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Los crispamientos cesaron. El rostro de Graves se serenó, y adoptó el aspecto de un hombre más joven y más alegre.

—Muy bien, aquí va —dijo—. La triste historia de Elena y Geni Carmel. Shasta es un mundo rico. Permite que sus jóvenes hagan lo que les plazca. Cuando las gemelas Carmel cumplieron los veintiuno, recibieron como obsequio una pequeña nave espacial para realizar excursiones, la Nave de los Sueños Estivales. Pero en lugar de dedicarse a pasear por su propio sistema, como hacen la mayoría de los chiquillos, convencieron a su familia para que conectasen un Propulsor Bose a la nave. Entonces se lanzaron a una verdadera parranda turística: nueve mundos de la Cuarta Alianza y tres de la Comunión Zardalu. En su planeta final, decidieron ver la vida «en bruto»… Así fue como lo expresaron sus padres. Significa que querían vivir con comodidad, pero observando un mundo subdesarrollado.

«Aterrizaron en Pavonis Cuatro y desplegaron una tienda de lujo. Pavonis Cuatro es un planeta pobre y pantanoso de la Comunión. Más bien debería decir que es pobre ahora; ya que era bastante rico antes de que llegaran los explotadores humanos. Para ellos, una especie anfibia nativa, conocida como los Bercia, resultaba un estorbo. Quedaron prácticamente extinguidos. Pero para ese entonces el planeta ya había sido limpiado, y los explotadores partieron. Los miembros supervivientes de los Bercia, los pocos que quedaban, recibieron la condición provisional de poseer una inteligencia potencial y fueron protegidos. Al fin.

Graves se detuvo. Su rostro se convirtió en una máscara de expresiones cambiantes. Ya no resultaba evidente si era Julius o Steven el que hablaba.

—¿Eran los Bercia inteligentes? —prosiguió con suavidad—. El universo nunca lo sabrá. Lo que sí sabemos es que ahora los Bercia están extinguidos. Sus últimas dos guaridas fueron eliminadas hace dos meses… por Elena y Geni Carmel.

—Pero no habrá sido a propósito, seguramente. —Perry continuaba aferrado a los cubos y los miraba—. Debe de haber sido un accidente.

—Es posible. —Con sus modales serios, Julius Graves volvía a estar a cargo—. No lo sabemos, porque, cuando ocurrió, las gemelas Carmel no se quedaron para aclararlo. Inexplicablemente, escaparon. Y continuaron escapando hasta que hace una semana les obstruimos el Propulsor Bose. Ahora ya no pueden escapar más.

Ahora la tormenta arreciaba. Afuera del edificio sonaba un triste gemido, el lamento de una sirena, audible por encima del viento y la lluvia en el techo. Rebka todavía podía escuchar a Graves, pero algún otro condicionamiento movilizó a Perry. Ante el primer sonido de la sirena, se dirigió hacia la puerta.

—¡Un aterrizaje! Esa sirena significa que alguien se encuentra en problemas. Están locos. Si no tienen la suficiente experiencia en una tormenta de nivel cinco…

Perry se marchó. Julius Graves se dispuso a ponerse de pie, pero la mano de Hans Rebka sobre su brazo lo detuvo.

—Escaparon —dijo Rebka. Por la ventana, en medio de la lluvia, podía ver las luces de un coche aéreo que descendía, inclinándose y virando como ebrio en medio de las ráfagas traicioneras. Sólo se encontraba a unos metros del suelo. Él también debía salir. Pero antes tenía que confirmar una cosa—. Escaparon. ¿Y vinieron… a Ópalo?

—Eso fue lo que pensé —respondió Graves, meneando su cabeza grande y cubierta de cicatrices— y por eso solicité aterrizar aquí. Steven había calculado que la trayectoria tenía su punto final en el sistema Dobelle. En cuanto llegué, hablé con los monitores del espaciopuerto de Estrellado. Ellos me aseguraron que nadie pudo haber aterrizado una nave con Propulsor Bose sin que ellos lo supieran.

Ahora volvió a sonar la alarma, y ardieron las bengalas rojas y anaranjadas. Se escuchaban voces que gritaban. Al mirar por la ventana, Rebka vio que el coche tocaba tierra, rebotaba con fuerza por el aire y luego giraba para caer invertido. Entonces se volvió hacia la puerta, pero fue retenido por la mano fuerte de Graves en su brazo.

—Cuando el comandante Perry regrese, le informaré de una nueva solicitud —dijo Graves con suavidad—. No queremos registrar Ópalo. Las gemelas no se encuentran aquí. Pero están en el sistema Dobelle. Y eso sólo puede significar una cosa: que están en Sismo.

Graves inclinó la cabeza hacia un costado, como escuchando por primera vez las sirenas y los sonidos de metal despedazado.

—Debemos registrar Sismo, y pronto. Pero, por el momento, parece que existen problemas más inmediatos.

8

Marea estival menos veintiséis

El momento de la muerte. Toda una vida pasando frente a tus ojos en un instante.

Darya Lang oyó el golpe de la ráfaga de costado justo cuando las ruedas del coche tocaban tierra por segunda vez. Vio cómo se estrellaba el ala derecha…, sintió que la máquina abandonaba la pista…, supo que la nave se estaba dando la vuelta. Hubo un chirrido al aplastarse los paneles del techo.

De pronto, la tierra oscura pasaba con un zumbido a escasos centímetros de su cabeza. Una lluvia de lodo cayó sobre ella, ahogándola. La luz desapareció, dejándola en la más completa oscuridad.

Mientras el arnés se le clavaba con fuerza en el pecho, el dolor hizo que su mente se aclarase. Se sintió estafada.

¿Lo era su vida entera? ¿Lo que supuestamente pasaba a toda prisa frente a sus ojos? De ser así, se había tratado de una vida muy pobre. Lo único en lo que podía pensar era en el Centinela. En cómo nunca llegaría a comprenderlo, a penetrar en su antiguo misterio, en que nunca llegaría a saber lo que había ocurrido con los Constructores. Todos esos años luz de viaje, ¡para terminar aplastada como un insecto en el lodo de un planeta sin importancia!

Como un insecto. Al pensar en los insectos se sintió vagamente culpable.

¿Por qué?

Entonces recordó, colgada cabeza abajo en su arnés. Aunque pensar era difícil, tenía que hacerlo. Estaba viva. Ese líquido que chorreaba por su nariz y se metía en sus ojos ardía terriblemente, pero era demasiado frío como para tratarse de sangre. ¿Qué había sido de los otros dos, de Atvar H’sial y J’merlia, sentados en el asiento trasero? No eran insectos, pensó; en realidad, se parecían menos a insectos que ella. Eran seres racionales.

¡Debería darte vergüenza, Darya Lang!, se dijo.

Sin embargo, ¿los habría matado ella con su forma deficiente de pilotar?

Darya giró la cabeza y trató de mirar a sus espaldas. Algo andaba mal en su cuello. Incluso antes de volverse, sintió una punzada ardiente en la garganta y en el hombro izquierdo. No podía ver nada.

—¿J’merlia? —No serviría de nada llamar a Atvar H’sial. Aunque la cecropiana pudiese escucharla, no tendría forma de responderle—. ¿J’merlia?

Ninguna respuesta. Sólo aquellas voces humanas fuera de la nave. ¿La estaban llamando? No. Hablaban entre ellos, aunque resultaba difícil escucharlos sobre el silbido del viento.

—No puedo hacerlo por aquí. —Era la voz de un hombre—. El techo está partido. Si cede ese puntal, el peso les destrozará la cabeza.

—De todos modos están desahuciados —hablaba una mujer—. Mira cómo han caído. Están aplastados. ¿Quieres esperar al elevador?

—No. He oído a alguien. Sujeta la luz. Voy a entrar.

¡La luz! Darya sintió un nuevo pánico. La oscuridad que tenía delante era total, más negra que cualquier medianoche, negra como la pirámide en el corazón del Centinela. En esa época del año, la luz del día era continua en Ópalo; de Mandel o de su compañero Amaranto. ¿Por qué no podía ver?

Trató de parpadear y no lo logró; alzó la mano derecha para frotarse los ojos. Su mano izquierda se había desvanecido… No tenía ninguna sensación allí, ninguna respuesta salvo el dolor del hombro cuando trataba de moverla.