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Por aquellos días, uníamos el estilo con la sustancia, la belleza con la inteligencia. Después de todo, éramos un grupo libresco y, a cierta edad, si uno cree en la literatura, supone que todo el mundo comparte, o debería compartir, su convicción y su gusto. Sólo quien nos parece elegante es de los nuestros. Con toda inocencia respecto del mundo exterior, de Occidente en particular, ignorábamos todavía que el estilo se podía comprar al por mayor, que la belleza podía ser tan sólo una mercancía. De modo que contemplábamos la visión como la dimensión física y la corporización de nuestros ideales y principios, y lo que ella usaba, cosas transparentes incluidas, pertenecía a la civilización.

Tan fuerte era esa asociación, y tan hermosa era la visión, que aún ahora, años más tarde, siendo un hombre de otra edad y, en cierto modo, de otro país, comencé a deslizarme inconscientemente hacia las viejas maneras. Lo primero que le pregunté, apretado contra su abrigo de nutria en la cubierta del atestado vaporetto, fue su opinión sobre los Motetes de Montale, publicados hacía poco. Los familiares destellos de sus perlas, treinta y dos de las mejores, reflejados por el centelleo del borde de su pupila avellanada y ascendidos a la plata derramada de la Vía Láctea, allá arriba, fue todo lo que obtuve por respuesta, pero eso era mucho. Quizá preguntar por lo más nuevo en el corazón de la civilización fuese una tautología. Quizá, sencillamente, fuese descortés, puesto que no se trataba de un autor local.

El lento avance de la embarcación en medio de la noche era como el paso de un pensamiento coherente por el subconsciente. A ambos lados, metidos hasta las rodillas en una agua negra como la pez, se alzaban los enormes cuerpos esculpidos de oscuros palazzi llenos de inconcebibles tesoros, con toda probabilidad oro, a juzgar por el amarillo pálido de la luz eléctrica que escapaba de tanto en tanto por los resquicios de las contraventanas. La impresión dominante era mitológica, ciclópea, para ser preciso: había entrado en aquel infinito contemplado en la escalinata de la stazione y ahora se movía entre sus habitantes, junto al grupo de durmientes cíclopes que yacían en el agua negra y, de vez en cuando, levantaban y bajaban un párpado.

La visión envuelta en piel de nutria, que iba a mi lado, comenzó a explicarme en voz más bien baja que me llevaba a mi hotel, donde había reservado una habitación, que quizá nos viésemos al día siguiente, o al otro, que le gustaría presentarme a su marido y a su hermana. Me agradó el silencio en su voz, aunque se adecuaba a la noche más que el mensaje, y repliqué en el mismo tono conspirativo que siempre es un placer conocer parientes potenciales. Era un poco fuerte para el momento, pero ella rió, en la misma forma opaca, llevando una mano, cubierta por un guante de piel marrón, a sus labios. Los pasajeros que nos rodeaban, en su mayoría de pelo oscuro, y cuyo número era responsable de nuestra proximidad, estaban inmóviles y sus ocasionales comentarios eran igualmente apagados, como si el contenido de sus intercambios fuese también de naturaleza íntima. Entonces el cielo fue oscurecido durante un instante por el enorme paréntesis de mármol de un puente y de pronto todo se llenó de luz. «Rialto», dijo ella en su voz normal.

Hay algo primigenio en los viajes por agua, aun en distancias cortas. Se nos hace saber que no se espera que nos encontremos allí, no tanto por medio de los ojos, las orejas, la nariz, el paladar o las palmas de las manos, como por medio de los pies, que se sienten raros al actuar como órganos sensoriales. El agua altera el principio de horizontalidad, especialmente durante la noche, cuando su superficie parece pavimento. No importa cuan sólido sea su sustituto -la cubierta- bajo los pies, sobre el agua se está algo más alerta que en tierra, se tiene un mayor dominio de las propias facultades. Sobre el agua, por ejemplo, nunca se va distraído como por la calle: las piernas nos mantienen, y mantienen nuestros sentidos, en constante verificación, como si uno fuese una especie de compás. Bueno, tal vez lo que aguza los sentidos cuando viajamos por agua sea en realidad un eco remoto, indirecto, de los viejos cordados. De todos modos, la percepción del otro se intensifica sobre el agua, como si un peligro común y compartido la realzara. La pérdida del rumbo es una categoría psicológica, tanto como lo es náutica. Sea como fuere, durante los diez minutos siguientes, aunque nos desplazáramos en la misma dirección, vi que la flecha que indicaba el rumbo de la única persona a la que conocía en aquella ciudad y la que indicaba el mío, divergían en, al menos, 45 grados. Muy probablemente porque esa parte del Canal Grande estaba mejor iluminada.

Desembarcamos en el muelle de la Academia, víctimas de la firmeza de la topografía y del correspondiente código moral. Tras un breve irregular recorrido por estrechos callejones, me depositó en el vestíbulo de una pensione un tanto monacal, me besó en la mejilla -más en calidad de Minotauro, sentí, que de joven héroe-, y me dio las buenas noches. Entonces mi Ariadna se esfumó, dejando tras de sí un fragante hilo de su caro (¿era Shalimar?) perfume, que no tardó en disiparse en la mohosa atmósfera de una pensione invadida, además, por un débil pero ubicuo olor a meados. Me quedé mirando el moblaje. Después, me fui a dormir.

Así fue como me encontré a mí mismo por primera vez en esta ciudad. Como se ve, en mi llegada no hubo nada de particularmente auspicioso, ni ominoso. Si aquella noche presagiaba algo, era que yo nunca poseería la ciudad; pero jamás tuve aspiración tal. Para empezar, creo que este episodio bastará, aunque, en lo que a la-única-persona-que-conocía-en-esta-ciudad se refiere, más bien diría que marcó el final de nuestra relación. La vi dos o tres veces más, durante aquella estancia en Venecia; y realmente me presentó a su hermana y a su marido. La primera resultó ser una mujer encantadora: tan alta y esbelta como mi Ariadna y quizás aún más brillante, pero más melancólica y, por lo que sé, aún más casada. El último, cuyo aspecto escapa por completo a mi memoria por razones de superfluidad, era un arquitecto lamentable, de esa horrible secta de posguerra que ha hecho más daño al horizonte europeo que cualquier Luftwaffe. En Venecia, profanó un par de maravillosos campi con sus edificios, uno de los cuales era, naturalmente, un banco, puesto que esa especie de animales humanos aman los bancos con fervor absolutamente narcisista, con la vehemencia de un efecto por su causa. Solamente por aquella «estructura» (como se la llamaba por entonces), se me ocurrió, tenía que ser cornudo. Pero, puesto que, como su esposa, él también parecía ser miembro del PC, era mejor, concluí, dejar la tarea a un camarada.

La delicadeza fue una parte del problema; la otra, cuando, poco más tarde, llamé a la-única-persona-que-conocía-en-la-ciudad desde las profundidades de mi laberinto en un atardecer azul, fue que el arquitecto, tal vez percibiendo en mi imperfecto italiano algo funesto, cortó la comunicación. De modo que ahora era asunto de nuestros rojos hermanos armenios.

Posteriormente, me contaron, ella se divorció del hombre y se casó con un piloto de las Fuerzas Aéreas de los Estados Unidos, que resultó ser el sobrino del alcalde de un pueblo del gran Estado de Michigan en el que una vez viví. Pequeño mundo, y, por larga que sea la vida, no hay hombre ni mujer que lo hagan mayor. Así que, si buscara consuelo, podría obtenerlo del pensamiento de que ambos estamos pisando el mismo suelo… de un continente distinto. Esto suena, desde luego, a Estacio hablando a Virgilio, pero, por otra parte, sólo a los tipos como yo se les ocurre considerar América como una suerte de Purgatorio… sin decir que el propio Dante hubiese sugerido algo semejante. La única diferencia estriba en que su cielo está mucho más poblado que el mío. De ahí mis incursiones en mi versión del Paraíso, que ella inauguró tan graciosamente. De todos modos, durante los últimos diecisiete años he regresado a esta ciudad, o he vuelto a pensar en ella, con la frecuencia de un mal sueño.