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(parpadeo)

Paredes verdes, un cielo raso beige y los silbidos y ronroneos de unas bombas. Un IV controlado por computadora goteaba en su brazo izquierdo, sostenido sobre su cuerpo por un tirante de metal. Se sentía abrigada, cómoda y maravillosamente bien.

Neomorfismo, dijo una voz lejana en su cerebro. Suministrado por la computadora cada vez que la telemetría indica que lo necesitas. Poderoso. De rápida adicción. De uso controlado en Puerta Centinela. Empleado sólo bajo condiciones controladas con disparadores inversos de epinefrina.

Tonterías, replicó el resto de ella. La sensación es fantástica. El Círculo Phemus sí que sabe utilizar las drogas. Hurra por ellos.

(parpadeo)

—¿Se siente mejor?

Una pregunta estúpida. No se sentía nada bien. Le dolían los ojos, los oídos, los dientes y los dedos de los pies. Tenía un zumbido en la cabeza, y había puntadas que comenzaban cerca de su oído izquierdo y recorrían todo el camino hasta la punta de sus dedos. Pero ella conocía esa voz.

Darya abrió los ojos. Un hombre había aparecido mágicamente junto a la cama.

—Yo te conozco. —Suspiró—. Pero no conozco tu nombre de pila. Pobre hombre. Ni siquiera tienes un nombre de pila, ¿verdad?

—Sí que lo tengo. Es Hans.

—Capitán Hans Rebka. Estupendo. Entonces sí tienes un nombre. Eres bastante guapo, ¿sabes? Si tan sólo sonrieras un poco más… Se supone que deberías estar en Sismo.

—Hemos regresado.

—Quiero ir a Sismo. —La maldita droga, pensó. Era la droga, debía serlo, y ahora comprendía por qué era ilegal. Tenía que callarse antes de que dijera algo verdaderamente inconveniente—. ¿Puedo ir allí, precioso Hans Rebka? Tengo que ir. De veras. Es necesario. —El sonrió y meneó la cabeza—. ¿Lo ves? Sabía que te verías mejor si sonreías. ¿Entonces me dejarás ir a Sismo? ¿Qué dices, Hans Rebka?

Darya parpadeó antes de que él pudiera responder.

Cuando volvió a abrir los ojos, él había desaparecido. En su lugar se hallaba un agregado importante en la habitación. A su derecha, había sido levantado un enrejado de tubos metálicos negros formando un andamiaje cúbico, en cuyo centro pendía un arnés, sujetado por fuertes cuerdas en los rincones. De ese arnés, con la varilla que era su torso envuelta en cinta blanca, con la cabeza colgando y los miembros enjutos extendidos y separados, pendía J’merlia.

La posición contorsionada de su cuerpo vendado sugería la agonía de un espasmo mortal. Darya miró a su alrededor, buscando a Atvar H’sial. No había señales de la cecropiana. ¿Sería posible que la simbiosis entre ambos llegase al extremo de que el lo’tfiano no podía sobrevivir sin ella? ¿Habría muerto cuando ambos fueron separados?

—¿J’merlia?

Darya habló sin pensar. Dado que las palabras de J’merlia no eran más que una traducción del habla feromónica de Atvar H’sial, era estúpido esperar una respuesta independiente.

Un ojo color limón giró en su dirección. Al menos sabía que ella se encontraba allí.

—¿Puedes escucharme, J’merlia? Pareces estar sufriendo un terrible dolor. No sé por qué te han puesto en ese arnés tan atroz. Si puedes comprenderme y necesitas ayuda, dímelo.

Hubo un largo silencio. Un caso perdido, pensó Darya.

—Gracias por tu preocupación —dijo al fin una voz familiar—. Pero no sufro ningún dolor. Este arnés fue hecho a petición mía, para mi comodidad. Tú no estabas consciente cuando se realizó.

¿Realmente era J’merlia quien hablaba? Automáticamente, Darya volvió a mirar a su alrededor.

—¿Eres tú o Atvar H’sial? ¿Dónde está ella? ¿Está con vida?

—Sí. Pero lamentablemente sus heridas son peores que las tuyas. Fue necesario practicar cirugía mayor en su dermatoesqueleto. Tú tienes un hueso roto y muchas contusiones. Habrás recuperado la movilidad en tres días de Dobelle.

—¿Y tú?

—Yo no soy nadie. Mi situación no tiene importancia.

A Darya le había resultado aceptable la humildad de J’merlia cuando no lo consideraba más que un portavoz de los pensamientos de la cecropiana. Pero ahora estaba frente a un ser racional, con sus propios pensamientos y sentimientos.

—Dímelo, J’merlia. Quiero saberlo.

—Perdí dos articulaciones de un miembro posterior… Nada importante. Volverán a crecer. También se agrietó un poco mi pedúnculo. Nada grave.

Tenía sus propios sentimientos… ¿y sus propios derechos?

—J’merlia… —Darya se detuvo. ¿Era asunto suyo? Allí, en ese mismo planeta, se encontraba un miembro del Consejo. En realidad, escapar de él había sido la principal causa de su accidente. Si alguien debía preocuparse por la condición de los lo’tfianos, ése debía ser Julius Graves, no Darya Lang—. J’merlia. —Se encontró hablando de todos modos. ¿Cuánto tiempo pasaría antes de que la droga abandonase su sistema?—. Cuando Atvar H’sial está presente, tú nunca expresas tus propios pensamientos. Nunca dices nada de nada.

—Eso es cierto.

—¿Por qué?

—No tengo nada que decir. Y no sería apropiado. Incluso antes de alcanzar mi segunda forma, cuando apenas estaba en estado poslarval, Atvar H’sial fue designada como mi dominadora. Cuando ella se encuentra presente, yo sólo sirvo para trasladar sus pensamientos a los demás. No tengo ideas propias.

—Pero tienes inteligencia, tienes conocimientos. Eso está mal. Deberías gozar de tus propios derechos… —Darya se detuvo. El lo’tfiano se retorcía en su arnés para poder volver sus dos ojos hacia la humana.

J’merlia inclinó la cabeza hacia ella.

—Profesora Lang, con tu permiso. Tú y todos los humanos sois muy superiores a mí, superiores a todos los lo’tfianos. Nunca me atrevería a contradecirte. ¿Pero me permitirías hablarte sobre nuestra historia y también sobre la de los cecropianos? ¿Puedo?

Ella asintió con la cabeza. Al parecer, eso no fue suficiente, ya que él aguardó hasta que al fin Darya dijo:

—Muy bien. Cuéntame.

—Gracias. Comenzaré por nosotros, no porque seamos importantes sino para poder establecer comparaciones. Nuestro mundo natal es Lo’tfi. Es frío y tiene el cielo despejado. Como puedes adivinar por mi aspecto, gozamos de una excelente visión. Vemos las estrellas cada noche. Durante miles de generaciones sólo hemos utilizado esa información para saber en qué época del año podríamos disponer de ciertos alimentos. Eso era todo. Cuando hacía más frío o calor que de costumbre, muchos de los nuestros morían de hambre. Podíamos hablar entre nosotros, pero éramos poco más que animales primitivos. Del futuro no sabíamos nada, y del pasado, muy poco. Probablemente hubiésemos continuado así para siempre.

»Ahora piensa en Atvar H’sial y su gente. Ellos evolucionaron en un mundo oscuro y cubierto de nubes… y eran degos. Como ven por detección ultrasonora, para ellos la vista implica la presencia del aire que lleva esa señal. Por lo tanto, sus sentidos nunca pueden recibir información de nada que se encuentre más allá de su propia atmósfera. Dedujeron la presencia de su sol sólo porque sentían las débiles radiaciones como fuente de calor. Tuvieron que desarrollar una tecnología para conocer la mera existencia de la luz. Y entonces tuvieron que fabricar instrumentos sensibles a la luz y a las otras radiaciones electromagnéticas, de tal modo que pudieran detectarlas y medirlas.

»Eso fue sólo el comienzo. Tuvieron que girar esos instrumentos para mirar el cielo y deducir la existencia de un universo más allá de su planeta y su propio sol. Y finalmente tuvieron que reconocer la importancia de las estrellas, medir sus distancias y construir naves para poder explorarlas.

«Hicieron todo esto… todo esto… mientras los lo’tfianos se sentaban por allí a soñar. Somos una raza más antigua, pero, si ellos no hubiesen descubierto nuestro mundo y no nos hubiesen educado para que fuéramos seres conscientes de nosotros mismos y del universo, todavía estaríamos sentados allí, como animales.