Los sistemas de prevención de Fagias alcanzaron un uso generalizado en E.2103; ahora forman parte del equipo corriente en la exploración de los Constructores.
Descripción física: En su aspecto externo, las Fagias son idénticas, y probablemente sean similares en su interior aunque varíen en sus funciones. Ningún sensor (ni ningún explorador) ha regresado jamás del interior de una Fagia.
Cada Fagia tiene la forma de un dodecaedro gris y regular, de cuarenta y ocho metros de lado. La superficie tiene una textura áspera, con sensores de masa al borde de cada cara. En el centro de cualquier cara pueden abrirse fauces, que son capaces de ingerir objetos de hasta treinta metros de radio y una longitud aparentemente indefinida, (En E.2238, Sawyer y S’kropa introdujeron en una Fagia del artefacto Dendrita fragmentos sólidos silíceos de sección cilíndrica y veinticinco metros de radio. Con una velocidad de ingestión de un kilómetro diario, fueron absorbidos cuatrocientos veinticinco kilómetros de material, correspondientes a toda la longitud del fragmento. No se detectó ningún cambio de masa en la Fagia, ni tampoco cambio alguno en ningún otro de sus parámetros físicos.)
Las Fagías son capaces de mostrar una locomoción independiente, con una velocidad mínima de uno o dos metros por día estándar. Ninguna Fagia ha sido vista jamás moviéndose a más de un metro por hora con relación a un marco determinado.
Objetivo propuesto: Desconocido. De no haber sido por el hecho de que se han encontrado Fagias asociadas con más de trescientos de los mil doscientos artefactos conocidos, y sólo en asociación con ellos, cualquier relación con los Constructores sería cuestionada. Muestran una gran diferencia en escala y en número con todas las otras obras de los Constructores.
Se ha especulado que las Fagias funcionaban como grandes basureros de los Constructores, dado que, al parecer, son capaces de ingerir y desmenuzar cualquier materia creada por las especies. Lo mismo ocurre con todo lo hecho por los Constructores, con la sola excepción de los cascos estructurales y las paraformas (p. ej., el casco externo de Paradoja, la superficie de Centinela y los tubos huecos concéntricos de Remolino).
12
Marea estival menos once
Darya Lang tenía la terrible sospecha de que había desperdiciado la mitad de su vida. Allá, en Puerta Centinela, se lo creyó cuando su familia le dijo que vivía en el mejor lugar del universo. «Puerta Centinela, a medio paso del Paraíso», rezaba el dicho. Y, con los medios de que disponía para investigar y su sistema de comunicaciones, no había sentido ninguna necesidad de viajar.
Pero primero Ópalo y ahora Sismo indicaban otra cosa. Le encantaba la novedad de la experiencia, el contacto con un mundo donde todo era extraño y fascinante. Desde el momento en que pisó la superficie seca y polvorienta de Sismo, sintió que todos sus sentidos se intensificaban sobremanera.
Su nariz lo dijo primero. En el aire de Sismo había una poderosa mezcla de olores. Era el perfume de flores, sin duda, pero no la profusa y generosa extravagancia que engalanaba Puerta Centinela. Darya tuvo que buscarlas… y allí estaban, a menos de cinco pasos de ella, pequeños pimpollos acampanados de lilas y lavandas, asomando entre la cubierta verde grisácea de un tojo. Las plantas se apretaban a los costados de una fisura larga y estrecha, demasiado pequeña para ser llamada valle. De los diminutos capullos surgía un apremiante perfume de mediodía, completamente desproporcionado con su tamaño. Era como si la floración, la fertilización y la siembra no pudiesen aguardar una hora más.
Darya pensó que tal vez no podían, ya que por encima de ese embriagador perfume había un deje aciago y sulfuroso de un vulcanismo lejano; el aliento de Sismo, aproximándose a la Marea Estival. Darya se detuvo, inspiró profundamente y supo que jamás olvidaría aquella mezcla de olores.
Entonces estornudó por dos veces. Había un polvillo en el aire, unas partículas irritantes que causaban picazón en la nariz.
Alzó la vista y miró más allá del valle en miniatura con su manto de flores impacientes. Una planicie se extendía hasta el horizonte humeante, a quince kilómetros de distancia. Allí era sencillo ver los efectos del polvillo. Mientras que la superficie cercana lucía sus intensos tonos de ocre, a la distancia, un lienzo gris había oscurecido y suavizado la paleta del artista, pintándolo todo de tonos apagados. Ni siquiera el horizonte era visible, excepto hacia el este, donde sus ojos divisaron —o imaginaron— una línea borrosa de picos volcánicos, coloreados en canela y dentados.
Mandel se alzaba bien alto en el cielo. Mientras ella observaba, comenzó a deslizarse tras el disco de Ópalo. El brillante semicírculo descendía momento a momento. En esa época del año, no habría más que un eclipse parcial, pero era suficiente para cambiar el carácter de la luz. Los tonos más rojizos de Amaranto se derramaban sobre el paisaje. La superficie de Sismo se convertía en un panorama iluminado por un fuego subterráneo.
En ese momento, Darya oyó la primera voz de la Marea Estival. Un rugido profundo retumbó en el aire, como el ronquido de un gigante dormido. El suelo tembló. Ella sintió un estremecimiento y un cosquilleo agradable en las plantas de los pies.
—Profesora Lang —dijo J’merlia a sus espaldas—, Atvar H’sial te recuerda que debemos recorrer un largo camino y disponemos de poco tiempo. Si pudiéramos proceder…
Darya comprendió que ni siquiera había completado su primer paso sobre la superficie de Sismo y que tanto Atvar H’sial como J’merlia todavía estaban en la escalerilla de la cápsula. Cuando Darya se apartó del camino, la cecropiana se le adelantó y se detuvo, girando su gran cabeza de un lado al otro. J’merlia fue a acuclillarse frente a ella.
Darya observó los tentáculos-oídos que recorrían la escena. ¿Qué «vería» Atvar H’sial al escuchar a Sismo? ¿Qué «escucharían» aquellos exquisitos órganos olfativos cuando cada molécula del aire narraba una historia?
Habían hablado sobre cómo era el mundo cuando lo percibías por detección ultrasonora, pero la explicación era insuficiente. La mejor analogía que Darya podía crear era la de un humano de pie en el mar, en un lugar donde el agua era turbulenta y la luz tenue. La visión era monocroma, con un alcance de algunas decenas de metros.
Pero la analogía resultaba deficiente. Atvar H’sial era sensible a un campo muy amplio de frecuencias sonoras y sin duda podía «ver» el murmullo distante de los volcanes. Aunque aquellas señales carecían de la refinada resolución espacial proporcionada por su propio sonar, con toda seguridad eran detectores de entrada.
Y había otros factores, tal vez incluso otros sentidos de los que Darya sólo tenía una vaga noción. Por ejemplo, en ese momento la cecropiana estaba levantando una pata delantera para señalar a lo lejos. ¿Estaría percibiendo la emanación de olores lejanos, con unos lóbulos olfativos tan agudos que cada uno de los aromas narraba una historia?
—Hay vida animal allí —tradujo J’merlia—. Formas aladas. Esto sugiere otro método posible de supervivencia durante la Marea Estival, algo que no fue mencionado por el comandante Perry. Permaneciendo a la sombra de Mandel, siempre en el aire, estarían a salvo.
Darya pudo ver a las criaturas voladoras… en ese momento. Tenían medio metro de largo, con cuerpos oscuros como de gasa y unas alas transparentes; parecían demasiado delicadas para sobrevivir a la turbulencia de la Marea Estival. Lo más probable era que ya hubiesen puesto sus huevos y muriesen al cabo de pocos días. Pero Atvar H’sial tenía razón respecto a algo: había muchas cosas que los humanos no sabían sobre Sismo… o que Max Perry no decía.