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La dirección correspondía al sestiere de la Salute, la parte de la ciudad, por lo que yo sabía, con el mayor porcentaje de extranjeros, especialmente anglosajones. Tras algunas vueltas, encontramos el sitio, no demasiado lejos, en realidad, de la casa en que vivió Régnier en la segunda década del siglo. Llamamos, y lo primero que vi, después de que la mujercita de los ojos como gotas brillantes tomara forma en el umbral, fue el busto del poeta por Gaudier-Brzeska en el suelo del salón. La garra del aburrimiento era rápida pero segura.

Se sirvió té, y apenas habíamos bebido el primer sorbo cuando la anfitriona -una dama de pelo gris, diminuta, pulcra, con muchos años encima- alzó un fino dedo, que se deslizó en el surco de un invisible disco mental, y de sus labios fruncidos brotó un aria cuya partitura había sido de dominio público al menos desde 1945. Que Ezra no era fascista; que ellos temían que los americanos (lo cual sonaba bastante extraño viniendo de una americana) lo enviaran a la silla eléctrica; que no sabían nada de lo que estaba sucediendo; que no había alemanes en Rapallo; que él viajaba de Rapallo a Roma sólo dos veces al mes por lo de la radio; que los americanos, nuevamente, se equivocaban al pensar que Ezra tenía intención… En cierto punto, dejé de registrar lo que decía -lo cual es fácil para mí, por no ser el inglés mi lengua materna- y me limité a asentir en las pausas, o allí donde ella puntuaba su monólogo con un «¿Capito?» reiterativo como un tic. Una grabación, pensé; la voz de su amo. Hay que ser cortés y no interrumpir a la señora; es basura, pero ella la cree. Hay algo en mí, supongo, que siempre respeta el aspecto físico de la palabra humana, más allá de su contenido; el movimiento mismo de los labios de alguien es más esencial que lo que los mueve. Me hundí más profundamente en mi sillón y traté de concentrarme en las galletas, ya que no había cena.

Lo que me arrancó al ensueño fue el sonido de la voz de Susan, que implicaba que la grabación se había detenido. Había algo raro en su timbre y presté atención. «Pero seguramente, Olga», decía, «usted no creerá que los americanos se enfadaron con Ezra por sus discursos por la radio. Porque, de haber sido sólo por eso, Ezra no hubiese sido más que otro Tokyo Rose.» Entonces, hubo una de las mejores declaraciones que yo haya oído jamás. Miré a Olga. Hay que decir que ella lo tomó como un hombre. O, aún mejor, como una profesional. O no alcanzó a comprender lo que Susan había dicho, aunque lo dudo. «¿Qué fue, pues?», preguntó. «Fue el antisemitismo de Ezra», replicó Susan, y vi el corindón de la púa del dedo de la vieja dama posarse en el surco otra vez. En ese lado del disco se oía: «Hay que entender que Ezra no era antisemita; que, después de todo, su nombre era Ezra; que algunos de sus amigos eran judíos, incluyendo un almirante veneciano; que…». La melodía era igualmente familiar e igualmente prolongada -alrededor de tres cuartos de hora; pero esta vez teníamos que irnos-. Agradecimos a la vieja dama la velada y le dijimos adiós. Yo, por una vez, no sentí la tristeza que habitualmente se siente al salir de la casa de una viuda -o, en ese mismo orden de cosas, al dejar solo a cualquiera en un lugar vacío-. La vieja dama estaba en buena forma, y en una posición holgada; encima, tenía la comodidad de sus convicciones; una comodidad, sentí, que iba a tener que defender en cierta medida. Creo que yo nunca había conocido un fascista, ni joven ni viejo; sin embargo, había tratado a un número considerable de miembros del viejo PC, y fue por eso que el té en casa de Olga Rudge, con aquel busto de Ezra en el suelo, hizo sonar, por así decirlo, una campana. Salimos de la casa, echamos a andar hacia la izquierda y, dos minutos más tarde, nos encontramos en la Fondamenta degli Incurabili.

¡Ah, el antiguo poder de sugestión del lenguaje! ¡Ah, esa legendaria capacidad de las palabras para significar más de lo que en realidad dicen! ¡Ah, el gatillo, la culata y el cañón del oficio! Por supuesto, el «Dique de los Incurables» recuerda la peste, las epidemias que solían barrer la mitad de la población de esta ciudad, siglo tras siglo, con la regularidad de un agente del censo. El nombre evoca los casos desesperados que, más que deambular, se echaban allí, sobre las losas, literalmente agonizantes, envueltos en sudarios, a esperar que los acarrearan -o, más bien, los embarcaran- y los llevaran lejos. Antorchas, humo, máscaras de gasa para prevenir la inhalación, susurros de vestiduras y hábitos de monjes, grandes capas negras, velas. Gradualmente, la procesión fúnebre se convierte en un carnaval, o en un verdadero paseo, donde se impone el uso de la máscara, puesto que en esta ciudad todo el mundo conoce a todo el mundo. Hay que añadir a ello los poetas y los compositores tuberculosos; y también hay que añadir los hombres de convicciones imbéciles o los estetas desesperadamente enamorados de este lugar: así, el dique merecerá su nombre y la realidad estará a la altura del lenguaje. Agreguemos igualmente que la relación entre peste y literatura (la poesía en particular, y la poesía italiana en especial) fue bastante intrincada desde el principio. Que el descenso de Dante al Infierno debe tanto a Homero y Virgilio -escenas episódicas, después de todo, de la Iliada y la Eneida- como a la literatura medieval bizantina sobre el cólera, con su tradicional concepto del entierro prematuro y la subsiguiente peregrinación del alma. Agentes del Infierno excesivamente entusiastas yendo y viniendo por la ciudad golpeada por el cólera, ajustarían la mira sobre un cuerpo completamente deshidratado, pondrían los labios en las fosas nasales del moribundo y aspirarían el espíritu de su vida, proclamándolo de ese modo muerto y en condiciones de ser enterrado. Una vez abajo, el individuo pasaría por infinitas salas y cámaras, alegando haber sido enviado al mundo de los muertos injustamente y reclamando una reparación. Tras obtenerla -habitualmente ante un tribunal presidido por Hipócrates-, retornaría lleno de historias acerca de aquellos con los que tropezara en las salas y las cámaras inferiores: reyes, reinas, héroes, mortales famosos e infames de su época, arrepentidos, resignados, desafiantes. ¿Suena familiar? Bueno, en gran parte por el poder de sugestión del oficio. Nunca se sabe qué engendra qué: si una experiencia, un lenguaje, o un lenguaje, una experiencia. Ambos son capaces de generar un montón de cosas. Cuando uno está gravemente enfermo, imagina toda clase de resultados y evoluciones que, por lo que sabemos, jamás tendrán lugar. ¿Se trata del pensamiento metafórico? La respuesta, creo, es sí. Salvo por el hecho de que, cuando uno está enfermo, espera, inclusive contra toda esperanza, curarse, que la enfermedad se detenga. Así, el fin de la enfermedad es el fin de sus metáforas. Una metáfora -o, más ampliamente, el lenguaje mismo-, por lo general, carece de límites fijos, anhela la continuidad: una vida después de la muerte, si se quiere. En otras palabras (sin la pretensión de jugar con ellas), la metáfora es incurable. Hay, pues, que agregar a todo esto la propia persona, un portador de este oficio, o de este virus -en realidad, de un par de ellos, afilando los dientes para un tercero-, arrastrando los pies en una noche ventosa por la Fondamenta, cuyo nombre proclama su diagnóstico, sin atender a la naturaleza de la enfermedad.