. Según cabe presumir, porque aquí el elemento oyó hablar italiano.

El ojo es el más autónomo de nuestros órganos. Ello es debido a que los objetos de su atención están inevitablemente situados en el exterior. Salvo en un espejo, el ojo nunca se ve a sí mismo. Es el último en cerrarse cuando el cuerpo se duerme. Permanece abierto cuando el cuerpo es golpeado por la parálisis o la muerte. El ojo sigue registrando la realidad aun cuando no hay razón aparente para hacerlo, y en cualquier circunstancia. La pregunta es: ¿por qué? Y la respuesta es: porque el medio es hostil. La vista es el instrumento de adaptación a un medio que sigue siendo hostil a pesar de todos los esfuerzos por adaptarse a él. La hostilidad del medio aumenta en proporción directa al tiempo que se pase en él, y no me refiero solamente a la vejez. En pocas palabras: el ojo busca seguridad. Esto explica la predilección del ojo por el arte en general, y por el arte veneciano en particular. Explica el apetito de belleza del ojo, así como la existencia misma de la belleza. Puesto que la belleza consuela desde el momento en que es segura. No nos amenaza con la muerte, ni nos enferma. Una estatua de Apolo no muerde, ni tampoco el perro de lanas de Carpaccio. Cuando el ojo no logra encontrar belleza -consuelo-, ordena al cuerpo crearla o, si no le es posible, adaptarse para percibir virtud en la fealdad. En primera instancia, confía en el genio humano; en segunda, se vale de nuestras reservas de humildad. Esta última abunda más y, como toda mayoría, tiende a legislar. Ilustremos esta idea; por ejemplo, con una joven doncella. A cierta edad, uno mira sin gran interés a las doncellas que pasan, sin la pretensión de montarlas. Como un televisor encendido en un apartamento abandonado, el ojo sigue enviando imágenes de todos esos milagros de un metro setenta, acabados con cabellos castaño claro, óvalos faciales del Perugino, ojos de gacela, pechos de nodriza, vestidos de terciopelo verde oscuro y afiladísimos tendones. Un ojo puede apuntar sobre ellos en una iglesia, en alguna boda o, lo que es peor, en la sección de poesía de una librería. A una distancia razonable o con el consejo del oído, el ojo puede conocer sus identidades (que se acompañan de nombres tan vertiginosos como, digamos, Arabella Ferri) y, ¡ay!, sus descorazonadoramente firmes convicciones románticas. Sin atender a la inutilidad de tales datos, el ojo sigue recogiéndolos. A decir verdad, cuanto más inútil es el dato, más perfecto es el enfoque. La pregunta es por qué, y la respuesta es que la belleza es siempre externa; también, que ésa es la excepción a la regla. Eso -su localización y su singularidad- es lo que determina que el ojo oscile salvajemente o -en términos de humildad militante- vague. Porque la belleza está donde el ojo descansa. El sentido estético es el gemelo del instituto de autopreservación, y es más fiable que la ética. La principal herramienta de la estética, el ojo, es absolutamente autónoma. En su autonomía, sólo es inferior a una lágrima.

En este sitio, se puede verter una lágrima en varias ocasiones. Admitiendo que la belleza es la distribución de la luz en la forma que más congenie con nuestra retina, una lágrima es una confesión de la incapacidad de la retina, así como también de la lágrima, para retener la belleza. En general, el amor llega con la velocidad de la luz; la separación, con la del sonido. Es la degradación desde la velocidad mayor a la menor lo que moja el ojo. Debido a que uno es finito, una partida de este lugar siempre se siente como final; dejarlo atrás es dejarlo para siempre. Porque partir es un destierro del ojo a las provincias de los demás sentidos; en el mejor de los casos, a las grietas y hendeduras del cerebro. Porque el ojo no se identifica con el cuerpo al que pertenece, sino con el objeto de su atención. Y para el ojo, por razones puramente ópticas, la partida no es el abandono de la ciudad por el cuerpo, sino el abandono de la pupila por la ciudad. Igualmente, la desaparición del amado, especialmente cuando es gradual, causa dolor, sin que importe quién, ni por qué peripatéticas razones, sea el que realmente se mueve. Tal como va el mundo, esta ciudad es la amada del ojo. Después de ella, todo es decepción. Una lágrima es la anticipación del futuro del ojo.

En efecto, todo el mundo tiene proyectos para ella, para esta ciudad. Los políticos y los empresarios especialmente, porque nada tiene más futuro que el dinero. Tanto es así, que el dinero se siente sinónimo del futuro y trata de ordenarlo. De ahí la abundancia de efusiones superficiales acerca de la renovación de la ciudad, acerca de la conversión de la provincia entera del Véneto en una puerta de la Europa Central, acerca del fomento de la industria de la región, de la expansión del complejo portuario de Marghera, aumentando el tráfico de petroleros en la laguna y haciendo más profunda la laguna con la misma finalidad, acerca de la transformación del Arsenale veneciano, inmortalizado por Dante, en la reproducción exacta del Beaubourg para almacenar la porquería más reciente, acerca de alojar aquí una Expo en el año 2000, etc. Por lo general, todas estas tonterías escapan a borbotones de la misma boca y, a menudo, en la misma emisión de aire que esa cháchara sobre la ecología, la protección, la restauración, el patrimonio cultural y cosas por el estilo. La meta es una sola: la violación. Ningún violador, sin embargo, quiere verse a sí mismo como tal, y menos aún quiere que le cojan. A ello se debe la mezcla de objetivos y metáforas, alta retórica y fervor lírico que hincha por igual los pechos de tonel de los diputados parlamentarios y de los commendatore.