Con dos o tres excepciones, debidas a ataques cardíacos y a crisis afines, míos o de algún otro, cada Navidad, o poco antes, he bajado de un tren/ avión/ embarcación/ autocar y he arrastrado mis maletas llenas de libros y máquinas de escribir hasta el umbral de este o aquel hotel, de este o aquel apartamento. Este último, normalmente, cortesía del par de amigos que logré hacer aquí tras el desvanecimiento de la visión. Más tarde, trataré de explicar mi medida del tiempo (aunque se trate de un proyecto tautológico hasta el extremo de la inversión). Por el momento, quisiera declarar que, por septentrional que yo sea, mi noción del Edén no depende del clima ni de la temperatura. En ese orden, descarto a sus habitantes, y también la eternidad. A riesgo de ser acusado de depravación, confieso que esta noción es puramente visual y sólo existe en aproximaciones. Por lo que a éstas se refiere, esta ciudad es lo más cercano. Puesto que no tengo derecho a hacer una verdadera comparación, puedo permitirme ser restrictivo.
Digo esto aquí y ahora para ahorrar desilusiones al lector. No soy un moralista (aunque trato de mantener mi conciencia en equilibrio) ni un sabio; tampoco soy un esteta ni un filósofo. No soy más que un hombre nervioso, por las circunstancias y por mis propios actos; pero soy observador. Como dijo una vez mi querido Ryunosuke Akutagawa, no tengo principios; lo único que tengo son nervios. Lo que sigue, por lo tanto, tiene más que ver con el ojo que con las convicciones, incluidas las que se refieren a cómo escribir una narración. El ojo precede a la pluma, y yo decido no permitir que mi pluma mienta respecto de su posición. Habiendo corrido el riesgo de ser acusado de depravación, no retrocederé ante la acusación de superficialidad. Las superficies -que es lo que el ojo registra en primer lugar- suelen ser más eficaces que sus contenidos, que son provisionales por definición, salvo, por supuesto, en la vida de ultratumba. Tras haber explorado el rostro de esta ciudad durante diecisiete inviernos, yo ya debería estar en condiciones de realizar un trabajo a la manera de Poussin: de pintar el retrato de este lugar, si no en las cuatro estaciones, al menos en cuatro momentos del día.
Ésa es mi ambición. Si me aparto del asunto principal, es porque desviarse es literalmente lo más normal aquí y es lo que hace el agua. Lo que sigue, en otras palabras, puede no llegar a ser un relato, sino una corriente de agua fangosa «en el momento menos adecuado del año». A veces, parece azul, a veces gris o marrón; invariablemente, está fría y no es potable. Si me he puesto a filtrarla, es porque contiene reflejos, el mío entre ellos.
De todos modos, nunca vendría aquí en verano, ni siquiera bajo amenaza de muerte. Soporto muy mal el calor; las emisiones incontroladas de hidrocarburos y olor a sobacos, aún peor. Las manadas con pantalones cortos, especialmente las que relinchan en alemán, también me alteran los nervios, por la inferioridad de su anatomía -sin excepciones- respecto de la de las columnas, pilastras y estatuas; por todo lo que su movilidad -y el combustible que ésta requiere- arroja contra la estabilidad del mármol. Supongo que soy de los que prefieren la elección al cambio constante, y la piedra es siempre una elección. Opino que, en esta ciudad, el cuerpo, por excelentes que sean sus atributos, debe ser ocultado por la ropa, aunque sólo sea porque se mueve. Tal vez la ropa sea nuestra única aproximación a la elección hecha por el mármol.
Se trata, imagino, de un criterio extremo, pero soy septentrional. En la estación abstracta, la vida parece más real que en cualquier otra, inclusive en el Adriático, porque en invierno todo es más duro, más austero. Esto puede también ser tomado como una propaganda de las boutiques venecianas, que hacen un negocio sumamente provechoso con las bajas temperaturas. En parte, desde luego, ello es así porque en invierno se necesitan más ropas para conservar el calor, por no mencionar el imperativo atávico de cambiar de piel. Aunque ningún viajero viene aquí sin un jersey, una chaqueta, una falda, una camisa, unos pantalones o una blusa de más, puesto que Venecia es el tipo de ciudad en que tanto los forasteros como los nativos saben de antemano que estarán en exhibición.
No, los bípedos enloquecen comprando y vistiéndose en Venecia por razones no precisamente prácticas; lo hacen porque la ciudad, sea como fuere, los desafía. Todos abrigamos toda clase de recelos en relación con las grietas en nuestra apariencia, en nuestra anatomía, en relación con las imperfecciones de nuestros propios rasgos. Lo que uno ve en esta ciudad a cada paso, vuelta, avenida y callejón, empeora sus complejos e inseguridades. Es por ello que uno -especialmente las mujeres, pero también los hombres- se lanza al asalto de las tiendas tan pronto como llega aquí, y con frenesí. La belleza que nos rodea es tal que, instantáneamente, se concibe un incomprensible deseo animal de emularla, de ponerse a su par. Esto no tiene nada que ver con la vanidad ni con el normal exceso de espejos que hay aquí, el principal de los cuales es el agua misma. Se trata, sencillamente, de que la ciudad ofrece a los bípedos una noción de superioridad visual ausente en sus cubiles naturales, en sus entornos habituales. Es por eso que aquí vuelan las pieles, al igual que el ante, la seda, el lino, la lana y cualquier otra clase de tejido. Al volver a casa, la gente mira maravillada lo que ha comprado, sabiendo perfectamente que no hay lugar en su reino nativo en que lucir esas adquisiciones sin escandalizar a los aborígenes. Hay que guardar esas cosas para que se marchiten y pierdan su color en el guardarropa, o regalarlas a los parientes más jóvenes. Si no, hay amigos. Yo recuerdo haber comprado varias prendas aquí -a crédito, obviamente- que no tuve el estómago o el temple de usar después. Entre ellas había dos gabardinas, una verde mostaza y otra de un delicado tono de caqui. Más tarde, fueron a adornar los hombros del mejor bailarín de ballet del mundo y del mejor poeta de la lengua en que escribo este libro -a pesar de las diferencias de físico y edad que me separan de esos dos caballeros-. Los panoramas y las perspectivas locales surten ese efecto, porque en esta ciudad un hombre es más una silueta que sus rasgos singulares, y una silueta se puede mejorar. También los encajes, las tallas, los capiteles, las cornisas, los relieves y molduras, los nichos habitados y deshabitados, los santos, los que no lo son, las vírgenes, los ángeles, los querubines, las cariátides, los pedestales, todos ellos de mármol, las galerías con sus grandes pantorrillas alzadas, y las ventanas mismas, góticas o moriscas, nos hacen vanidosos. Por ello es la ciudad del ojo; las demás facultades desempeñan un borroso papel secundario. El modo en que los matices y los ritmos de las fachadas locales tratan de suavizar los colores y las formas siempre cambiantes de las olas puede, por sí mismo, decidirnos a coger una bufanda, una corbata o cualquier otro objeto de lujo por el estilo; inclusive lleva a un solterón empedernido a pegarse a un escaparate lleno de vistosos vestidos multicolores, por no mencionar los zapatos de piel y las botas de ante dispersos por todas partes como lo están las embarcaciones de toda clase en la laguna. De algún modo, el ojo sospecha que todas esas cosas están cortadas de la misma pieza de tela que los paisajes exteriores, y pasa por alto la evidencia de las etiquetas. Y, en un último análisis, el ojo no está tan equivocado, aunque sólo fuese por el hecho de que el propósito común de todo aquí es el de ser visto. En un análisis aún más último, esta ciudad es un verdadero triunfo del cordado, porque el ojo, nuestro único órgano interno primitivo, acuático, realmente nada aquí: se lanza, aletea, oscila, se zambulle, se enrosca. Su gelatina expuesta medita con alegría atávica acerca de los palacios reflejados, los tacones agudos, las góndolas, etc., reconociéndose tan sólo a sí misma en el mediador que la ha traído a la superficie.
En invierno, especialmente en domingo, uno despierta en esta ciudad con el tañido de sus innumerables campanas, como si, al otro lado de las cortinas de gasa, un gigantesco juego de té de porcelana vibrara sobre una fuente de plata en el cielo gris perla. Te lanzas a abrir la ventana y la habitación es instantáneamente invadida por esa neblina exterior, cargada de repiques, en parte oxígeno húmedo, en parte café y plegarias. No importa qué clase de píldoras, ni cuántas, hayas tragado esa mañana, sientes que aún no es suficiente. Por lo mismo, no importa tu grado de independencia, ni hasta qué punto hayas sido traicionado, ni lo completo y desalentador que sea el conocimiento que tengas de ti mismo, comprendes que todavía te queda una esperanza o, al menos, un futuro. (La esperanza, dijo Francis Bacon, es un buen desayuno, pero una mala cena.) Este optimismo se deriva de la neblina, de la plegaria que hay en ella, especialmente si es la hora del desayuno. En días así, con todas sus cúpulas cubiertas de zinc, que parecen teteras o tazas vueltas, y el perfil inclinado de los campaniles, tintineando como cucharas abandonadas y fundiéndose en el cielo, la ciudad adquiere un verdadero aspecto de porcelana. Por no hablar de las gaviotas y las palomas, ora destacando a plena luz, ora desvaneciéndose en el aire. Debo decir que, por bueno que sea este lugar para las lunas de miel, he pensado muchas veces que habría que escogerlo también para los divorcios -tanto los que se estén incubando como los que ya se hayan concretado-. No hay mejor telón de foro para perderse en un rapto; tenga o no razón, ningún egoísta puede brillar durante mucho tiempo en esta porcelana junto al agua cristalina, porque le roba el espectáculo. Soy consciente, desde luego, de las desastrosas consecuencias que las sugerencias que acabo de hacer pueden tener para los precios de los hoteles locales, aun en invierno. Sin embargo, la gente ama su propio melodrama más que la arquitectura, y no me siento amenazado. Es sorprendente que la belleza se valore menos que la psicología, pero, puesto que ése es el caso, podré afrontar los precios de esta ciudad -lo cual significa hasta el final de mis días, e introduce la generosa noción de futuro-.