– No voy a someterla a un tercer grado. Según una de tus frases favoritas, eso no sería productivo. Tengo cierto tacto.
– Cuando te conviene. – Wilson se encogió de hombros -. Pero harás lo que decidas hacer. Está bien, primero hablaré con las enfermeras y después intentaré averiguar algo más sobre la explosión.
Lo que probablemente no sería gran cosa, pensó Kelby. Según el boletín informativo que había oído camino al hospital, la explosión había destrozado la nave. El había llegado el primero al sitio del desastre pero allí no había prácticamente nada que recobrar. Por el momento, el hecho se consideraba un accidente pero no lo parecía. Habían tenido lugar dos explosiones en extremos opuestos de la nave.
La veintiuno.
Abrió la puerta y entró en la habitación. Una mujer yacía en la cama que dominaba la habitación, agradable y serena. No había enfermeras, gracias a dios. Wilson era bueno pero necesitaba tiempo para abrirle camino. Kelby agarró una silla al lado de la puerta y la llevó junto a la cama. Ella no se movió cuando él se sentó y comenzó a estudiarla.
La cabeza de Melis Nemid estaba cubierta de vendas, pero pudo ver mechones de cabello rubio sobre las mejillas de la chica. Dios, era… excepcional. Su cuerpo era pequeño, de huesos delicados, y su apariencia era tan frágil como la de un adorno navideño. Ver herida a una persona así era increíblemente enternecedor. Le recordaba a Trina, a la época en que…
Dios mío, hacía muchos años que no se tropezaba con una persona que hiciera renacer de repente aquel período de su vida.
Tranquilízate. Vuélvelo del revés. Transfórmalo en cualquier otra cosa.
Miró a Melis Nemid con fría objetividad. Sí, era frágil y de aspecto indefenso. Pero si uno consideraba la otra cara de la moneda, esa delicadeza era algo extrañamente sexual y excitante. Era como sostener en las manos una finísima taza de porcelana, sabiendo que uno la podía romper solo tensando la mano. La mirada de Kelby se desplazó al rostro de la chica. Una bellísima estructura ósea. Una boca grande, de forma perfecta, que acentuaba de alguna manera su apariencia sensual. Una mujer diabólicamente bella.
¿Y se suponía que ésta era la hija adoptiva de Lontana? El hombre era un sexagenario y aquella chica tendría unos veinticinco años. Por supuesto, eso era posible. Pero también era posible que la adopción fuera una manera de evitar preguntas sobre una relación entre personas de muy diferente edad.
Lo que ella hubiera sido para Lontana no tenía la menor importancia. Lo único relevante era el hecho de que la relación había durado mucho y había sido tan íntima que aquella mujer podía estar en condiciones de decirle lo que él necesitaba saber. Si ella sabía eso, él se cercioraría de que se lo dijera, sin la menor duda.
Se reclinó en la silla y esperó a que la chica despertara.
Por dios, qué dolor de cabeza.
¿Medicamentos? No, habían dejado de darle medicamentos cuando ella dejó de resistirse. Abrió los ojos con precaución. Descubrió aliviada que no había adornos de encaje. Paredes azules, frías como el mar. Sábanas blancas recién planchadas la cubrían. ¿Un hospital?
– Debe de tener sed. ¿Querría un poco de agua?
La voz de un hombre, podía ser un médico o un enfermero… Su mirada se posó en el hombre que estaba sentado al lado de su cama.
– Tranquila, no le estoy ofreciendo veneno. -Sonrió -. Nada más que un vaso de agua.
No era un médico. Vestía vaqueros y una camisa de hilo arremangada hasta el codo y le resultaba de alguna manera… familiar.
– ¿Dónde estoy?
– En el Hospital de Santa Catalina.
Le sostuvo el vaso pegado a los labios mientras bebía. Ella lo examinó mirando por encima del borde. Tenía cabello y ojos oscuros, y entre treinta y cuarenta años, y llevaba su aplomo con la misma sencillez y desenvoltura con la que llevaba su ropa. Si lo hubiera visto antes, no lo habría olvidado de ninguna manera.
– ¿Qué pasó?
– ¿No se acuerda?
El barco se hacía astillas, lanzando al aire pedazos de cubierta y fragmentos de metal.
– ¡Phil! -De repente se sentó muy derecha en la cama. Phil estaba dentro de aquel infierno. Phil estaba… Intentó poner los pies en el suelo -. Él estaba allí. Yo tengo que… Él bajó y entonces…
– Acuéstese. -El hombre la empujó hasta que ella volvió a recostarse sobre las almohadas -. No puede hacer nada. El barco estalló hace veinticuatro horas. Los guardacostas aún no han abandonado la búsqueda. Si Phil está vivo, lo encontrarán.
Veinticuatro horas. Ella lo miró aturdida.
– ¿No lo han encontrado?
– Todavía no -el hombre negó con la cabeza.
– No pueden abandonar. No permita que lo hagan.
– No lo permitiré. Ahora es mejor que duerma un poco más. Si las enfermeras creen que la he hecho alterarse me echarán de aquí. Solo quería que usted lo supiera. Se me ocurre que usted es como yo. Que quiere saber la verdad aunque duela.
– Phil… -cerró los ojos mientras el dolor se apoderaba de ella -. Me duele. Quisiera poder llorar.
– Entonces, llore.
– No puedo. Nunca he… no lo he… Lárguese. No quiero que nadie me vea en este estado.
– Pero ya la he visto. Creo que me quedaré aquí para cerciorarme de que va a estar bien.
Ella abrió los ojos y lo examinó. Duro… muy duro.
– A usted no le importa que yo esté bien o no. ¿Quién demonios es usted?
– Jed Kelby.
Era ahí donde lo había visto: periódicos, revistas, televisión.
– Debí de haberme dado cuenta. El Chico de Oro.
– Odiaba ese apodo y todo lo que implicaba. Es una de las razones por la que me volví tan beligerante con los medios. -Sonrió-. Pero he logrado sobreponerme. Ya no soy un chico. Soy un hombre. Y soy lo que soy. Y descubrirá que ser lo que soy podría serle de gran ayuda.
– Lárguese.
El hombre dudó un instante y después se levantó.
– Regresaré. Mientras tanto, me cercioraré de que los guardacostas sigan buscando a Lontana.
– Gracias.
– No hay de qué. ¿Llamo a la enfermera para que le traiga un sedante?
– ¡Nada de medicamentos! No los tomo…
– Bien. Lo que usted diga.
Vigiló la puerta hasta que se cerró a espaldas del hombre. Había sido muy atento, bondadoso incluso. Ella estaba demasiado mareada y dolorida para saber qué debía pensar de él. Lo único que había percibido con claridad era aquel aire de calmado aplomo y fuerza física, y eso la inquietaba.
No pienses en él.
E intenta no pensar en Phil. Veinticuatro horas era demasiado tiempo, pero aún era posible que él estuviera allá fuera.
Siempre que se hubiera puesto un chaleco salvavidas.
Siempre que no hubiera volado antes de tocar el agua.
Dios, cuánto deseaba poder llorar.
– ¿Puedes estar levantada? – Gary frunció el ceño con preocupación cuando a la mañana siguiente vio a Melis sentada junto a la ventana-. La enfermera me dijo que habías recobrado la conciencia ayer por la tarde.
– Estoy bien. Y tengo que demostrarles que no necesito quedarme aquí. -Las manos de la chica apretaron con fuerza los brazos del butacón-. Quieren que espere aquí y hable con la policía.
– Sí, ya les di mi declaración. No te molestarán, Melís.
– Ya me están molestando. La policía no puede venir aquí hasta más tarde, después de la comida, y no voy a esperar tanto. Pero el hospital me mantiene atada aquí con tanto papeleo que no puedo ni moverme. Creo que se trata de una excusa. Dicen que de todas maneras no puedo irme hasta mañana.
– Probablemente los médicos estén en lo cierto. -De eso nada. Tengo que regresar al sitio donde se hundió el barco. Tengo que encontrar a Phil.
– Melis… -Gary vaciló antes de seguir hablando con delicadeza-. Estuve allí con los guardacostas. No vas a encontrar a Phil. Lo hemos perdido.