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De todos modos, rara vez he cruzado los umbrales de viviendas corrientes en esta ciudad. A ninguna tribu le gustan los extranjeros, y los venecianos son muy tribales, además de ser isleños. Tampoco mi italiano, con sus brutales oscilaciones en torno de su firme cero, dejó de ser un impedimento. Siempre mejora al cabo de un mes, aproximadamente, pero entonces tengo que coger el avión que me apartará de la oportunidad de usarlo durante otro año. En consecuencia, me mantuve siempre en compañía de nativos angloparlantes y de expatriados americanos cuyas casas compartían una versión familiar -si no un nivel- de la riqueza. En cuanto a los que hablaban ruso, los personajes del bar, sus sentimientos respecto de mi país natal y sus posiciones políticas solían llevarme al borde de la náusea. El resultado sería poco más o menos el mismo con los dos o tres autores y profesionales locales: demasiadas litografías abstractas en las paredes, demasiados estantes con libros perfectamente ordenados y baratijas africanas, esposas silenciosas, hijas pálidas, conversaciones que discurren, moribundas, a través de temas de actualidad, la fama de algún otro, la psicoterapia, el surrealismo, hasta la descripción de un atajo hacia mi hotel. La disparidad de ocupaciones comprometida por la tautología de los resultados netos: de ser necesaria una fórmula, ésa es. Yo aspiraba a desperdiciar mis tardes en el despacho vacío de algún abogado o farmacéutico local, mirando a su secretaria cuando trajera café de un bar cercano, charlando ociosamente sobre los precios de embarcaciones de motor o sobre las características rescatables de la figura de Diocleciano, ya que prácticamente todo el mundo posee aquí una educación razonablemente sólida, así como también un vivo deseo de objetos aerodinámicos. Yo sería incapaz de levantarme de la silla, sus clientes serían escasos; al final, cerraría el lugar y nos marcharíamos al Gritti o al Danieli, donde yo pagaría las bebidas; si yo fuese afortunado, su secretaria vendría con nosotros. Nos hundiríamos en profundos sillones, intercambiando observaciones malévolas acerca de los nuevos batallones alemanes o los ubicuos japoneses, que miran a través de sus cámaras, como nuevos viejos, los pálidos muslos de mármol desnudo de esta ciudad que, como Susana, anda con el agua fría, coloreada por el ocaso, acariciante, hasta la cintura. Más tarde, él me invitaría a cenar a su casa, y su esposa embarazada, por encima de la hirviente pasta, me recriminaría mi prolongada soltería… Demasiadas películas neorrealistas, supongo, demasiada lectura de Svevo. Para que las fantasías de este tipo se conviertan en realidad, los requisitos son los mismos que para vivir en un piano nobile. No me veo con ellos, ni he permanecido aquí lo bastante para abandonar por entero este sueño imposible. Para tener otra vida, uno debe ser capaz de arropar la primera, y el trabajo debe ser hecho con pulcritud. Nadie logra hacer ese tipo de cosas de modo convincente, aunque a veces las esposas fugadas o los sistemas políticos nos prestan buenos servicios… Es con otras casas, con escaleras desconocidas, con olores extraños, con moblajes y topografías sorprendentes, que los proverbiales perros viejos sueñan en su senilidad y decrepitud, no con nuevos amos. Y el truco consiste en no molestarlos.

De modo que nunca dormí, ni siquiera pequé, en un lecho familiar de hierro fundido con inmaculadas, crujientes sábanas de lino, cobertor bordado y ricamente orlado, almohadas como nubes y pequeño crucifijo con perlas incrustadas encima de la cabecera. Nunca ejercité mi mirada ociosa en un óleo de la Virgen, ni en borrosos retratos de un padre/hermano/tío/hijo con casco de bersaghere, con sus plumas negras, ni en las cortinas de zaraza de la ventana, ni en un jarro de porcelana o de cerámica colocado encima de una cómoda de madera oscura con cajones llenos de encaje, sábanas, toallas, fundas y prendas interiores lavadas y planchadas sobre la mesa de la cocina por un brazo joven, fuerte, bronceado, casi moreno, mientras un tirante cae del hombro y plateadas gotas de sudor brillan en la frente. (Hablando de plata, habría de estar, con toda probabilidad, escondida bajo una pila de sábanas en uno de aquellos cajones.) Todo esto, por supuesto, pertenece a una película de la que no fui protagonista, ni siquiera extra, a una película que, por lo que sé, jamás volverán a proyectar o en la cual, de hacerlo, las cosas tendrán un aspecto diferente. En mi espíritu, se llama Nozze di Seppia y no tiene argumento, salvo por una escena en la que aparezco caminando por los Fondamente Nuove con la mayor acuarela del mundo a la izquierda y un infinito rojo ladrillo a la derecha. Yo llevaría una gorra de paño, una chaqueta de estameña oscura y una camisa blanca con el cuello abierto, lavada y planchada por la misma mano fuerte y bronceada. Cerca del Arsenale, giraría a la derecha, cruzaría doce puentes y tomaría la Via Garibaldi hacia los Giardini, donde, en una silla de hierro del Caffé Paradiso, estaría sentada ella, la que lavó y planchó esta camisa hace seis años. Tendría ante sí una copa de chinotto y un panino, un pequeño volumen raído con el Monobiblos de Propercio o con La hija del capitán de Pushkin; tendría puesto un vestido de tafetán que le llegaría a las rodillas, comprado una vez en Roma, en vísperas de nuestro viaje a Ischia. Levantaría los ojos, del color de la mostaza y de la miel, los posaría en la figura de la pesada chaqueta de estameña y diría: «¡Qué barriga!». Si algo pudiera salvar esta película del fracaso, sería la luz de invierno.

Hace poco, vi en alguna parte la fotografía de una ejecución en tiempos de guerra. Tres hombres pálidos, delgados, de estatura media y sin rasgos faciales destacables (la cámara los tomaba de perfil) de pie en el borde de una zanja recién excavada. Tenían aspecto septentrional -en realidad, creo que la foto fue hecha en Lituania-. Inmediatamente detrás de cada uno de ellos, había un soldado alemán con una pistola. En la distancia, se alcanzaba a distinguir un montón de otros soldados: los mirones. Parecía el comienzo del invierno o el final del otoño, puesto que los soldados llevaban abrigos. Los condenados, los tres, vestían en idéntica forma, con gorras de paño, pesadas chaquetas negras sobre camisas blancas sin cuello: el uniforme de las víctimas. Para colmo, tenían frío. Debido en parte a ello, escondían la cabeza entre los hombros. Al cabo de un segundo, morirían: el fotógrafo apretó su botón un instante antes de que los soldados apretaran sus gatillos. Los tres aldeanos escondían la cabeza entre los hombros y miraban de soslayo como lo hacen los niños cuando prevén el dolor. Esperaban ser heridos: quizá malheridos; esperaban el ensordecedor -¡tan cerca de los oídos!- sonido de un disparo. Y miraban de soslayo. ¡Porque el repertorio de las respuestas humanas es tan limitado…! Lo que se les acercaba era la muerte, no el dolor; sin embargo, sus cuerpos no podían distinguir la una del otro.

Una tarde de noviembre de 1977, en el Londra, donde yo estaba alojado por cortesía de la Bienal de Diseño, recibí una llamada telefónica de Susan Sontag, que se encontraba en el Gritti por una invitación similar. «Joseph», dijo, «¿qué haces esta noche?» «Nada», le respondí, «¿por qué?» «Bueno, es que me tropecé con Olga Rudge hoy, en la piazza. ¿La conoces?» «No. ¿Te refieres a la mujer de Pound?» «Sí», dijo Susan, «y me invitó esta noche. Me da miedo ir sola. ¿Irías conmigo, si no tienes otros planes?» No tenía ninguno y dije que sí, claro, habiendo entendido demasiado bien su aprensión. La mía, pensé, podía ser aún mayor. Bueno, para empezar, en mi oficio, Ezra Pound es un gran negocio, prácticamente una industria. Muchos grafómanos americanos han encontrado en Ezra Pound un maestro y un mártir. De joven, yo había traducido bastantes fragmentos suyos al ruso. Las traducciones eran una porquería, pero se publicaron inmediatamente, por cortesía de un criptonazi del consejo de redacción de una revista literaria muy solvente (ahora, por supuesto, el hombre es un fervoroso nacionalista). Me gustaba el original por su frescura juvenil y su verso tenso, por su variedad temática y estilística, por sus voluminosas referencias culturales, entonces fuera de mi alcance. También me gustaba su orden de «hacerlo nuevo» -me gustó, debo decir, hasta que comprendí que la verdadera razón para hacerlo nuevo era que estaba completamente viejo; que estábamos, después de todo, en una fábrica-. En cuanto a su situación en St. Elizabeth, a los ojos de un ruso, no había por qué enloquecer y, en cualquier caso, era mejor que los nueve gramos de plomo que sus arengas radiales de la época de la guerra le hubiesen valido en otra parte. Los Cantos, además, me dejaban frío; el principal de sus errores era un viejo error: buscar la belleza. En alguien con tan prolongada residencia en Italia, era sorprendente que no hubiese entendido que no era posible tomar la belleza por objetivo, que siempre es el subproducto de otras actividades, a menudo muy vulgares. Sería bueno, creo, publicar sus poemas y sus discursos en un solo volumen, sin ninguna introducción erudita, y ver qué pasa. Un poeta debería saber mejor que nadie que el tiempo no reconoce distancia alguna entre Rapallo y Lituania. También creo que admitir que uno ha tirado su vida a la basura es más valiente que perseverar en el papel de genio perseguido, con el brazo bien alzado en el saludo fascista al regresar a Italia, con las subsiguientes negativas respecto del significado del gesto, con entrevistas concedidas con reticencia, y con capa y bastón, cultivando el aspecto de un sabio con el claro resultado de parecerse a Haile Selassie. Para algunos de mis amigos, seguía siendo grande, y ahora yo iba a ver a su mujer.