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Los dos hombres estaban en los últimos momentos de espera mientras la cápsula que los llevaría a Sismo era unida al Umbilical. Cada uno llevaba una pequeña bolsa como todo equipaje. Julius Graves estaba junto al coche aéreo que los había traído desde Estrellado, maniobrando con sus dos pesados cajones.

Rebka consideró con cuidado la pregunta de Perry. Su misión en Dobelle sólo involucraba la rehabilitación de Max Perry. En principio no tenía nada que ver con miembros de otras especies o con la forma en que éstos eran tratados. Pero en lo que atañía a todos los de Ópalo, él era un oficial superior y tenía los deberes correspondientes a su posición. Justo antes de abandonar Estrellado, había recibido un nuevo mensaje en clave de las oficinas centrales del Círculo, pero, dijera lo que dijese, no albergaba grandes esperanzas de que le fuese de mucha utilidad. A la distancia, los consejos e instrucciones solían servir más para causar nuevos problemas que para ayudar a resolverlos.

—La gente debería estar protestando mucho más —dijo al fin.— En especial Louis Nenda. ¿Qué probabilidades tendría si abandona Ópalo e intenta un aterrizaje directo en Sismo desde el espacio? El vino en su propia nave.

—No tendríamos forma de impedirle intentarlo. Pero, a menos que su nave esté diseñada para despegar sin los medios de un espaciopuerto, se encontraría en problemas. Aunque podría descender en Sismo, tal vez nunca lograría salir de allí.

—¿Qué hay de Darya Lang y Atvar H’sial?

Imposible. No cuentan con una nave y no podrán alquilar una que realice vuelos interplanetarios. Podemos olvidarnos de ellas.

Entonces Perry vaciló. No estaba seguro de lo que acababa de decir. Había algo en el aire, una sensación de calma previa a una gran tormenta. Y no se trataba sólo de los aguaceros pronosticados sobre Ópalo en un lapso de veinticuatro horas.

Era la Marea Estival, pendiendo sobre todo. Faltando trece días de Dobelle, Mandel y Amaranto se veían más grandes y brillantes. La temperatura promedio ya había subido cinco grados, bajo unas nubes furiosas como cobre fundido. El aire de Ópalo había cambiado en las últimas doce horas. Estaba cargado con un sabor metálico que combinaba con el cielo encapotado. El polvo resecaba los labios, hacía llorar los ojos y producía picazón en las narices, como a punto de estornudar. Mientras las grandes marejadas acercaban el lecho marino a la superficie, los terremotos y erupciones submarinas proyectaban sus irritantes vapores y cenizas bien alto en la atmósfera.

—Se acerca otra tormenta. Es un buen momento para abandonar Ópalo.

—Pero es un mal momento para llegar a Sismo —replicó Perry.

Subieron al coche. Perry extrajo su identificación personal y comenzó a ejecutar una compleja secuencia de comandos.

Los tres hombres mantuvieron una inquieta formalidad mientras se iniciaba el ascenso. Cuando Perry informó a Graves que el acceso a Sismo estaba cerrado hasta que hubiese pasado la Marea Estival, Graves sacó a relucir la autoridad del Consejo. El iría a Sismo de todos modos.

Perry había señalado que Graves no podía impedir que los funcionarios planetarios lo acompañasen. Ellos tenían la responsabilidad de impedir que se suicidase.

Graves había asentido con la cabeza. Todos eran amables; nadie se sentía feliz.

La tensión cedió cuando la cápsula emergió de entre las nubes de Ópalo. Los tres hombres tenían otra cosa en qué ocupar sus mentes. El coche contaba con portillas corredizas en el nivel superior, al igual que una gran ventanilla, directamente sobre sus cabezas. Los pasajeros gozaban de una vista excelente de todo lo que les rodeaba. Cuando Sismo apareció entre las nubes, se desvaneció cualquier intento de mantener una conversación.

Julius Graves miró a su alrededor con la boca abierta, mientras que Max Perry echó un vistazo hacia arriba y se encerró en sí mismo. Hans Rebka trató de ignorar lo que le rodeaba y concentrar su mente en la tarea que le aguardaba. Perry podía saberlo todo sobre Sismo, y Graves podía ser una fuente de información sobre todos los temas y sobre miles de soles; sin embargo, Rebka tenía la sensación de que tendría que conducirlos a ambos.

¿Conducirlos a través de qué? Miró a su alrededor y descubrió un panorama que desplazó todo pensamiento racional. Apenas hacía unos días que había recorrido el trayecto hacia Sismo, pero nada estaba igual. A la izquierda se asomaba Mandel, groseramente henchida. El casco del coche, diseñado por los Constructores, detectaba y filtraba las radiaciones peligrosas, convirtiendo el rostro resplandeciente de la estrella en una imagen oscura, rayada y picada con fáculas, manchas solares y grandes llamaradas. El disco era tan grande que Rebka sintió que podría extender la mano y tocar su superficie color ocre.

Amaranto —que ya no era una estrella enana— pendía detrás de Sismo. La compañera estaba transformada. Hasta su color había cambiado. Rebka lo reconoció como un efecto artificial. Cuando las ventanillas del coche alteraban sus propiedades de transmisión para detener la radiación de Mandel, también modificaban el espectro transmitido por Amaranto. El anaranjado rojizo se convertía en un púrpura brillante.

Hasta Gargantúa estaba bien encaminado hacia su punto de reunión. Reflejando la luz de Mandel y Amaranto, el gigante gaseoso se había henchido de una chispa distante a una mancha anaranjada brillante, del tamaño de una uña de pulgar.

Los participantes estaban allí; la gravedad producía los cambios, y la danza cósmica estaba a punto de comenzar. En las últimas horas antes de la Marea Estival, Mandel y Amaranto pasarían a una distancia de cinco millones de kilómetros la una de la otra, el grosor de una uña en términos estelares. Gargantúa se abalanzaría hacia Mandel sobre el lado opuesto a Amaranto, impulsado en su órbita por el campo combinado de ambas compañeras estelares. Y el pequeño Dobelle, atrapado en esa sicigia de gigantes, giraría con impotencia en la urdimbre y la trama de un tapiz gravitatorio dinámico.

La órbita de Dobelle era estable; Ópalo y Sismo no corrían peligro de separarse, ni de que el doblete fuese lanzado hacia el infinito. Pero ésa era la única garantía que proporcionaban los astrónomos. Durante la Marea Estival, las condiciones en la superficie de Ópalo y Sismo no podían calcularse.

Rebka alzó la vista hacia Sismo. La bola gris azulada se había convertido en el rasgo más familiar del cielo. No había cambiado en forma perceptible desde su último viaje por el Umbilical.

¿O sí? Miró con más atención. ¿El limbo del planeta era un poco más borroso? ¿La delgada capa de aire que lo cubría se había vuelto más ancha?

La mente de un viajero tenía pocas distracciones aparte de la vista. Ascendían a una velocidad constante, sin ninguna sensación de movimiento en el interior del coche. Sólo un observador muy atento notaría que el punto dorado de la Estación Intermedia crecía lentamente, mientras que en el interior de la cápsula la gravedad aparente disminuía de forma gradual. El viaje no se realizaba en caída libre. Las fuerzas de masas decrecían con rapidez, pero la única parte ingrávida del trayecto eran los dos mil kilómetros después de la Estación Intermedia, donde todas las fuerzas centrífugas y gravitatorias se hallaban en equilibrio. Después de eso venía el verdadero descenso hacia Sismo, cuando la cápsula caía en verdad hacia el planeta.

Rebka suspiró y se levantó. Sería sencillo permitir que el paisaje del cielo lo hipnotizase, así como Sismo hipnotizaba a Max Perry. Y no sólo a él. Rebka se volvió hacia Graves. El consejero estaba totalmente absorto en sus propios ensueños.

Rebka se dirigió a la rampa y bajó al nivel inferior de la cápsula. La cocina era primitiva, pero no habían podido comer nada desde que abandonaran Estrellado. Como tenía hambre y no estaba muy exigente, escogió sin mirar. El sabor y el contenido de la sopa que encargó no tenían importancia.