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Uno es aquello que mira… bueno, al menos en parte. La creencia medieval de que una mujer embarazada que deseara un hijo hermoso debía mirar objetos hermosos no es tan ingenua, dada la calidad de los sueños que se sueñan en esta ciudad. Las noches son aquí bajas en pesadillas, a juzgar, por supuesto, por las fuentes literarias (especialmente, visto que las pesadillas son el principal alimento de tales fuentes). Vaya donde vaya, un enfermo, por ejemplo -un cardíaco, particularmente-, está condenado a despertarse de vez en cuando a las tres de la mañana en un estado de absoluto terror, pensando que se muere. Sin embargo, nada semejante, debo informar, me ocurrió jamás aquí; a pesar de lo cual, al escribirlo, cruzo los dedos de las manos y de los pies.

Hay mejores formas, sin duda, de manipular los sueños, y sin duda es posible argumentar en favor de los medios gastronómicos. Aunque, de atenerse a los patrones italianos, la dieta local no es lo bastante excepcional como para justificar la concentración en esta ciudad de tanta auténtica belleza de ensueño, ya en sus fachadas. Porque en los sueños, como dijo el poeta, comienzan las responsabilidades. En todo caso, algunos de los planos -¡un término adecuado en esta ciudad!- proceden ciertamente de esta fuente, y no hay nada más que uno pueda rastrear en la realidad.

Si un poeta dijera simplemente «en la cama», también sería verdad. La de la arquitectura es seguramente la menos carnal de las Musas, puesto que el principio rectangular de un edificio, de su fachada en particular, milita -y a menudo con gran astucia- contra la interpretación analítica de las formas, semejantes a las de las nubes o las olas -¡más que femenino!- de sus cornisas, loggias y cosas similares. Un plano, en pocas palabras, es siempre más racional que su análisis. Sin embargo, más de un frontone recuerda aquí, exactamente, una cabecera que asomara por encima de su correspondiente cama, habitualmente deshecha, sea de mañana o de tarde. Son mucho más absorbentes estas cabeceras que los posibles contenidos de esos lechos, que la anatomía de la amada, cuya única ventaja aquí podría ser la agilidad o la calidez.

Si algo hay de erótico en los resultados en mármol de los planos, es la sensación del ojo entrenado al deslizarse sobre cualquiera de ellos -una sensación similar a la de la yema de los dedos al tocar por primera vez el pecho de la amada o, aún más exactamente, sus hombros-. Es la sensación telescópica de entrar en contacto con el infinito celular de la existencia de otro cuerpo -una sensación conocida como ternura, y proporcionada tal vez únicamente al número de células que ese cuerpo contiene-. (Todos deberían comprenderlo, salvo los freudianos o los musulmanes, que creen en el velo. Pero, por otra parte, ello explicaría por qué hay tantos astrónomos entre los musulmanes. Además, el velo es un gran instrumento de planificación social, puesto que asegura un hombre a cada mujer, sin que cuente su apariencia. En el peor de los casos, garantiza que la impresión de la primera noche sea, al menos, mutua. No obstante, pese a los motivos orientales de la arquitectura veneciana, los musulmanes son los visitantes menos asiduos de esta ciudad.) De todos modos, sea lo que fuere lo primero -la realidad o el sueño-, la noción de vida más allá de la muerte parece estar bien protegida en esta ciudad por su textura visual, claramente paradisíaca. La enfermedad, por sí misma, y por grave que sea, no se vale aquí de visiones infernales. Haría falta una extraordinaria neurosis, o una acumulación de pecados comparable, para ser presa de pesadillas en esas condiciones. Es posible, por supuesto, pero no frecuente. Para los casos benignos de cualquiera de las dos cosas, una estancia aquí es la mejor terapia, y es en torno de ello que gira el turismo local. Se duerme profundamente en esta ciudad, porque sobreponerse a una psiquis agitada o a una conciencia culpable, cansa.

Quizá la mejor prueba de la existencia del Todopoderoso sea nuestra ignorancia del momento en que hemos de morir. En otras palabras, de haber sido la vida un asunto exclusivamente humano, se nos habría dado a luz con un término, o una sentencia, fijando con exactitud la duración de nuestra presencia aquí: como se hace en los campos de prisioneros. El que ello no ocurra sugiere que la cuestión no es enteramente humana; que interviene algo de lo que no tenemos idea ni control. Que hay un mediador que no está sujeto a nuestra cronología o, si vamos a eso, a nuestro sentido de la virtud. De ahí todos esos intentos de predecir o descifrar el futuro, de ahí nuestra dependencia de médicos o gitanos, que se intensifica cuando estamos enfermos o en dificultades, y que no es sino una tentativa de domesticar -o demonizar- lo divino. Lo mismo se puede decir de nuestro sentimiento ante la belleza, tanto la natural como la producida por el hombre, ya que lo infinito sólo puede ser apreciado por lo finito. Salvo en lo que respecta a la gracia, las razones para la reciprocidad son insondables -a menos que uno busque con sinceridad una explicación benevolente de por qué le cobran tanto por todo en esta ciudad.

Por profesión, o más bien por el efecto acumulativo de lo que he estado haciendo durante años, soy escritor; por oficio, sin embargo, soy universitario, profesor. Las vacaciones de invierno en mi instituto son de cinco semanas, y ello explica en parte la duración de mis peregrinaciones hasta aquí -pero sólo en parte-. Lo que el Paraíso y las vacaciones tienen en común es que hay que pagar por ambos, y que la moneda a emplear es tu vida anterior. Es razonable, pues, que mi romance con esta ciudad -con esta ciudad en esta estación en particular- haya comenzado hace mucho: mucho antes de que hubiese aprendido cosas con las que ganar dinero, mucho antes de que pudiera pagarme mi pasión.

En 1966 -yo tenía por entonces veintiséis años-, un amigo me dejó tres novelas cortas de un escritor francés, Henri de Régnier, traducidas al ruso por el maravilloso poeta Mikhail Kuzmin. En aquella época, lo único que yo sabía de Régnier es que era uno de los últimos parnasianos, un buen poeta, aunque no extraordinario. Lo único que sabía de Kuzmin era, de memoria, un puñado de sus Cantos alejandrinos y de sus Pichones de barro -además de conocer su reputación de gran esteta, devoto ortodoxo y homosexual declarado-, creo, en ese orden.

Cuando conseguí aquellas novelas, tanto su autor como su traductor estaban muertos hacía tiempo. También los libros estaban moribundos: ediciones en rústica, publicadas a finales de los años treinta, sin encuadernación que destacar, se deshacían en las manos. No recuerdo los títulos ni el editor; en realidad, también mi memoria de sus argumentos es muy vaga. No sé por qué, tengo la impresión de que uno de ellos se llamaba Fiestas provinciales, pero no estoy seguro. Podría verificarlo, pero ocurre que el amigo que me los prestó murió hace un año; y no lo haré.