Pero a pesar de que esos personajes son mucho más peligrosos -en realidad, mucho más dañinos- que los turcos, los austriacos y Napoleón juntos, puesto que el dinero tiene más batallones que los generales, en los diecisiete años que llevo frecuentando esta ciudad, poco ha cambiado en ella. Lo que salva a Venecia, como a Penélope, de sus pretendientes es la rivalidad entre ellos, la naturaleza competitiva del capitalismo reducida por cocción a las relaciones de sangre de los peces gordos de los diferentes partidos políticos. La introducción de palos en las ruedas de los engranajes de los demás es algo para lo cual la democracia es horrorosamente buena, y se ha demostrado que los saltos de potro de los gabinetes italianos son el mejor seguro para la ciudad. Al igual que el mosaico del propio rompecabezas político local. Ya no hay dogos, y no es la grandeza de ninguna visión particular lo que guía a los 80.000 habitantes de estas 118 islas, sino sus intereses inmediatos, a menudo miopes, su deseo de extender el dinero.
No obstante, la previsión, aquí, sería contraproducente. En un lugar de este tamaño, veinte o treinta personas sin empleo constituyen un inmediato dolor de cabeza para el concejo de la ciudad, lo cual, sumado a la desconfianza innata de los isleños hacia el continente, conduce a una pobre recepción de los planes procedentes de éste, por asombrosos que sean. Atractivas como suelen serlo en todas partes, las promesas de pleno empleo y crecimiento tienen poco sentido en una ciudad que a duras penas alcanza los doce kilómetros de circunferencia, y que ni siquiera en el apogeo de sus fortunas marítimas excedió jamás las 200.000 almas. Tales perspectivas pueden emocionar a un tendero, o tal vez a un médico; un empresario de pompas fúnebres, en cambio, las pondría en tela de juicio, ya que los cementerios locales están saturados y ahora hay que enterrar a los muertos en el continente. En último análisis, para eso sirve el continente.
Si el enterrador y el médico pertenecieran a diferentes partidos políticos, todavía estaría bien, se podría hacer algún progreso. En esta ciudad, suelen pertenecer al mismo, y las cosas se detienen en seguida, aunque el partido sea el PCI. En pocas palabras, debajo de todas esas disputas, se tenga o no conciencia de ello, yace la sencilla verdad de que las islas no crecen. Eso es lo que el dinero, es decir, el futuro, es decir, los políticos volubles y los peces gordos, no llegan a ver, a percibir. Lo que es peor, sienten el desafío de este lugar, puesto que la belleza, un fait accompli por definición, siempre desafía al futuro, considerándolo sobre todo como un presente marchito, impotente, o su descolorido territorio. Si este sitio es realidad (o, como algunos afirman, el pasado), el futuro, con todos sus sinónimos, está excluido de él. En el mejor de los casos, alcanza al presente. Y quizá nada lo pruebe mejor que el arte moderno, profético por su misma pobreza. Un hombre pobre siempre habla para el presente, y tal vez la única función de colecciones como la de Peggy Guggenheim y similares acumulaciones de materiales de este siglo, habitualmente exhibidas aquí, sea mostrar lo barato, agresivo, avaro, unidimensional, del montón en que nos hemos convertido, instilarnos humildad: no hay otro resultado concebible contra el fondo de esta ciudad Penélope, que teje sus tapices durante el día y los desteje durante la noche, sin ningún Ulises a la vista. Sólo el mar.
Creo que fue Hazlitt quien dijo que lo único que podía superar a esta ciudad de agua sería una ciudad construida en el aire. Era una idea calvinista y, quién sabe, como resultado de los viajes espaciales, tal vez se haga realidad. Hasta ahora, aparte de la llegada a la Luna, este siglo merecerá ser recordado por haber dejado este lugar intacto, por haberlo dejado estar. Personalmente, advertiría inclusive contra la interferencia amable. Por supuesto, los festivales de cine y las ferias de libros están de acuerdo con el brillo mortecino de la superficie de los canales, con sus rizos y sus garabatos atentamente leídos por el siroco. Y, por supuesto, convertir este sitio en una capital de la investigación científica sería una opción aceptable, especialmente si se tienen en cuenta las probables ventajas de la dieta fosfórica local para cualquier esfuerzo mental. El mismo cebo serviría para trasladar desde Bruselas hasta aquí la sede de la CEE, o la del Parlamento Europeo desde Estrasburgo. Y, por supuesto, sería una solución aún mejor conceder a esta ciudad y a una porción de sus alrededores el estatuto de parque nacional. No obstante, yo diría que la idea de convertir Venecia en un museo es tan absurda como la ansiedad por revitalizarla con sangre nueva. Por una parte, lo que pasa por ser sangre nueva acaba siempre siendo simple orín viejo. Y por otra, esta ciudad no es apta para museo, por ser en sí misma una obra de arte, la mayor obra maestra que produjo nuestra especie. No se resucita una pintura, ni mucho menos una estatua. Se las deja, se las protege contra los vándalos, en cuyas hordas podemos llegar a contarnos.
Las estaciones son metáforas de continentes existentes, y el invierno es siempre algo antártico, aun aquí. La ciudad ya no depende tanto del carbón; ahora depende del gas. Las magníficas chimeneas con forma de trompeta, que semejaban torrecillas medievales en el telón de fondo de cada Madonna y cada Crucifixión, no cumplen función alguna y, poco a poco, se desmoronan, dejando paso al horizonte local. De ello resulta que uno tiemble y se vaya a dormir con los calcetines de lana puestos, porque los radiadores siguen su errático ciclo aquí, inclusive en los hoteles. Sólo el alcohol puede absorber el rayo polar que recorre el cuerpo cuando se pone un pie en el suelo de mármol, con o sin zapatillas, con o sin zapatos. Si se trabaja de noche, se queman partenones de velas -no para limpiar la atmósfera o tener más luz, sino por su ilusoria calidez-; o se va uno a la cocina, enciende los hornillos de gas y cierra la puerta. Todo desprende frío, especialmente las paredes. Las ventanas no cuentan porque ya se sabe lo que se puede esperar de ellas. En realidad, sólo dejan pasar el frío, mientras que las paredes lo acumulan. Recuerdo una ocasión en que pasé el mes de enero en un apartamento del quinto piso de una casa próxima a la iglesia de Fava. El lugar pertenecía a un descendiente nada menos que de Ugo Foseólo. El propietario era ingeniero forestal o algo parecido y estaba, naturalmente, en viaje de negocios. El apartamento no era muy grande: dos habitaciones, con pocos muebles. El techo, sin embargo, era extraordinariamente alto, y las ventanas correspondían a él. Había seis o siete, porque el apartamento estaba en una esquina. A mediados de la segunda semana, la calefacción dejó de funcionar. Esa vez, no estaba solo, y mi camarada de armas y yo echamos a suertes quién tendría que dormir del lado de la pared. «¿Por qué tengo que ir siempre al lado de la pared?», había preguntado ella de antemano. «¿Por qué soy una víctima?» Y la incredulidad oscureció sus ojos color mostaza-y-miel al ver que había perdido. Se envolvió para pasar la noche -jersey rosa de lana, bufanda, calcetines, largas medias- y, tras contar uno, due, tre!, se metió en la cama de un salto como si se tratara de un río oscuro. Para ella, italiana, romana, con un toque de sangre griega en las venas, probablemente lo fuera. «Mi único punto de desacuerdo con Dante», solía destacar, «es la forma en que describe el Infierno. Para mí, el Infierno es frío, muy frío. Yo conservaría los círculos, pero hechos de hielo, con una temperatura que descendiera en cada espiral. El Infierno es el Ártico.» Lo decía en serio. Con la bufanda alrededor del cuello y la cabeza, se parecía a Francesco Querini en esa estatua de los Giardini, o al famoso busto de Petrarca (que, para mí, es la viva imagen de Montale -o, más bien, al revés-). No había teléfono allí; un revoltijo de chimeneas como tubas asomaban en el cielo oscuro. Todo hacía pensar en la Huida a Egipto, con ella haciendo a la vez de mujer y de niño, y yo de mi homónimo y el asno; después de todo, era enero. «Entre el Herodes del pasado y el Faraón del futuro», me repetía a mí mismo. «Entre Herodes y el Faraón, ahí es donde estamos.» Al final, enfermé. El frío y la humedad me alcanzaron; o, mejor dicho, alcanzaron a los músculos y los nervios de mi pecho, arruinado por la cirugía. Me asaltó el pánico al paro cardíaco, y ella se las arregló para meterme a empujones en el tren de París, ya que ninguno de los dos confiaba en los hospitales locales, por mucho que yo adore la fachada del de Giovanni e Paolo. En el vagón hacía calor, se me partía la cabeza por obra de las píldoras de nitroglicerina, un grupo de bersaglieri celebraba en el compartimiento su partida con Chianti. Yo no sabía bien qué haría en París; pero lo que se interponía entre mi miedo y yo era el claro sentimiento de que, como fuese, enseguida -bueno, en un año-volvería al lugar frío entre Herodes y el Faraón. Aun entonces, acurrucado en el asiento de madera de mi compartimiento, yo era plenamente consciente del absurdo de ese sentimiento; aunque, en la medida en que me ayudara a ver a través de mi miedo, el absurdo era bienvenido. El ruido de las ruedas y el efecto de su constante vibración sobre el esqueleto hicieron, supongo, el resto, arreglando o desarreglando mis músculos, etc., aún más. O quizá fuera únicamente el calor del vagón el que hizo su obra. En cualquier caso, llegué a París, mi electrocardiograma fue pasable, y cogí el avión para los Estados Unidos. En otras palabras, viví para contarlo, y repetirlo.