El pensamiento volvió a su mente: éste era todo un planeta, un mundo con su propio e intrincado equilibrio vital. Cientos de millones de kilómetros cuadrados de tierra, libres de humanos o de cualquier otra inteligencia, listos para su inspección. Una variedad infinita era posible allí, pero se necesitaría toda una vida para explorarla y conocerla.
Correcto, dijo su lado más práctico. Pero no disponemos de toda una vida. Será mejor que hayamos terminado con nuestra exploración y nos encontremos en camino antes de que transcurran ochenta horas.
Dejando a Atvar H’sial con su recorrido ciego del paisaje, Darya rodeó el pie del Umbilical hasta la fila de coches aéreos. Había ocho, estacionados bajo su cubierta protectora de material hecho por los Constructores. La explanada sobre la cual descansaban estaba conectada por cables de fibra siliconada al mismo Umbilical; se elevarían con ella cuando llegase la Marea Estival.
Darya subió a uno de los coches y examinó sus controles. Tal como le había anticipado Atvar H’sial, el vehículo había sido fabricado por humanos y era idéntico al que utilizaron para sus viajes por Ópalo. Tenía la carga completa. Darya podría conducirlo sin problemas siempre y cuando —una punzada en la clavícula se lo recordó— no se encontraran con otra tormenta como la que los había azotado la última vez.
Darya alzó una mano abierta para probar el viento. Por el momento no había más que una brisa fuerte, nada de qué preocuparse. Aunque se encontrasen con remolinos de polvo, la visibilidad era de al menos tres o cuatro kilómetros. Eso sería suficiente para aterrizar. Incluso podrían elevarse por encima de cualquier tormenta de arena.
Ante sus llamadas, Atvar H’sial y J’merlia subieron al coche y se prepararon para el vuelo. Darya se elevó de inmediato, buscando una altitud que la alejara de cualquier turbulencia. J’merlia se agazapó a su lado en la parte delantera del coche. Darya le había explicado el funcionamiento de los controles cuando volaron sobre Ópalo; de ser necesario, era probable que él pudiese pilotar la nave. Pero, al parecer, J’merlia ni soñaría con hacerlo sin instrucciones de Atvar H’sial.
Darya trató de hablar con él y fracasó. Había imaginado que se comportaría de forma diferente con ella después de sus conversaciones mientras se recuperaban del accidente. Se había equivocado. Cuando Atvar H’sial estaba presente, J’merlia se negaba a hacer un movimiento independiente; durante las primeras tres horas de viaje, sólo habló cuando Atvar H’sial se lo ordenó.
Pero en la cuarta hora, J’merlia hizo algo por su cuenta, sin instrucciones de su ama. De pronto se sentó derecho y señaló:
—Allá. Arriba.
Volaban con el piloto automático a veinte mil metros de altura, muy por encima de casi toda la atmósfera de Sismo y a salvo de las tormentas. Darya no había estado mirando hacia arriba. Observaba la superficie delante de ellos, utilizando los sensores de imagen del coche. Podía ver suficientes evidencias de vida en Sismo con la máxima definición. Entre las colinas y lagos había grandes manadas de animales de lomo blanco. Se alejaban de las tierras altas y se dirigían hacia el agua en forma tan resuelta e inexorable como una ola en retirada. Darya observó la masa compacta que se dividía en torno a las lomas y grandes peñascos. Unos cuantos kilómetros más allá, donde se acababan las colinas, pudo ver filas sinuosas de verde oscuro, siguiendo y definiendo la grava húmeda de los lechos fluviales. Los ríos secos acababan en zonas de gran vegetación, impenetrables desde arriba, que marcaban el fondo de unas hondonadas de profundidad incierta.
Ante las palabras de J’merlia, Darya alzó la vista. Él se inclinó sobre su hombro para señalar el cielo estrellado.
Atvar H’sial emitió un silbido.
—Otro coche —tradujo J’merlia—. Hemos sido perseguidos por el Umbilical, y mucho más rápido de lo que habíamos esperado.
La luz móvil estaba justo encima de ellos, siguiendo su mismo curso pero a mucha mayor altura. También se adelantaba a ellos rápidamente. Darya permitió que el piloto automático continuase el vuelo mientras ella giraba el sensor para lograr una mejor vista del otro vehículo.
—No —dijo después de unos momentos—. No es un coche aéreo. —Puso a funcionar la pequeña computadora del coche para calcular una trayectoria—. Está demasiado alto y se mueve muy rápido. Y mira… Se vuelve más brillante. No son las luces de un coche aéreo.
—¿Entonces qué es?
—Es una nave espacial. Y esa luz brillante significa que está entrando en la atmósfera de Sismo. —Darya observó la información de la computadora, donde aparecía una primera estimación de la trayectoria final de la otra nave—. Será mejor que descendamos un rato y pensemos en lo que vamos a hacer.
—No. —Los pensamientos de Atvar H’sial fueron expresados por J’merlia con un murmullo de protesta.
—Lo sé. Yo tampoco quiero hacerlo —replicó Darya—. Pero es necesario, a menos que ustedes sepan algo que yo no sé. La computadora necesita más datos para estar segura, aunque ya nos está dando un resultado preliminar. Esa nave está a punto de aterrizar. Yo no sé quién se encuentra dentro, pero tocará tierra justo donde no queremos que lo haga…, a pocos kilómetros de nuestro propio destino.
El crepúsculo en Sismo…, si un anochecer tan repentino y ominoso, rojo como la sangre de un dragón, podía justificar esa descripción.
Mandel se elevaría en tres horas. Amaranto yacía muy bajo en el horizonte, con su rostro rojizo oscurecido por nubes de polvo. Sólo Gargantúa brillaba en todo su esplendor, un mármol veteado en tonos anaranjados y salmón rosado.
El coche aéreo se hallaba posado sobre la grava, listo para un rápido despegue. Darya Lang había descendido entre dos pequeños lagos, en una zona donde según el mapa abundaban los lagos de agua dulce.
El mapa había mentido al menos en un aspecto. Acuclillada junto a uno de los estanques, Atvar H’sial había aspirado el agua ruidosamente con su trompa. J’merlia había afirmado que era potable. Pero, al probar el agua del mismo estanque, Darya escupió con asco y se preguntó cómo sería el metabolismo de los cecropianos. El agua del lago era dura y amarga, completamente alcalina. Ella no podría bebería; debería depender de la provisión del coche.
Darya pasó de largo junto al vehículo y se preparó para dormir. Incluso con la ayuda del piloto automático, el viaje alrededor de Sismo había significado una gran tensión. Por más que el planeta parecía muy inofensivo, no se había atrevido a disminuir su concentración en ningún momento; y ahora que finalmente le estaba permitido relajarse, no podía hacerlo.
Había demasiado que ver, demasiado en que reflexionar.
Según Perry, estando tan cerca de la Marea Estival, Sismo debería haber sido un infierno. La corteza tendría que haber estado despedazada, con incendios de malezas y plantas quemadas en un aire demasiado caluroso para respirar. Los animales debían haber desaparecido hacía mucho, muertos o en estado de letargo debajo de la superficie.
En lugar de ello, Darya podía respirar, caminar y sentarse con cierta comodidad, y por todas partes había enérgicas señales de vida. Había acomodado su cama portátil al aire libre, cerca de uno de los estanques y a la sombra de un matorral de correhuelas.
Podía escuchar a los animales que se escurrían entre ellas, ignorando su presencia, y contemplar cómo, junto al agua, el suelo estaba horadado de pequeños agujeros de diferentes tamaños, donde se ocultaban pequeños animales. Cuando moría el rugido distante de un trueno o de un volcán, Darya podía escuchar a estos trabajadores, escarbando sin pausa en la tierra reseca.
Hacía calor, tenía que admitirlo. La desaparición de Mandel del cielo había traído poco alivio. El sudor le mojaba la ropa y corría por su cuello.