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La noche era fría, clara y serena. Éramos cinco en la góndola, contando a su propietario, un ingeniero local que, con su compañera, remó todo el tiempo. Avanzamos lentamente y zigzagueando como una anguila por la ciudad callada que pendía sobre nuestras cabezas, cavernosa y desierta, y recordaba en aquella hora tardía un vasto arrecife de coral, en su mayor parte rectangular, o una sucesión de grutas deshabitadas. Era una sensación peculiar: encontrarse en movimiento en el interior de lo que sueles contemplar -los canales-; es como adquirir una dimensión más. Luego salimos a la laguna y nos dirigimos a la isla de la muerte, a San Michele. La luna, extraordinariamente alta, se veía como el perfecto dibujo de una «t», a través de una nube que semejaba la firma de un recibo; su luz a duras penas alcanzaba la sábana del agua. También el movimiento de la góndola era absolutamente silencioso. Había algo definidamente erótico en el paso silencioso y sin rastro de su leve cuerpo por el agua -muy parecido al deslizamiento de la palma por la suave piel de la amada-. Erótico, porque no había consecuencias, porque la piel era infinita y casi inmóvil, porque la caricia era abstracta. Quizá, con nosotros dentro, la góndola fuese algo más pesada y el agua cediera momentáneamente debajo, sólo para cerrar la brecha en el segundo inmediatamente siguiente. Además, impulsada por un hombre y una mujer, la góndola ni siquiera era masculina. A decir verdad, no se trataba de un erotismo de géneros, sino de elementos, una perfecta adecuación de sus superficies igualmente lacadas. La sensación era neutra, casi incestuosa, como si se asistiera a las caricias de un hermano a su hermana, o viceversa. Así rodeamos la isla de la muerte y pusimos rumbo a Canareggio… Las iglesias, he pensado siempre, deberían permanecer abiertas durante toda la noche; al menos, la Madonna dell'Orto -no tanto por la probable coincidencia horaria con la agonía del alma, como por la maravillosa Madonna con niño de Bellini que guarda-. Yo querría desembarcar allí y echar una mirada furtiva al cuadro, al espacio de una pulgada que separa la palma izquierda de la Virgen de la planta del pie del Niño. Esa pulgada -¡ah, mucho menos!- es la que separa el amor del erotismo. O tal vez sea lo esencial del erotismo. Pero la catedral estaba cerrada y nos internamos en el túnel de las grutas, para cruzar su mina piranesiana, abandonada, plana, iluminada por la luna, con las escasas chispas de su mineral eléctrico, hacia el corazón de la ciudad. Sin embargo, ahora sabía lo que el agua siente al ser acariciada por el agua.

Desembarcamos cerca del armatoste de cemento del Hotel Bauer Grünwald, reconstruido después de la guerra, cerca de cuyo final fue volado por los partisanos locales porque alojaba al mando alemán. Como adefesio, hace buena compañía a la iglesia de San Moisé -la fachada más recargada de la ciudad-. Juntos, hacen pensar en Albert Speer comiéndose una pizza capricciosa. Yo jamás entré, pero conocí a un caballero alemán que vivió en esa estructura monstruosa y la encontró muy cómoda. Su madre se estaba muriendo, él estaba aquí de vacaciones y hablaba con ella por teléfono a diario. Cuando la mujer expiró, él consiguió que la administración del hotel le vendiera el receptor telefónico. La administración comprendió, y el receptor fue incluido en la cuenta. Pero es muy probable que aquel hombre fuera protestante, y San Moisé es una iglesia católica, que además está cerrada durante la noche.

Equidistante de nuestras respectivas viviendas, había un lugar tan bueno como cualquier otro para desembarcar. Lleva alrededor de una hora cruzar esta ciudad a pie, en cualquier dirección. Dando por sentado, desde luego, que uno conoce su camino; yo lo conocía en el momento en que salí de la góndola. Nos dijimos adiós y nos dispersamos. Eché a andar hacia mi hotel, cansado, sin intentar siquiera mirar a mi alrededor, murmurando para mí mismo algunas frases, pescadas Dios sabe dónde, del tipo de «Saquea esta aldea» o «Esta ciudad no tiene piedad». Sonaba al primer Auden, pero no lo era. De pronto, deseé un trago. Me desvié hacia San Marcos, con la esperanza de que el Florian aún estuviese abierto. Habían cerrado; estaban retirando las sillas de la arcada y colocando tableros de madera sobre las ventanas. Una breve negociación con el camarero, que ya se había cambiado para marcharse a su casa, pero al que yo conocía superficialmente, dio el resultado apetecido; y con ese resultado en la mano, salí de la arcada y eché un vistazo a lapiazza. Estaba absolutamente desierta, sin un alma. Sus cuatrocientas ventanas con arco se encontraban en su desesperante orden habitual, como olas idealizadas. Esa visión siempre me hizo pensar en el Coliseo romano, donde, en palabras de un amigo mío, alguien inventó el arco y no pudo detenerse. «Saquea esta aldea», seguía murmurando todavía. «Esta ciudad no…» La niebla empezó a tragarse la piazza. Era una invasión tranquila, pero, a pesar de todo, una invasión. Vi sus arpones y sus lanzas, que avanzaban en silencio, pero a buena velocidad, desde la laguna, como soldados de infantería que precedieran a la caballería pesada. «En silencio, y a buena velocidad», me dije. Se preveía la aparición, en cualquier momento, de su rey, el Rey Niebla, volviendo la esquina en toda su gloria de cúmulos. «En silencio, y a buena velocidad», me repetí. Ahora, era la última línea de la «Caída de Roma» de Auden, y aquél era ese lugar que estaba «enteramente en otra parte». De pronto, sentí que estaba detrás de mí, y me giré con toda la rapidez posible. Una alta, lisa ventana del Florian, razonablemente bien iluminada y aún no cubierta con madera, brillaba entre las masas de niebla. Fui hacia ella y miré al interior. En el interior, era 195?. En los divanes de felpa roja, alrededor de una mesita de mármol con un kremlin de bebidas y teteras encima, estaban Wystan Auden con su gran amor, Chester Kallman, Cecil Day Lewis y su esposa, Stephen Spender y la suya. Wystan narraba alguna historia divertida y todos reían. Al promediar la historia, pasaba junto a la ventana un guapo marinero; Chester se levantaba y, sin decir ni siquiera «Te veré luego», salía en ardiente persecución. «Miré a Wystan», me contó Stephen años más tarde. «Seguía riendo, pero una lágrima rodaba por su mejilla.» En este punto, para mí, la ventana se había oscurecido. El Rey Niebla entró en la piazza, refrenó su semental y comenzó a desplegar su turbante blanco. Tenía los borceguíes húmedos, y también su caballería; su capa estaba tachonada con los débiles, miopes rubíes de las lámparas encendidas. Vestía así porque no tenía la menor idea del siglo en que se encontraba, por no decir del año. Pero, siendo niebla, ¿cómo podría?

Permitid que me repita: El agua es igual al tiempo y proporciona a la belleza su doble. Constituidos en parte por agua, servimos a la belleza del mismo modo. Al rozar el agua, esta ciudad mejora la apariencia del tiempo, embellece al futuro. Ése es el papel de esta ciudad en el universo. Porque la ciudad es estática, mientras que nosotros nos movemos. La lágrima es prueba de ello. Porque nosotros partimos y la belleza queda. Porque nosotros vamos hacia el futuro, en tanto que la belleza es eterno presente. La lágrima es un intento de permanecer, de rezagarse, de fundirse con la ciudad. Pero eso va contra las reglas. La lágrima es una reversión, un tributo del futuro al pasado. O es el resultado de sustraer lo mayor a lo menor: la belleza al hombre. Lo mismo vale para el amor, porque nuestro amor, también, es más grande que nosotros.

Noviembre 1989