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– Lo necesito. Comparte conmigo la misma pasión y tiene el empuje para conseguir que las cosas pasen. -Hizo una pausa-. Prométeme que me lo conseguirás, Melis. Es lo más importante que te he pedido nunca.

– No tienes que… -Pero Phil no iba a rendirse. -Te lo prometo. ¿Satisfecho?

– No, me odio por pedírtelo. Y odio estar en este sitio. Si no hubiera sido tan soberbio, no hubiera tenido que… -Suspiró profundamente-. Pero eso es agua pasada, ahora no puedo mirar atrás. Hay demasiadas cosas en el futuro.

– Entonces, maldita sea, ¿por qué escribes un testamento y una última voluntad?

– Porque ellos no tuvieron la posibilidad de hacerlo.

– ¿Qué?

– Debemos aprender de sus errores. – Hizo una pausa-. Vete a casa. ¿Quién cuida de Pete y Susie?

– Cal.

– Me sorprende que le permitas encargarse de eso. Te importan más esos delfines que cualquiera con dos piernas.

– Es obvio que no, por eso estoy aquí. Cal cuidará bien de Pete y Susie. Antes de irme sembré en su alma el temor de dios. Phil rió entre dientes.

– O el miedo a Melis. Pero sabes lo importantes que son. Regresa con ellos. Si no tienes noticias mías en dos semanas, ve a buscar a Kelby. Adiós, Melis.

– No te atrevas a colgar. ¿Qué quieres que haga Kelby? ¿Se trata nuevamente de aquel maldito dispositivo sónico?

– Sabes bien que nunca se ha tratado de eso.

– ¿De qué entonces?

– Sabía que te alterarías. Desde que eras una niña siempre te interesó el Ultimo hogar.

– ¿Tu barco?

– No, el otro Último hogar. Marinth. -Y colgó. Ella permaneció largo rato allí, como paralizada, antes de colgar lentamente su teléfono.

Marinth.

Dios mío.

El Trina

Venecia, Italia

– ¿Qué demonios es Marinth?

Jed Kelby se puso tenso en su silla.

– ¿Qué?

– Marinth. -John Wilson levantó la vista del montón de cartas que clasificaba para Kelby-. Es todo lo que hay escrito en esta carta. Solo esa palabra. Debe ser algún tipo de broma o un ardid publicitario.

– Dámela.

Kelby estiró lentamente el brazo por encima del escritorio y tomó la carta y el sobre.

– ¿Algo malo, Jed? -Wilson dejó de clasificar la correspondencia que acababa de subir a bordo.

– Quizá. -Kelby echó un vistazo a la dirección del remitente escrito en el sobre. Philip Lontana. La fecha del matasellos era de dos semanas antes -. ¿Por qué demonios no la recibí antes?

– La habrías recibido sí hubieras permanecido en algún sitio más de uno o dos días -replicó Wilson con sequedad -. No he tenido noticias tuyas en dos semanas. No puedo responsabilizarme de mantenerte al corriente si no cooperas. Hago todo lo que puedo, pero no eres el hombre más fácil de…

– Está bien, está bien. -Se reclinó en la silla y echó una mirada a la carta. -Philip Lontana. No he tenido noticias suyas en varios años. Creí que quizás había abandonado el negocio.

– Nunca lo he oído mentar.

– ¿Y por qué deberías conocerlo? No es un corredor de bolsa ni un banquero, por lo que no te interesaría.

– Eso es verdad. Lo único que me interesa es mantenerte asquerosamente rico y lejos de las garras de la Agencia Tributaria. -Wilson colocó varios documentos delante de Kelby. -Firma estos, por triplicado. -Observó con mirada de desaprobación cómo Kelby firmaba los contratos -. Debiste leerlos. ¿Cómo sabes que no te he jodido?

– Eres moralmente incapaz de hacerlo. SÍ tuvieras esa intención, me habrías desplumado hace diez años, cuando te balanceabas al borde de la bancarrota.

– Es verdad. Pero tú me sacaste de aquel hueco. Por lo que eso no prueba nada.

– Te dejé balancearte un rato para ver qué harías antes de intervenir.

– Nunca me enteré de que me estabas probando -Wilson inclinó la cabeza.

– Lo siento. -La mirada de Kelby descansaba aún sobre la carta-. Es la naturaleza de la bestia. No he sido capaz de confiar en mucha gente a lo largo de mi vida, Wilson.

Dios era testigo de que eso era verdad, pensó Wilson. Heredero de una de las mayores fortunas de Estados Unidos, Kelby y su fideicomiso habían sido el centro de la pelea entre su abuela y su madre desde el momento de la muerte de su padre. Habían presentado en los tribunales un caso tras otro hasta que alcanzó su vigésimo primer cumpleaños. Entonces tomó el control con fría inteligencia; de forma implacable, cortó todos los contactos con su madre y su abuela y buscó expertos que dirigieran sus finanzas. Terminó su educación y se dedicó a ser el trotamundos que era aún en este momento. Durante la guerra del Golfo había sido miembro de los SEAL, el cuerpo de élite de la Marina norteamericana, compró después el yate Trina y dio inicio a una serie de exploraciones submarinas que le trajeron una fama que no valoraba y un dinero que no le hacía falta. De todos modos parecía irle bien en la vida. En los últimos ocho años había vivido vertiginosa y duramente, y se había relacionado con algunas personas bastante desagradables. No. Wílson no podía criticarlo por ser cauteloso y cínico a la vez. Eso no le preocupaba. Él mismo era un cínico y con el paso de los años había aprendido a querer sinceramente al hijo de puta.

– ¿Lontana ha intentado antes ponerse en contacto conmigo? -preguntó Kelby.

Wilson revisó el resto de la correspondencia.

– Esa es la única carta. -Abrió su agenda -. Una llamada el veintitrés de junio. Quería que se la devolvieras. Otra, el veinticinco. El mismo mensaje. Mi secretaria le preguntó de qué asunto se trataba, pero no quiso decírselo. No parecía ser nada tan urgente como para intentar buscarte. ¿Lo era?

– Posiblemente. -Kelby se levantó y atravesó la cabina hasta llegar al ventanuco – Sabía perfectamente cómo atraer mi atención.

– ¿De quién se trata?

– Es un oceanógrafo brasileño. Apareció mucho en la prensa cuando descubrió aquel galeón español hace unos quince años. Su madre era estadounidense y su padre brasileño, y él mismo es algo así como uno que vive en otra época. Oí decir que se creía un gran aventurero y salía a navegar en busca de ciudades perdidas y galeones hundidos. Solo descubrió un galeón pero nadie duda que sea un tío perspicaz.

– ¿Lo conoces personalmente?

– No. En realidad, no me interesaba. No habríamos tenido muchas cosas en común. Yo soy, sin lugar a dudas, un producto de esta época. No transmitimos en la misma frecuencia.

Wilson no estaba tan seguro. Kelby no era un soñador pero tenía la temeridad feroz y agresiva tan típica de los bucaneros de otros siglos.

– Entonces, ¿qué quiere Lontana de ti? -Su mirada se centró en Kelby -. ¿Y qué quieres tú de Lontana?

– No estoy seguro de qué es lo que quiere de mí. -Miraba al mar y pensaba-. Pero yo sé lo que quiero de él. Lo que me pregunto es si me lo puede proporcionar.

– Hablas en clave.

– ¿De veras? -Se volvió de repente para mirar de frente a Wilson-. Por dios, entonces es mejor que hablemos con claridad y sin tapujos, ¿no es verdad?

Wilson se quedó impresionado al ver la temeridad y la excitación que se traslucía en la expresión de Kelby. La energía agresiva que emitía era casi tangible.

– Entiendo entonces que quieres que me ponga en contacto con Lontana.

– Sí. De hecho, vamos a verlo.

– ¿Vamos? Tengo que volver a Nueva York. Kelby negó con la cabeza.

– Podría necesitarte.

– Sabes que no entiendo nada de todos esos líos oceanográficos, Jed. Y, maldita sea, no quiero entenderlos. Tengo postgrados en leyes y contabilidad. No te serviría de nada.